DE NACIÓN A PROVINCIA DE EUROPA
“El ciclo de lecciones
dadas por mí hace dos años (1951) en la universidad de Munich se titulaba “Die
Idee der Nation und die deutsche jugend”. En ellas intenté responder a fondo a
la pregunta: ¿Qué es una nación? No es posible ahora reproducir aquel
desarrollo, pero necesito enunciar cuál era su resultado. Era éste: nación en
el sentido que damos a esta palabra cuando la referimos a los pueblos europeos,
significa una unidad de convivencia distinta de lo que entendemos por un
<>. Un <> es una colectividad
constituida por un repertorio de usos tradicionales que el azar o las vicisitudes
de la historia ha creado. El pueblo vive inercialmente de su pasado y nada más.
Ninguno de esos usos es por sí respetable. Se ha originado mecánicamente. Es un
modo de tatuarse o de vestirse, un modo de casarse, de ejecutar ritos vagamente
religiosos, un modo de hablar y de gesticular. En los pueblos más primitivos lo
más <>, es decir, lo más constitutivo y simbólico de su
conciencia colectiva, son las danzas en torno a los tambores sagrados. Por eso
en Nigeria, donde viven próximos unos a otros muchos <>
distintos, próximos pero muy conscientes de su diferencia, para decir que
alguien es un extranjero se dice que <<¡Ese baila con otro
tambor!>> No es sino concretar en una palabra, abreviadamente y, por
tanto, con deliberada exageración (pero exageración que sirve precisamente para
destacar bien la realidad), decir que un pueblo consiste en puras manías
acumuladas por el azar, que lo mismo podrían ser otras cualesquiera.
Ahora bien, una nación en el sentido de
nación europea es, claro está, también y ante todo un pueblo en el indicado
sentido. Consiste también en una serie de manías y en un tesoro de costumbres,
de habitualidades en que el pasado se ha petrificado. Estas manías, por ser
completamente infundadas, parecen, claro está, absurdas y ridículas a las otras
naciones como las de éstas lo parecen a la primera.
Pero la nación europea llegó a ser
<> “sensu stricto” porque a esa “vida propia” de los usos
tradicionales en que los hombres viven de modo inercial, añadieron formas de
vida que, si bien articuladas con las tradicionales, pretenden representar una
<> en el sentido más elevado; que aspiraba a
ser precisamente la manera más perfecta de ser hombre y, por tanto, bien
fundada y proyectada sobre el porvenir. Cada uno de esos prototipos nacionales
había sido forjado como una forma peculiar de interpretar precisamente la
<>, es decir que ésta era vivida
intensamente y con propio estilo por cada nación. Esto –y no sólo las inveteradas
manías- significaba todavía en 1900 <>, <>. Esta enérgica pretensión de representar la mejor figura
posible de humanidad mantuvo <> a los pueblos de Europa,
e hizo que su convivencia tuviese durante siglos el maravilloso y fertilísimo
carácter de una grandiosa emulación, de una lucha agonal en que se incitaban
los unos a los otros hacia mayor perfección. Pero esto nos hace ver que la Idea
de Nación, a diferencia de los pueblos que no son sino pueblos, implica, ante
todo, ser un programa de vida hacia el futuro.
Pues bien, esto es lo que hoy han dejado de
ser los pueblos de Europa. De pronto –si bien el fenómeno comenzó antes de la
última guerra, conste- las naciones de Europa –y en lo que sigue me refiero
sólo al continente- se quedaron íntimamente sin porvenir, sin proyectos de
futuro, sin aspiraciones creadoras. Todas se colocaron en simple actitud
defensiva y, por cierto, en actitud insuficientemente defensiva. Mas el
porvenir no es una noción de cronología abstracta. El porvenir es el órgano
principal y primario de la vida humana. La vida es una operación que se hace
hacia delante. Cada uno de nosotros es primero y ante todo porvenir. En este
instante están ustedes ya atentos y en espera de la palabra que yo voy a
pronunciar. Todo lo demás, presente y pasado, surgen en el hombre en vista del
por venir. De aquí que nada más grave puede acontecer a los hombres o a su
pueblo que sufrir la amputación de ese órgano vital que es el porvenir. El da
tensión a nuestro ser, nos disciplina, nos moraliza. Sin porvenir, lo mismo un
hombre que un pueblo, se desmoraliza, se envilece.
Hace, señoras y señores, casi treinta años
anuncié que los pueblos de Europa iban a caer muy pronto en envilecimiento. El
libro donde esto dije, traducido al alemán hace demasiado tiempo –ha sido aquí
mucho más leído que atendido. Allí dije que esa desmoralización, que ese
envilecimiento sobrevendrían porque la Idea de Nación, tal y como había sido
entendida hasta ahora, había agotado su contenido, no podía proyectarse sobre
el futuro, dadas las condiciones de la vida actual; y que los pueblos de Europa
sólo podían salvarse si trascendían esa vieja idea esclerosada poniéndose en
camino hacia una supra-nación, hacia una integración europea. Pero no hay
destino más melancólico y más superfluo que el del profeta. Casandra, la
primera profetisa, recibió de Apolo el don de prever el futuro y vaticinarlo con una condición: que nadie le
hiciese caso.
La Idea de Nación, que había sido hasta
ahora una espuela, se convierte en un freno. Incapaz de ofrecer a cada pueblo
un programa de vida futura los paraliza y los encierra dentro de sí mismos.
Pero esto significa que las colectividades europeas han dejado de ser
propiamente naciones y por un proceso de involución ha retrocedido al estado
primitivo de pueblos que no son sino pueblos, ha recaído en la vida propia de
sus pequeños usos, hábitos, manías. Los periódicos se ocupan principalmente en
conmemorar las glorias caseras, en hablar de sus pequeños hombres, como nunca habían
hecho hasta ahora. Al mismo tiempo se cultiva el folklore monumentalizándolo de
una manera grotesca. El folklore es el prototipo de lo casero.
En el número del semanario americano “Life”,
publicado hace dos semanas, aparece un artículo escrito por un canadiense que
se titula: <>. En el
artículo resplandece la buena fe con que ha sido escrito y quiere intentar que
los pueblos europeos tengan una idea más justa de los Estados Unidos, y éstos
mayor comprensión de Europa. En un viaje reciente por nuestro continente e
Inglaterra, le ha sorprendido lo que él llama <>.
Cuando quiere precisar los motivos de ese supuesto <>, lo que
aparece en primer plano, lo único preciso y eficaz resulta ser que los europeos
no pueden aguantar las maneras de los hombres americanos. Como yo estoy ahora
analizando la actitud de los pueblos europeos entre sí y, por tanto, con
respecto a Europa, no tengo por qué –ni además tendría hoy tiempo- para
analizar la actitud de los pueblos europeos con respecto a América. Es éste, en
parte un problema especial y distinto del que nos ocupa. Pero si quiero
aprovechar la ocasión para decir que este artículo, no obstante la buena
intención que lo inspira, y a pesar de que todos los hechos por él subrayados
son auténticos, tiene del asunto una visión superficial que falsifica la figura
misma de la realidad que aspira a presentarnos. En efecto, Mr. Bruce Hutchinson
–así se llama el autor- habría interpretado de manera muy distinta los hechos
por él efectivamente observados si hubiese caído en la cuenta de que en sus
cuatro quintas partes ese <> -hating- hacia los americanos es
idéntico a la antipatía que los pueblos europeos sienten unos hacia otros. Por
lo tanto que en la mayor parte de sus componentes la odiosidad hacia el
americano no es nada peculiar, sino un caso particular de la ridícula
intolerancia que cada pueblo de Europa siente frente a los demás. Esta es la
ventaja de un diagnóstico que busca en toda su extensión los síntomas de una
enfermedad e intenta bajo ellos descubrir la verdadera causa. Estarían en un
error los americanos si se preocupan demasiado de lo que en estos dos últimos
años, en estos meses, sienten hacia ellos los europeos, atribuyéndolo
exclusivamente a la odiosidad hacia ellos.
Piensen ustedes ahora si no es paradójica la
presente situación de los pueblos europeos. Por encima de ellos, quieran o no,
enormes problemas comunes a todos se elevan sobre el horizonte y pasan sobre
ellos como negras nubes viajeras. Esto les obliga –repito, quieran o no- a
hacer algunos gestos de vaga, tenue, oblicua participación en esos problemas.
Pero en realidad –y esto es lo insensato-, no sienten interés auténtico por
ellos, como si esos problemas no se refiriesen a todos. La prueba es el hecho
escandaloso de que casi ningún pueblo de Europa tiene una política que afronte
esos problemas. Lo más que hacen es decir <> a todo lo que se
les propone. En cambio, se afirman en sus viejas costumbres, atentos sólo a las
minúsculas cosas, personas, acontecimientos que dentro del ámbito nacional
aparecen.
Y la causa de todo ello es que la forma de
la colectividad en que perduran –la Nación-… ¡no tiene porvenir! El
<> les llevaba a <> -para emplear las palabras de San pablo- en el ancho mundo. Ahora
bien, la idea de Nación como he indicado está constitutivamente proyectada
hacia el porvenir, es esencialmente empresa.
Al quedar el porvenir amputado, la idea de
Nación, en lo que tenía de auténtico, se ha evaporado. Las naciones han dejado
de ser naciones y se han convertido en provincias, de aquí el sorprendente
fenómeno de que en todo el continente la vida se ha vuelto provincial. Y sería
interesante estudiar en qué forma particular se ha producido este
“provincianismo” dentro de cada país. Por ejemplo, como paría, <> hasta hace cuarenta años, se las ha arreglado para –en una
curiosa manera- devenir en ciudad provinciana. Siento mucho en este punto del
<> no encontrarme con derecho a hacer ninguna
excepción.
La verdad es que desde hace un cuarto de
siglo el comportamiento de los pueblos continentales –sin más excepción que
Suiza- no puede hacerles sentirse orgullosos de sí mismos. En rigor, debía cada
uno sentirse avergonzado de lo que ha hecho y debía haber más europeos que por
primera vez, y a su pesar, sienten asco hacia Europa, es decir, del estado en
que hoy se encuentra. Yo soy uno y lo declaro a todos los vientos. Tengo cierta
autoridad para hacerlo porque muy probablemente soy hoy, entre los vivientes,
el decano de la Idea de Europa.”
José Ortega y Gasset
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