I. Todo apellido contiene la cifra de la muerte
pues en ese horizonte hacia el pasado, que está escrito en lo más íntimo de
nuestra subjetividad, se agolpan nuestros ancestros. Los que ya no están, los
que nunca conocimos, los que aportaron un nombre y una tradición, aquellos que
nos figuramos como una extensa escalera descendente que nos hace de origen y
que, finalmente, nos anticipa un destino.
La diversidad que nos es propia a los humanos, cuyos
caracteres posibles son tantos que sería imposible inventariar, nos distingue a
unos de otros, y nos estimula porque la diferencia nos sustrae de nuestras
cápsulas narcisistas. Sin embargo, esa inabarcable multiplicación de
variaciones se conjuga también con un acotado conjunto de universales que nos
reúnen, que nos vuelven inexorablemente afines. Así, aunque tales universales
son apenas un puñado, y la muerte es uno de ellos, su abarcatividad le otorga
un lugar de igual peso junto a la inconmensurable pluralidad.
También es cierto, y pese al humano destino común, que cada
apellido es el nombre singular del morir, cada quien escenifica --consigo mismo
y con los otros-- los caminos para consentir o resistir la posibilidad de un
acelerado retorno a la inercia.
La ética, en última instancia, no es sino una exigencia para
la también humana pretensión de ilusionarse con la omnipotencia. Esto es, nos
impone asumir la inevitabilidad de nuestro desvalimiento y, sobre todo, nos
reclama no ser ajenos, indiferentes, ante el desvalimiento del otro.
II. El apellido Milei, hoy, es el nombre del
dejar morir. Aunque su repertorio de frases no es demasiado vasto, aborde el
tema que sea su programa político es reductible a eso, dejar morir.
Negacioncita del terrorismo de Estado, del cambio climático
y de las múltiples desigualdades de clase y de género, su plan de gobierno, en
materia de trabajo, economía, seguridad, salud o educación, se condensa en
aquel sintagma.
La invalidez de sus rancias teorías se ratifica en cada
ocasión en que se anima a hablar más espontáneamente: “si te querés matar,
matate, pero no me hagas pagar a mí la cuenta”, “si no es rentable [por ej.,
pavimentar una calle] no es deseable socialmente”, son apenas dos expresiones,
entre tantas otras, de su ominosa cosmovisión.
III. Según relata Eduardo Galeano, en Memorias
del fuego III, mi bisabuelo, Isaac Zimerman, se derrumbó y lloró cuando en
1910 se enteró de que había muerto León Tolstoi. Posiblemente, el episodio
sucedió en diciembre de aquel año, en la Colonia Mauricio de la localidad
bonaerense de Carlos Casares. Isaac y su familia, para ese entonces, hacía poco
más de cinco años que habían llegado de Rusia, escapando de la miseria y del
antisemitismo.
¡Qué comunidad de sentimientos es capaz de producir la
escritura para que la muerte de su autor conmueva así a un inmigrante que,
junto con su mujer y sus hijos, trataban de sobrevivir en la otra punta del
planeta!
No sé a cuántos estaré plagiando si afirmo que la muerte es
el motor de la escritura, pero no solo porque la civilización se empeña en la
posteridad, no solo porque la letra perdura más allá de los cuerpos o, como
decía Freud, porque la escritura es el lenguaje del ausente.
Escribir es el acto de producir interrogantes, y pregunta es
el nombre de la angustia. Escribimos, pues, para sobreponernos al sufrimiento,
a un dolor que proviene del propio cuerpo, de los vínculos con otros y de la
realidad. Eso también es enseñanza freudiana. Las palabras, entonces, procuran
transformar las amenazas en lo opuesto: que el propio cuerpo no perezca antes
de tiempo, que el otro devenga un semejante y que la naturaleza sea abrigo.
IV. El apellido Milei, hoy, es el nombre de la
crueldad. Sin embargo, el mayor espanto no es la destructividad que anida en su
subjetividad, sino cómo, por qué, su personalidad se traduce en una particular
psicología social. No habrá, desde luego, una respuesta única, pues no es
verosímil suponer una homogeneidad que comprenda a todos sus votantes. Los
habrá fascistas, indiferentes, crédulos, incautos, y seguramente las
alternativas son más.
Son dos, entonces, las preguntas que sobrevuelan: ¿sus
votantes perciben su crueldad? Y luego, si acaso la registran, ¿es que les
parece irrelevante o los excita?
No lograremos acertar con las respuestas; no obstante, en
todos los casos, contestemos de uno u otro modo sendos interrogantes, el
peligro es mayúsculo.
Si no la divisan, si la captan con indiferencia, o se
contagian de ella, son tres caminos que convergen en una tragedia irreparable,
incluso para esos mismos sujetos.
V. Para la época en que mi bisabuelo se casó, en
Rusia, con mi bisabuela, Sara Snirman, León Tolstoi escribió ¿Qué hacer?, libro
que fue inspirador de textos posteriores. Por haber visto que los mendigos eran
detenidos, allí dice: “no podía comprender que estuviese prohibido que un ser
humano les pidiese algo a sus semejantes”.
Se trata, en suma, de comprender al otro como un semejante
y, en consecuencia, la sociedad, una comunidad, la humanidad, no puede tener
como punto de partida ni como fundamento último la competencia, el mercado o,
como repite Milei, “ofrecer un mejor producto a un mejor precio”. Esto es, los
vínculos humanos, la intersubjetividad, para Milei no difieren de la relación
de cada sujeto con las cosas, una relación de posesión, monetizada o de
indiferencia.
En rigor, no se trata solo de ricos y pobres o de qué deben
hacer los primeros respecto de los segundos. El asunto, finalmente, es qué es
lo que hace que una sociedad se mantenga unida.
VI. La conocida frase que se le atribuye a
Tolstoi, “Pinta tu aldea y pintarás el mundo”, sin duda no describe únicamente
el isomorfismo entre un pequeño pueblo y la Tierra toda. También nos advierte
que un hilo de Ariadna liga cada singularidad con la humanidad, para que nadie
se extravíe en el laberinto, sea del desamparo, sea de la opulencia, para que
nadie que esté afuera se vea impedido de ser incluido.
VII. Mi abuela paterna, hija de Isaac y Sara, al
lamentarse solía exclamar “¡San Pedrito, San Pedrito!”. Durante años me
pregunté por qué una mujer judía y rusa invocaba a un santo ante las
adversidades. Gracias a textos familiares y de historia de la inmigración,
descubrí que en la institución judía que organizaba el traslado desde Rusia de
los judíos (pobres y perseguidos) había dos grupos: uno que proponía que se
embarcaran solo aquellos que podían costear sus propios pasajes y otro que, en
cambio, sostenía que la asociación debía solventarlos. Este segundo grupo, cuya
posición prevaleció, tenía su sede en San Petersburgo. Así comprendí, entonces,
el lamento de mi abuela.
VIII. El apellido Milei, hoy, es el nombre de la
injusticia. Para él, la justicia social no es más que la aspiración envidiosa
de los fracasados. Así, opera una deformación trágica que no califica siquiera
de reduccionismo; es decir, pretende revestir de envidia lo que no sería sino
una injusticia. La solidaridad, para Milei, no tiene lugar, el individuo no se
referencia de ningún modo a su comunidad, y basta en su cosmovisión la
competencia. ¿Y no es, acaso, esta última la fuente más potente de la envidia,
en la aldea de la ley del más fuerte?
IX. Ya señalé que escribimos para crear
interrogantes y para transformar las amenazas en algo diverso. Podemos
parafrasear a Tolstoi: escucha una entrevista a Milei y escucharás a toda La
libertad avanza. Milei no responde preguntas, no las entiende ni las acepta.
Solo conversa con periodistas cuyas preguntas ya están respondidas de antemano,
cuyas preguntas son apenas el molde diseñado para el contenido que Milei recita
una y otra vez. En consecuencia, su discurso y su acción, por su propia
naturaleza, no podrían nunca convertir las amenazas en lo opuesto. Al
contrario, impone morir, que el otro no sea más que un extraño y que la
naturaleza se consuma al calor del mercado.
X. Milei afirmó ya tantas veces que él entiende
al Estado como una organización criminal. Que haga tantos esfuerzos por ser
presidente, es decir, por ser el Jefe del Estado, nos autoriza a concluir: a
confesión de parte, relevo de pruebas.
El antagonismo con su proyecto no podría ser más radical. En
efecto, el valor y la necesidad de una economía a escala humana, la cultura
edificada durante siglos y la historia de mi propia familia no solo me deniegan
toda posibilidad de apreciar la más mínima propuesta de Milei, sino que
convergen para advertir su irrefrenable destructividad.
*Sebastián Plut es doctor en Psicología y psicoanalista.