Alfombras rojas, vestidos de 500 lucas, señoritas con
pechos abultados por la silicona, gente que se gana la vida “opinando” sobre el
resto, la reina del festival, los comentarios superficiales: el agrio abono
para el espectáculo. El festival de viña es de aquellos sucesos que suelen
volcar las miradas de los medios de comunicación, un espacio en donde la
industria cultural se muestra al país con colales en toda su gloria y majestad.
Resulta importante entonces preguntarse por el sentido que guarda esta
ceremonia y las subjetividades que guarda en su interior.
Este espectáculo al concitar gran parte de la atención de
los medios de comunicación suele invisibilizar cualquier otro hecho mediático
de importancia. De un momento a otro es mas relevante quién animara el próximo
festival que debates relativos a la educación, el medio ambiente o la
segregación social. Pero ¿Qué otra cosa le podríamos pedir a la televisión?
Desde hace bastante tiempo la TV se ha transformado en el más importante medio
de evasión de la realidad. Es sin duda el medio de comunicación con mayores
grados de influencia y masividad dentro de la población. Día a día las
pantallas suelen saturar su parrilla con programas que fomentan valores individualistas,
competitivos y consumistas. El festival de viña es solo un ejemplo más, el cual
pareciera perderse en el batallón de superficialidades que pueblan el
espectáculo televisivo, sin embargo vale la pena rastrear la historia de este
“suceso” dentro de la cultura nacional producto de la carga histórica que
guarda el acontecimiento.
Breve historia de un festival alienante: miedo, espectáculo y consumo en
el periodo autoritario
El festival nace en los años 60, pero es solo en 1972
cuando alcanza cierto grado de importancia al empezar a ser transmitido por el
canal con mayor cobertura en el país: Televisión nacional de Chile. Vale la
pena hacer un repaso de la actividad cultural que vivía Chile en aquellos años.
Eran tiempos, por decirlo menos, convulsionados, en donde una serie de valores
se encontraban puestos en duda. En lo político estaba en curso el proceso de la
Unidad Popular el cual ponía en riesgo los intereses de grandes poderes
económicos. En lo cultural Chile vivía una de sus épocas mas interesantes. Se
estaba masificando una cultura ligada a valores comunitarios y asociativos,
mientras que el arte era re-estructurado en función de los intereses de la
colectividad.
Brigada muralista
Ramona Parra
Muchas manifestaciones artísticas que habían sido
privativas de los sectores mas acomodados de la sociedad salían de su pedestal
y se acercaban a otras grupos sociales. Por aquellos años se generaba el
movimiento de la “Nueva Canción Chilena”, en donde Víctor Jara, entre otros
artistas, masificaban un discurso que se compenetraba con la realidad de muchos
excluidos. El fenómeno del muralismo se masificaba y cubría de color las calles
del país, además los sectores populares no solo consumían el producto
artístico, sino que eran parte de su confección al realizar murales en diversos
lugares y poblaciones. La más grande editorial del país “Zig-Zag” había pasado
al área social después de una movilización de sus trabajadores que terminó por
hacerla propiedad del gobierno. La nueva editorial tuvo el nombre de Quimantu y
llego a producir 50.000 libros semanales, una cantidad inédita en el país, la
gran mayoría a bajo costo y muy accesible a distintas clases sociales, se
cuenta que en los quioscos una cajetilla de cigarrillos costaba lo mismo que un
libro. El edificio de la editorial fue atacado por 5 bombas molotov a mediados
de octubre de 1972, un símbolo de lo amenazante que era la industria para los
poderes dominantes. El discurso de la alta cultura se encontraba en crisis y
existía un ímpetu por la generación de una cultura y un arte que incluyera a
los sectores desposeídos, a la vez de ser un espacio de transformación de la
sociedad. Los procesos de reforma universitaria llevados a cabo a finales de
los años 60 habían contribuido a este fenómeno al abrir los planteles
universitarios a un sin número de actividades de extensión para la comunidad:
teatro, música y danza eran fomentados no solo en la universidad, sino en el
espacio público y también en poblaciones en donde nunca habían llegado ese tipo
de manifestaciones. En el plano de las mentalidades había un proceso de toma de
conciencia en amplias capas de la población, ya no bastaba con ser
espectadores, muchos se abalanzaron a tomarse las calles, las fábricas o
campos. Quizás el síntoma más fuerte de esta nueva cultura fue la generación de
los cordones industriales y los comandos comunales, comunidades enteras de
trabajadores y pobladores que se agrupaban para auto gestionar sus problemas y
salir adelante a través de la asociatividad conjunta, fenómeno que solo se
produjo a finales del gobierno de la Unidad Popular, a través, debe dejarse
claro, de la acción del proletariado autónomo organizado, y no del gobierno de
Allende que veía con recelo la iniciativa, la cual desbordaba la capacidad del
“estado socialista”. Debe entenderse que, por aquellos años, la potencialidad
de un verdadero cambio no residía en el gobierno de Allende, institución que,
aunque estaba girando hacia una social-democracia, aún era esencialmente un
Estado capitalista, sino que se encontraba en el cambio de la cultura política
en amplias capas de la población. Cambio cultural que se reflejaba en las prácticas
de grandes colectividades ligadas a una mentalidad solidaria y tendiente al
apoyo mutuo. Ese cambio en las mentalidades, que llevó décadas en su
constitución a través de luchas que dieron conciencia al proletariado, fue lo
que hizo posible la creación del gobierno de la Unidad Popular, y no viceversa.
En otras palabras: no fue la Unidad Popular la que generó una cultura de cambio
en la población, sino que la propia Unidad Popular ya era un producto de ese
cambio cultural en la conciencia organizativa del proletariado y las capas
medias. En suma vemos que este periodo se caracteriza por una masificación del
arte hacia diversos sectores de la sociedad y un cambio cultural que era
propenso a la generación de lazos comunitarios y asociativos que buscaban una
ruptura con el sistema capitalista tal y como se conocía. 1
Claro que no todo era color de rosa. La sociedad se
encontraba fragmentada, muchos tenían miedo de perder ciertos privilegios, o
simplemente le tenían miedo al cambio. Aunque es cierto que la derecha fascista
y las transnacionales conspiraron, también es cierto que amplias capas de la
población no eran parte de este cambio cultural y aún estaban permeadas por la
mentalidad tradicional propia de decadas de sometimiento a un sistema económico,
político y cultural capitalista. Otros aún tenían una visión de sometimiento a
los partidos políticos de izquierda, eran ganado que se dejaba guiar por los
profesionales de la revolución recluidos al interior del “gobierno socialista”.
El país contaba con una fractura que se podía ver incluso
en el escenario del festival de viña. En el espectáculo de 1973 participaron
los conjuntos Quilapayún y Los Huasos Quincheros. Los primeros símbolos del
proceso de la Unidad Popular, mientras que los segundos férreos defensores de
la cultura nacionalista, conservadora y patronal. Estas contradicciones, como
todos sabemos, encontraron su desenlace el 11 de Septiembre de 1973. Año que, a
diferencia de lo que se suele poner acento habitualmente, no significó solo la
derrota política del gobierno de la Unidad Popular, sino que también fue la
derrota de un proceso cultural potente que hacia acento en una mentalidad
colectiva ligada al fomento de la asociatividad, los lazos comunitarios, el
apoyo mutuo y la solidaridad. El 11 más allá de ser la derrota de un gobierno o
“Estado socialista”, o una ruptura “democratica”, fue la derrota de la cultura
organizativa del proletariado (con proletariado no me estoy refiriendo a la
caricatura del obrero industrial, sino a todo aquel que tiene que vender su
fuerza de trabajo para subsistir). En definitiva, el 11 no es solo una derrota
política, sino la eliminación de un conjunto de ideas, de una “forma de ser”
colectiva. Es la derrota de una cultura, con todo lo que implica aquel termino.
Quema de libros en
dictadura
De aquí en adelante cualquier expresión fuera del discurso
oficial se transformó en sospechosa. El arte es un ejemplo claro, fue un
espacio vetado por el nuevo régimen. Hay que considerar que el simple hecho de
tocar un charango ya era suficiente para ser sospechoso, 3 personas conversando
en la calle también. La editorial “Quimantu” se transformó en la “Editora
Nacional Gabriela Mistral”, los murales fueron borrados y los músicos
perseguidos.
Si el año 1974 es un año sombrío para gran parte de la
población, no lo es para el festival de viña, el cual busca resplandecer entre
la oscuridad generalizada. Por primera vez el festival era transmitido en señal
internacional por latinoamerica, e incluso Europa. El espacio era un lugar para
blanquear la imagen de Chile en el extranjero. La competencia folclórica fue
eliminada y, desde esa fecha, se privilegiaron los shows de artistas
internacionales. Si en 1972 el festival había adquirido mayor popularidad al
ser transmitido por Televisión Nacional de Chile, a fines de los años 70, y a
lo largo de los años 80, su popularidad había alcanzado su cima, ya que la
masificación de la televisión en los hogares chilenos se hizo realidad. Al
comenzar la década de los 80, la mayoría de los hogares chilenos tenia una TV,
gracias a la importación de artículos electrónicos desde el extranjero que no
tenían que pagar impuestos en un régimen que aprobaba la circulación libre de
mercancías en el contexto de una economía neoliberal abierta hacia el
exterior. 2
La dictadura había hecho especial énfasis en el rol que tenía
que jugar la televisión en aquellos años, estableciendo un control y censura
totales en el medio. Si la prensa escrita o la radio, en algún momento,
presentaron cierto grado de apertura hacia otras visiones, en la televisión jamás
se reprodujo un discurso que no fuera el monologo del poder. Por otro lado
proliferaron y ganaron protagonismo los programas de evasión como los de baile
y concursos. En “Sabor Latino” Antonio Vodanovic animaba un show de gala en
donde diversos artistas internacionales cantaban sus canciones frente a unas
mesas en donde se sentaba la “gente linda”: futbolistas, modelos y hasta
figuras políticas del régimen. Este tipo de programas mostraban una imagen
glamorosa y pujante del país, la cual poco tenía que ver con la realidad de la
gran mayoría de la población. Por su parte “Sábado gigante” o el “Festival de
la una” promocionaban distintos productos y hacían concursos para que la señora
de la casa pudiera ganarse un reluciente electrodoméstico importado, inculcaban
eficientemente la mentalidad televisiva.
La Televisión se transformó en un importante espacio de
difusión de las visiones del régimen. Desde los noticiarios que denunciaban a
los “subversivos”, hasta los programas que fomentaban una mentalidad consumista
y pasiva. Por otro lado la TV es un artefacto que posibilita una asociatividad
ligada al espacio privado, te podías informar sin salir de tu casa, algo ideal
para un gobierno que quería a la gente tranquila en sus hogares. En 1978 se
transmitía por primera vez la Teleton, una cruzada solidaria que pretendía unir
a todos los chilenos. Aquí comienza con más fuerza a expandirse la visión del
dinero como depurador moral. Ahora la solidaridad es una transacción comercial
realizada al adquirir ciertos productos comprometidos con los más indefensos.
La solidaridad, antaño relacionada con la asociatividad comunitaria entre los
individuos, ahora era reflejo de la acción individual a través del consumo.
También en el año 1978 el Festival de Viña era el primer programa transmitido a
colores en el escenario nacional. Ahora el espectáculo era policromo, la
banalidad era a todo color.
“don francisco”
Pero ¿cómo conseguía dinero la gente para comprarse un
reluciente televisor a color? No era producto de un crecimiento económico como
pinta el mito neo-liberal. La adquisición de estos productos fue solo a través
de la masificación del crédito y el endeudamiento. Este fenómeno se expandió
sin precedentes en el país generando la posibilidad de que sectores de clases
medias y populares adquirieran productos nunca antes imaginados. Los pobres
podían tener esos productos que anteriormente eran solo para los ricos: una
lavadora, una televisión o un pequeño y económico auto japonés. Sin embargo el
crédito supuso una forma sumamente eficiente de control social y Disciplinamiento.
La obtención de dinero a través de créditos no es una estrategia de movilidad
social, porque los trabajadores tuvieron que soportar mas terriblemente su
esclavitud asalariada. Era una simple estrategia de aparentar otro estatus a
través del consumo de mercancías que simbolizaban el acceso a la “modernidad”,
artículos que antaño habían sido privativos de las clases altas. Los
trabajadores adquirían los préstamos, pero su condición de deudores los
mantenía inevitablemente atados a sus espacios laborales. Ahora el trabajador
no podía perder su “pega”, eso le significaba no poder cancelar su deuda. El
trabajador ahora estaba más interesado en prolongar su sometimiento para poder
acceder a esos nuevos artículos que la sociedad de consumo le ofrecía. El
trabajador ahora mejoraba su vida pidiendo individualmente un crédito, y no
organizándose colectivamente contra sus patrones y el trabajo asalariado. Ahora
debía más sumisión al patrón y más horas de trabajo asalariado para poder pagar
su deuda y seguir accediendo a otros créditos de consumo que lo acercaran más a
esa “modernidad” que ofrecía el modelo, “modernidad” que era sinónimo de
obtención de mercancías, “modernidad” a través del consumo. Este proceso en
conjunto con la desindustrialización del país que eliminó las grandes
concentraciones de obreros en las fábricas, debilitó el movimiento sindical
haciéndolo casi inexistente entre la represión a los trabajadores y el cierre
de fábricas. Con la tercerización de la economía el capitalismo se ahorró
obreros, así estos últimos perdieron peso dentro de la realidad político-social.
Los obreros ya no eran tan relevantes en el proceso productivo, se podía
prescindir de ellos y siempre amenazarlos con el fantasma de la cesantía y la
falta de empleo. 3
Un año después del fraudulento plebiscito de la
constitución de 1980, el Festival de Viña realizaría su jornada más
espectacular al traer a Chile los más importantes exponentes internacionales de
la música de habla hispana. Miguel Bosé, Julio Iglesias y Camilo Sesto se dieron
cita en el show que sacó brillo a las pantallas de televisión nacionales en el
año 1981. En el mismo año se permitió nuevamente la competencia folclórica para
aparentar la apertura y tolerancia del régimen. Los productos se peleaban los
espacios publicitarios que ofrecía el festival. Recordemos que hasta el día de
hoy los reclames en el festival son de los más caros en la TV chilena. Es
importante reparar un segundo en el fenómeno de la publicidad. Dentro de las
condiciones que posibilitaron la manía consumista en nuestro país fue el
increíble asedio publicitario que tapó la programación de la TV, la transmisión
de la radio y las páginas de diarios y revistas locales. La calle también se
transformó en un escenario óptimo para la puesta de enormes afiches comerciales
que invitaban al consumo. Pero lo interesante de la publicidad es que no solo
tiene la función de vender mercancías, sino que también vende modelos de vida y
pautas culturales.
La publicidad no solo esta al servicio de la empresa que
representa, sino que esta estructuralmente ligada al modelo económico al
socializar la ideología dominante. La publicidad mostraba (y sigue mostrando)
un modelo de felicidad ligada a lo material y al exitismo. En las campañas
publicitarias se auto-representaba la clase dominante, ya que los protagonistas
de aquellas historias eran personas con un nivel de consumo alto, por lo general
de ojos verdes y rubios (basta ver hasta el día de hoy los catálogos de
revistas de las multitiendas). La publicidad mostraba un mundo mágico de
abundancia, así él que se comprara una mercancía, por muy miserable que ella
fuera, se sentiría, de alguna manera, participando de ese espectáculo propuesto
en la imagen publicitaria. De esta forma el fenómeno publicitario se transformó
en un espacio de generación de expectativas, ideas y modelos de felicidad. La
publicidad en el fondo intenta disputar el campo cultural, y se transforma
efectivamente en cultura. Por muy miserables que sean sus mensajes ella también
es cultura, porque genera una forma de ver y entender la vida. El problema es
que la ideología de consumo no buscaba solo ser parte de la cultura, sino “ser
la cultura”. En esta época es cuando adquiere su poder el valor simbólico de la
marca. Ahora eras una mejor y más respetable persona si tu vestimenta tenia
bordado un puma o un cocodrilo, o tenías más posibilidades de éxito si bebías
el ultimo refresco de moda, o podías ser más exitoso con las mujeres si usabas
tal desodorante. Los productos empiezan a ser codiciados no tanto por sus
condiciones materiales, sino por el valor simbólico que tienen. El envoltorio
de las papas fritas comienza a ser más importante que las propias papas que
tiene en su interior y el comercial del desodorante más que el olor de su
perfume. El valor de uso se somete al valor de cambio. No llama la atención,
entonces, que en 1982 se abriera el primer reciento con las características de
mall en Santiago: El Shopping Center Parque Arauco. 4
Al comenzar la dictadura el régimen no tenía un programa
definido en la esfera artístico-cultural. Algo similar ocurre en el área de la
economía, hay que recordar que solo en 1975, con la visita de Milton Friedman a
Chile, la junta militar se convence de implementar las políticas neo-liberales
de shock, a través de los perritos entrenados por el propio Friedman en
Chicago, entre ellos Joaquín Lavin, Cristian Larruelet y José Piñera, el hermano
del presidente y creador del modelo de AFP. Es precisamente la esfera de lo
económico la que configura el panorama artístico-cultural del régimen. Ya vimos
como el sistema económico consumista genera pautas y modelos de vida, ahora
veremos la relación de la dictadura con las expresiones artísticas. Frente a la
abrupta eliminación de las expresiones artísticas desplegadas durante el
periodo de la UP era necesario llenar ese enorme vació. Dentro de las visiones
del régimen con respecto al arte encontramos 3 posturas que se disputaban la
hegemonía del campo artístico-cultural. La primera guardaba relación con
difundir un arte ligado a la alta cultura, esta opción tenía como modelo el
arte europeo decimonónico como la opera o el teatro aristocrático, productos culturales
que consumían las élites chilenas del siglo XIX y principios del XX. Una
segunda opción desechaba los modelos europeos y apostaba por el realce
artístico de lo nacional, o sea era un camino nacionalista de la cultura. Aquí
se intentaba potenciar la idea de patria que tanto gustaba al régimen, en donde
la figura del huaso adquirió gran importancia. Claro que un huaso totalmente
depurado, limpio y patronal. No llama la atención, entonces, que el líder de
los Huasos Quincheros haya ocupado altos cargos del aparato cultural en el
gobierno militar. La tercera opción era la relacionada con el arte como
mercancía. Aquí daba lo mismo la procedencia del arte, ni que fuera del gusto
de la élite, ni que fomentara los valores patrios, lo único que interesaba era
que fuera vendible y rentable. Esta tercera opción fue la que finalmente
triunfó. De esta manera se daba la paradoja de un gobierno que hacia hincapié
en el concepto de patria, pero permitía la intromisión generalizada de bienes
artísticos-culturales provenientes del extranjero: series de televisión
americanas, música disco europea, historietas de super-heroes, etc. 5
En este mismo sentido el arte publicitario fue ampliamente
difundido. Al fin y al cabo ese fue el arte que llegaba a todos: las grandes
pancartas que mostraban fotos o ilustraciones espectaculares con el objeto de
vender un producto y un modo de vida. Fueron las representaciones artísticas más
difundidas en aquellos años, al fin y al cabo era el único arte que no haría
mal al régimen y adoctrinaba a la población en la espiral del consumo.
Claro que la cultura del consumo no tuvo un camino ajeno a
la resistencia. Tras la crisis económica que comienza en 1982 se gestan las
jornadas de protesta nacional que duraron aproximadamente entre 1983 y 1987.
Aquí se realizaron protestas masivas, acciones ilegales, paros de trabajadores,
actividades en poblaciones y ollas comunes, entre otras actividades. Los actos
culturales se empiezan a masificar en calles y poblaciones. Una reapropiación
del espacio público y un aumento en la organización de las comunidades
presagiaban un nuevo vuelco hacia la asociatividad de antaño. Las expresiones
comunitarias eran la clara contraposición a una década de atomización social a
través de represión y anuncios publicitarios en los intervenidos medios de
comunicación de masas. Se desataban los cimientos para un posible cambio
cultural en la población. La mentalidad consumista e individualista daba un
respiro hacia el camino de la asociatividad comunitaria de la resistencia.
Sin embargo este camino no fue el tomado por la izquierda
unida bajo la concertación. Ellos, más bien, apelaron no a un cambio político-cultural,
sino a un cambio de gestión del modelo. Según su visión, el problema era que el
gobierno militar era el que gestionaba la realidad, ahora debía ser un gobierno
“democrático”. Para la concertación, entonces, la democracia se ganaba mediante
la lucha dentro del marco que proponía el modelo. Es por ello que se puso tanto
énfasis en el plebiscito, el cual centraba el conflicto en el plano de la
democracia liberal representativa, en donde la acción del sujeto era la acción
individual del voto, y no la acción asociativa y comunitaria que conllevaría a
la organización reivindicativa de la población. El discurso del NO fue una
mega-campaña que utilizaba los recursos de la publicidad introducida en
dictadura para vender una idea que, al igual que los otros productos, prometía
que “la alegría ya viene”. La concertación se las jugó por cautivar espectadores
que captaran bien el mensaje y fueran a las urnas. Por eso montó aquel enrome
espectáculo que guardaba sospechosos parecidos con una campaña publicitaria de
la Coca-Cola. Con la llegada de la democracia la concertación entregó un
sistema que posibilitaba elecciones seguras y una amplia cantidad de candidatos
sonrientes. De ahora en adelante sacar al país a flote sería un asunto
meramente técnico desplegado bajo la cancha que había rayado la dictadura:
aparato jurídico represivo, sistema económico neoliberal y cultura del consumo.
La Concertación buscó desligarse de la dictadura, pero conservando todos los
elementos de esta última, era una paradoja total. La izquierda renovada supo
desplazar hábilmente la tensión social de las calles al campo institucional de
las urnas. Traicionó la cultura de los actores colectivos desplegados en la
calle, por la cultura de los espectadores individualizados frente a la pantalla
del televisor.
Los años 90, entonces, significarían el triunfo definitivo
de la subjetividad mercantil. Ahora el modelo impuesto bajo la fuerza se vestía
con ropajes democráticos, los nuevos tiempos otorgaban la legitimidad que
necesitaba la ideología dominante. La concertación hizo perfectamente su
trabajo. Los malls proliferaron y llegaron a las regiones, instalándose en todo
el territorio nacional. La construcción del mall de Chiloé en la actualidad es
la consumación definitiva de este proceso. La década de los 90 es un espacio vacío
de movimiento social porque supone el triunfo de una mentalidad, la mentalidad
del espectador, del que presencia pasivamente el espectáculo. El festival de
Viña continuaba al aire todos los años reforzando el modelo. Si la dictadura
militar de Pinochet desapareció el año 1989, la dictadura del espectáculo y la
mercancía jamás dio un solo paso atrás.
Desde mi punto de vista es paradigmatco que durante los
años 90 la única organización que logró tener un accionar peligroso para el
sistema es la Coordinadora Arauco Malleco (CAM), organización surgida a mitades
de los años 90 y conformada por aquellos elementos sociales menos permeados por
la cultura del miedo y el consumo: El pueblo mapuche. Por otro lado tuvo que
nacer una generación completa dentro del sistema “democrático” para que
llegasen a poner en peligro la estabilidad del capital. Generación de jóvenes
de 13 a 18 años que en 2006 (justo 18 años después del plebiscito) lograron
expandir una revuelta generalizada que más que un movimiento por la educación,
como muchos creyeron, encerraba otras razones mucho más profundas. Marginación
social, vida cotidiana carente de sentido, ímpetu por desbordar el
individualismo y volver a constituir colectividades comunitarias dentro de las
tomas de los liceos. En el fondo era una decepción visceral y profunda al
modelo instaurado en dictadura y consolidado por la gestión concertacionista.
La revuelta de 2006 fue insurreccional, porque no tenía programa político
definido, y en realidad nadie se la esperaba. Esa espontaneidad es reflejo de
que era una expresión de descontento político-cultural, en tanto los jóvenes se
plantearon como un sujeto distinto agrupado en colectivos y piños guiados por
la afinidad y un sentir virulento en contra de la institucionalidad que
representaba la vieja generación que había sufrido el terror de la dictadura:
miedosa, conservadora y obediente. Ellos querían romper la ciudad, descargar su
rabia, escuchaban hip-hop combativo y estaban descubriendo la sexualidad. El
consumo no les bastaba, no era suficiente para calmarlos, no se compraron el
cuento del ciudadano-consumidor, muchos ni siquiera tenían para comprar: eran
pobres. El legado político de la insurrección de los pingüinos es difuso,
lograron casi invisibles cambios dentro de la institucionalidad educativa y su
proyección organizativa fue escasa. Pero el más importante legado que dejaron
fue el espíritu de desobediencia y desacato frente a la autoridad, después de
ellos ya no era una locura salir a las calles y hacer una protesta que diera
vuelta la ciudad, instalaron una subjetividad, una nueva mentalidad que volvía
a tomarse los espacios públicos en nombre de la comunidad. Mentalidad que puede
reflejarse en las posteriores revueltas que se vinieron: huelgas forestales que
acabaron con la muerte de Rodrigo Cisternas en 2007; revueltas estudiantiles en
todo chile y poblacionales en Dichato en el año 2011; y las insurrecciones
territoriales de 2012 en Freirina y Aysen. Lo que hicieron las revueltas pingüinas
de 2006 fue que inauguraron la pérdida del miedo de las comunidades, hecho que
solo pudo desatar una nueva generación que no había vivido las atrocidades
dictatoriales, atrocidades que plantaron en los “viejos” esa asquerosa
subjetividad ligada al miedo, el consumo y la obediencia. La insurrección pingüina
no es solo un fenómeno político, sino que inaugura un cambio cultural.
Es cierto que en los últimos años es posible ver la
existencia de un incipiente cambio de mentalidad en la población que se ve
reflejado en una vuelta hacia los procesos organizativos de diversas
comunidades: territoriales, étnicas, sindicales, estudiantiles, ideológicas,
anti-patriarcales, de economía solidaria, etc. Sin embargo aún están en un
periodo netamente germinal. La des constitución de las comunidades durante
décadas fue un proceso potente. Algunos nombran la gran abstención electoral
como signo de ese cambio de mentalidad, pero lo cierto es que eso es solo un
pequeño símbolo. Aunque las urnas están vacías, los centros comerciales siguen
repletos y proliferando por todo el territorio nacional. La mentalidad del
consumo sigue vigente. Cabe preguntarse hasta qué punto la abstención es
producto de la opción por un camino organizativo o es el producto natural de una
sociedad que está acostumbrada a no intervenir en ningún asunto: la sociedad de
los espectadores, la sociedad del espectáculo. La ideología que nos metieron a
la fuerza en dictadura sigue latente, las horas frente al televisor mientras
transcurría el estado de sitio pasaron la cuenta. Las actividades de dispersión
y ocio del chileno promedio son principalmente ver televisión e ir de compras.
El festival de viña sigue siendo un rito cultural que suscita el interés de la
gente y los medios. Los años pasan y el espectáculo continúa. Ya no se
encuentran sentados Pinochet, la señora Lucia o Jaime Guzman en las primeras
filas, como efectivamente sucedía año a año durante dictadura, sino que ahora
los que se sientan son los representantes de la industria cultural mercantil:
la élite artística, los que se ganan los fondart todos los años, los
representantes más miserables de la cultura nacional: Farándula, críticos y
personajes irrelevantes, y, por supuesto, el ministro de cultura. Las secuelas
de décadas de sometimiento son notorias y las luces del espectáculo siguen
encandilando a la mayoría de la población.
El camino para revertir esta situación es complejo, pero no
imposible. Todo depende de que entendamos la necesidad de crear nuevas
identidades que se cimienten en valores antagónicos a los propuestos por
décadas de sometimiento y adoctrinamiento sobre falsos patrones de felicidad.
La nueva cultura debe ser estructurada bajo sólidas bases que hagan énfasis en
el apoyo mutuo y la cooperación entre individuos y comunidades. La idea es ir
socavando cotidianamente los valores como el individualismo, el consumismo y la
competencia. Ese proceso no se dará bajo la clásica lógica reivindicativa de
exigirle al Estado que solucione nuestros problemas. Una nueva cultura no se
exige, sino que se construye. Esa construcción debe ser constante y cotidiana
en cada individualidad y grupo que se oponga al sistema. No vale de nada
oponerse al modelo si actuamos bajo las lógicas y pautas culturales propuestas
por el enemigo: eso sería una falsa emancipación. La nueva cultura, entonces,
no vendrá por ningún decreto, sino que sera acción exclusiva de las
comunidades. Sera en base a un cambio radical en la forma de pensar de las
colectividades, una transformación potente bajo lógicas comunitarias,
asociativas y de apoyo mutuo. Ese cambio no será espontaneo ni breve, ya que,
como cualquier otro cambio cultural, tomara décadas en su conformación, pero,
lo que es seguro, será el único camino que otorgue verdaderas posibilidades de
liberación colectiva. Las comunidades deberán buscar en su interior aquellos
espacios de autonomía cultural que aún perduran entre sus formas de vida,
espacios de los cuales sabemos su existencia gracias a las ultimas revueltas
acontecidas en la región chilena. Sera nuestra labor recuperar aquellos
vínculos de solidaridad que todavía no son destruidos por las lógicas
culturales dominantes. A (re)construir, entonces, la nueva cultura de las
comunidades: el único rumbo de verdadera emancipación.
Bibliografia:
1-Una completa
descripción del campo artístico cultural durante el periodo de la Unidad
Popular es el esbozado por el historiador César Albornoz en su texto titulado
“La cultura en la Unidad Popular: Porque esta vez no se trata de cambiar un
presidente”. El artículo se encuentra en un libro publicado por la editorial
LOM el año 2005 con el nombre de “Cuando hicimos historia: la experiencia de la
Unidad Popular”, el cual tiene como compilador a Julio Pinto, otro historiador
2-En el último capítulo
del libro “Su revolución contra nuestra revolución”, también publicado por LOM,
en donde se desentrañan las visiones de disputa de izquierdas y derechas dentro
del ámbito político-cultural, es posible apreciar varias páginas dedicadas a la
función enajenante del festival de viña y otros programas televisivos de la
época como “Sábado gigante”.
3- Una exhaustiva
descripción de la conformación del ideario del ciudadano-consumidor en Chile
durante la época dictatorial lo encontramos en el texto de Tomas Moulian “Chile
Actual: anatomía de un mito” publicado por primera vez en 1995 por la editorial
LOM. De especial interés es el capítulo tercero de la primera parte del libro
titulado “Paraíso del consumidor”
4- Una detalla
historia de la publicidad y su influjo en las actuales pautas culturales de la
sociedad chilena se encuentran detalladas en el libro “Marca Registrada:
Historia General de Las Marcas Comerciales y El Imaginario Del Consumo En
Chile” de Pedro Alvarez Caselli. El último capítulo está dedicado conjuntamente
al periodo dictatorial y al concertacionista, evidenciando claramente la
continuidad de la política del consumo en ambos modelos de gobierno.
5- Esta disputa en el
terreno del campo cultural entre las distintas visiones del régimen es
detallada en el texto de Carlos Catalán y Giselle Munizaga titulado “Políticas
culturales estatales bajo el autoritarismo en Chile” publicado por CENECA en
1986. La clasificación del “tridente cultural” propuesta por estos autores es
recogida por la mayoría de los estudios historiográficos que abordan el periodo
autoritario desde una perspectiva cultural.
Escrito por Magnicidio Espinoza