"Por mucho que les apene, Perón no publicó un libro
sobre la rosca, sino sobre la conducción política. Como ya sugerimos, ambas son
incompatibles. Donde hay rosca, no hay conducción".
Por Gastón Fabián*
Hasta el día de hoy, se nos ha enseñado que la historia de
la humanidad es la historia de la rosca política. Por decirlo en los términos
inauditos de Jean Paul Sartre, la rosca es el ser. El ser es lo
macizo, lo idéntico a sí mismo, lo cosificado, lo que se pudre. El ser es lo
que es. La militancia, en cambio-lo sabemos desde Badiou-, es del orden del
acontecimiento, o sea, de lo que interrumpe y subvierte la rosca. Podrá parecer
muy supraterrenal, pero la militancia es bastante simple, poco
enroscada. Dos palabras cifran su santo y seña, que es en realidad una verdad
accesible para todos y todas: confianza y conducción. Precisamente, ambas
relaciones están ausentes en las intrigas palaciegas y en la politiquería de
café, donde siempre se trata de sacar ventaja, quedar bien parado o salir en
una foto que solo interesa al “mundillo”. La rosca, al fin y al cabo, es el
reino del ego. El ego quiere acumular, llevar el agua para su molino, que se
hable de él, que se le rinda pleitesía infinitamente. Desde su visión, el
problema de la política no es formar más y mejores militantes, sino, por el
contrario, ser más poderoso que el otro. Permanecer en el nivel de la
militancia de base, asistir a eventos de baja concurrencia, juntarse a
intercambiar con compañeros y compañeras, allí donde las cámaras no ponen el
ojo, representaría, para él, un terrible y vergonzoso estancamiento.
La militancia debe desterrar para siempre de su marco
conceptual la ecuación rosca=política. Semejante fórmula, atractiva para el
insaciable y ambicioso “paracaidista” que prioriza el atajo por sobre la
construcción colectiva (“la vida es una carrera y llegar a la meta, llegan
pocos…”), es la que, salvo excepciones, ha gobernado a los seres humanos desde
que el mundo es mundo. De sus entrañas proviene el hediondo y repugnante
capitalismo de hoy. Algunos sostendrán que, más allá de la inmoralidad o la
indecencia, el mundo es así y no tiene sentido (o hasta resulta peligroso)
querer transformarlo. El mundo es el que es y ya. Al rosquero (el
imponente Trasímaco) no le preocupa en lo más mínimo la justicia. Abierta o
secretamente, se burla todo el tiempo de ella. Como afirmaría Meñique, el
arquetipo del conspirador en Game of Thrones y quien con sus
tejes y manejes desencadena la secuencia de acontecimientos que constituyen el
thriller de la serie, el ascenso es todo lo que hay. La falta de
convencimiento respecto a esto llevaría, nos guste o no, a una caída
estrepitosa y mortal.
El gran conjunto de los portales digitales que se dedican a
“informar” de política, no hablan más que de la rosca y sus maquinaciones. Se
considera que lo que “vende” es revelar quién traicionó a quién, quién negocia
a escondidas con quién, quién pidió tal cargo, quién apunta para ser ministro,
quién va a modificar su voto a último momento en el Congreso y a qué precio.
Ardides, triquiñuelas y otros subterfugios devienen el centro de atención. ¿Qué
público consume y hace circular estas notas, excitado por las novedades de la
“cocina”? ¿Quién se divierte jugando a adivinar qué persona “filtró” el secreto
y cuáles son los objetivos de su maniobra? En la jerga, a dichos lectores los
denominamos “politizados”. Aunque altanero y con orgullo exclame que “todo es
político”, el politizado asume que la política pertenece a un ámbito que no lo
cuenta. El politizado es un espectador, un “fana” de la política. Y la política
que devora con gula es lo que se nos ha vendido como gran política, su
lado oscuro. Convengamos que a cualquier lector de El Príncipe no
le produce ninguna emoción que Maquiavelo sostenga que todos los Estados
existentes pueden ser divididos en principados o repúblicas. Pero sí lo
apasiona profundamente la estratagema que César Borgia utilizó con Ramiro de
Orco: primero se valió de su crueldad para disciplinar una ciudad y luego, para
ganarse el favor del pueblo, lo ejecutó de manera sensacional en la plaza
principal de Cesena. Tal vez por eso somos adictos a Game of Thrones y
nos vanagloriamos de la Boda Roja, como si allí aconteciera la manifestación
divina, sublime y erotizada de la política.
Sería tarea de arqueólogos hallar en Game of
Thrones rastros de un momento popular o de una invención militante. De
hecho, la única organización que se presenta por fuera de lo estrictamente
militar es una abominable secta de fanáticos religiosos. El mundo se divide
entre ingenuos y oportunistas, entre tontos honorables y maestros de la realpolitik.
Los soñadores inquietos y los profetas visionarios son la real y más palpable
amenaza. Que hace no mucho tiempo se escribiera en nuestro país un “elogio de
la rosca” y se pretendiera instalar la idea de que la rosca tiene mala prensa
(por no superar los estándares de la “corrección política”) pero que, en el
fondo, es útil y provechosa para todos, pues inculca el sano hábito de la
discusión plural entre personas que piensan diferente, no puede más que causar
risa. Típico de cualquier imperialismo es colocarse en el lugar de la víctima
para atacar con más fuerza. ¿Acaso lo que consolida a una democracia es la
conversación ocasional de pasillo o el sigiloso encuentro entre dirigentes en
un despacho a puertas cerradas? El razonamiento según el cual el operador
político es el alma oculta de las instituciones que funcionan no difiere
demasiado de aquella reflexión del contrarrevolucionario De Maistre, que decía
que el tenebroso y desacreditado verdugo es el pilar elemental de la sociedad.
Por mucho que les apene, Perón no publicó un libro sobre la
rosca, sino sobre la conducción política. Como ya sugerimos, ambas son
incompatibles. Donde hay rosca, no hay conducción. Donde hay conducción, no hay
rosca. La rosca es una tentación, incluso una necesidad, del pensamiento de
Estado. Es un arcana imperii. Más la militancia (habrá que
grabárselo) no es el Estado y no debe pensar como él. Para un militante, el
otro no es alguien que tiene que ser gobernado, a fin de que el Estado pueda
fortalecerse y volverse más próspero. Para un militante, el otro es siempre
militante. Lo cual implica una confianza, que no es probada o calculada; es
axiomática, decidida, comienzo. En el idioma del Estado (basta leer
a Hobbes para comprenderlo), la desconfianza es la regla. Hay que presuponer la
maldad e incorregibilidad de los demás y, en todo caso, generarles un interés
en cooperar, aunque teniendo en última instancia la espada de Damocles sobre su
cuello. El Estado es el topo de la política tradicional, que
es urgente traducir como momento no político de la política o como política de
la antipolítica, es decir, como pequeña política, insignificante, vana. Quien
se ve envuelto en la rosca, quien busca el camino más corto con tal de imponer
su voluntad, es, por definición, el que no conduce. Podrá tener dinero,
contactos, influencias, apellido o astucia, pero confunde la conducción con la
preeminencia del yo. Su salto a la fama le permitirá, en la mejor de las
circunstancias, convertirse en el líder de una facción, o en un armador o
tejedor de acuerdos que de vez en cuando es consultado en un canal de
televisión. Carece, sin embargo, de lo esencial de la conducción militante.
Lo anterior no significa que la militancia deba renunciar a
la sagacidad, el talento o las mañas del político "exitoso"
(¿comprendemos lo mismo por “exitoso”?). Es importante desarrollar el
"tacto", el "olfato", la "intuición", el
"cálculo de probabilidades", el "criterio", la
"prudencia", la "audacia", la "visión panorámica",
la "paciencia", la "disciplina partidaria", el
"sentido de la oportunidad", el "sentido de las
proporciones" o la "oratoria". Pero existe una insalvable
diferencia de principio entre el político "weberiano" y el militante.
Mientras la tarea del primero es equilibrar la ética de la responsabilidad y la
ética de la convicción, teniendo que responder por las consecuencias de sus
actos, para la militancia la responsabilidad es su convicción. Ella
se asume responsable de todo. Su responsabilidad es absoluta. No
hay jurisdicción sobre la que abdique soberanía. Las cualidades del político sensato
representan para los militantes una mera técnica (como lo es la retórica) y de
ningún modo lo fundamental de su praxis. No somos rosqueros, arribistas o
"borrachos de poder", porque no se nos va la vida en las intrigas
palaciegas. Negociar, se negocia con un aliado o con un adversario político a
quien, de momento, no se puede conducir. Entre militantes, la rosca es un
pecado, una negligencia estratégica. Cuando la rosca gana "sustancia"
y deviene manifestación divina de la política; cuando la responsabilidad se
sacrifica en su "altar", la militancia está perdida. Hay que barajar
y dar de nuevo.
El resurgimiento de la militancia durante los gobiernos de
Néstor y Cristina sucedió en contra y no a favor de la rosca. La rosca era
sinónimo de los 90, la premisa indiscutible de que “la política es una mierda”.
Devolverle el prestigio a aquella palabra equivaldría a traicionar toda nuestra
experiencia reciente. Tamaña barahúnda sólo puede derivarse de que todavía, en
términos teóricos, no se sabe muy bien qué significa conducción. Los mismos
analistas y comentadores que enaltecen (o denuncian) la rosca, suelen
interpretar que conduce quien mejor rosquea. En definitiva, conducir es
persuadir y rosquear es una manera de persuadir, independientemente
del método que se use. La pregunta que debemos hacernos es: ¿persuadir
para qué? La militancia responde: para sumar militantes, para
construir organización política, para generalizar la responsabilidad absoluta,
que es la responsabilidad por la responsabilidad del otro. Los motivos del
rosquero, en cambio, son egocéntricos. El individualista se mueve en la rosca
como pez en el agua. Quiere ganar, a menudo para que el otro pierda. La
comparación, la necesidad de “medirse”, era para Hobbes una de las bases de la
“guerra de todos contra todos”.
Siguiendo estas consideraciones, podemos aducir que
si en una organización política no hay lugar para la rosca, es porque los
momentos horizontales están subordinados al principio verticalista. La política
tradicional, en la lógica del gentleman y de los partidos de
notables, siempre ha sido horizontalista, porque el horizontalismo allana el
terreno para el cabildeo y las peleas de egos, en tanto nunca está claro quién
conduce (ergo, conduce el “yo”, el “libre pensamiento”, omitiéndose que el
pensamiento es de otro). Cuando ejercitó el verticalismo, se trató por lo
general (como en el Partido Comunista Francés) de un verticalismo sin
conducción (donde los militantes son sacrificables peones de ajedrez), o sea,
más de lo mismo, Estado en miniatura. En la política tradicional,
la conducción es siempre medio para un fin: trepar posiciones, tomar el poder y
el prestigio que conlleva o garantizar la felicidad del pueblo. En la política
militante, la conducción busca la conducción, entregar el "bastón de
mariscal". Militamos para que otros militen, porque confiamos en que la
militancia organizada, como vida no-individual, es la verdadera vida. El
militante se conduce a sí mismo y, a la vez, conduce a otros: los conduce a que
se permitan ser conducidos por la conducción. Y en última instancia, todos los
militantes son conductores del conductor, aunque resulte contraintuitivo. Pero
nadie conduce ya en la clave de una voluntad-una, de un Yo moderno o una res
cogitans. Un militante no es per se (no es una sustancia).
Un militante es no-uno. Un militante es lo que representa al sujeto [el
pueblo] para otro militante.
La vida militante es una vida que es siempre dada por el
otro (el militante es elegido, ungido, “bañado en aguas del Jordán”, por otro
militante) y que, desde el comienzo, está entregada al otro militante. No
queremos que los otros se transformen en un pasivo e inocente rebaño de
personas conducidas, manipuladas o “llevadas de la nariz”, sin iniciativa y
creatividad. Aspiramos a que todos seamos buenos conductores o, como decía
Perón, a inculcar en el pueblo el sentido de la conducción. Todos respondemos
por todos (el rosquero solo responde por él mismo). Todos somos responsables.
El báculo o cayado del pastor nadie lo retiene para sí. El poder no se acumula
ni se atesora. Se comparte. Se reparte. Se da. Militancia es empoderamiento.
Para la política tradicional, si el conductor quiere
triunfar frente a las ambiciones, la vanidad y la maldad de los demás seres
humanos, tiene que seducirlos, acariciar su orgullo, inflarlo en ciertos
momentos, poner a unos contra otros y administrar (mediante la política del
“péndulo”) las tensiones de un equilibrio precario, que más temprano que tarde
se vendrá abajo por la hybris en la que inevitablemente caen
hombres y mujeres. El destino de todos los Imperios es perecer por sus propias
contradicciones. La conducción militante, en cambio, tiene que estar a la
altura de principios más exigentes, empezando por el legendario axioma de
Cristina: la Patria es el otro. Misión de la militancia es combatir
el ego, el cualunque que cada uno es, o sea, vaciarnos de sustancia. Cuando
Jesús convoca a Pedro y Andrés a ser “pescadores de hombres”, no los considera
más importantes que aquellos a quienes dirigen su prédica, pues lo que define a
los apóstoles es que no son nada en sí mismos, como individuos
(apóstol quiere decir “enviado”: se es en tanto enviado, llamado, interpelado o
convocado por la conducción). Su riqueza reside en su pobreza, que no es otra
cosa que pobreza de sustancia. Viven en Cristo (en el Mesías) y esa
vida-en-Cristo mediatiza todas sus relaciones, que quedan para y desde
siempre resignificadas. Por eso la conducción no puede conducir sin
verse afectada también, sin verse conducida. La adulación (no la disciplina) y
la competencia de egos es lo que echa a perder a los gobiernos populares.
Característico de la política tradicional es que los
dirigentes se "arranquen los ojos" por un lugar en una lista o por un
“contrato jugoso”. Cristina, por el contrario, renunció a la “dignidad” de ser
tres veces presidenta electa, con el fin no solo de ganar una elección o de
poder gobernar la Argentina posmacrista, sino de despertar el sentido de la
responsabilidad en el conjunto del pueblo. No quería que la aplaudamos o que
aclamemos sus dotes de estratega. Quería que la imitemos, porque si no la
imitamos, la estrategia está condenada al fracaso. Todo el tiempo la militancia
se enfrenta o se encuentra expuesta a la tentación de esa fenomenal máquina
productora de egocéntricos que es la politiquería o "pequeña
política", basada en la eterna comparación o en el ¿qué dirán? Lo
que prevalece en la praxis no hay forma de anticiparlo a priori. El veredicto
lo dan los efectos, el saldo político. Vence la conducción militante allí donde
emergen más y mejores militantes, que se hacen cargo de sumar más y mejores
militantes. Hay que escuchar el llamado de la época que, ante las calamidades,
convoca a la militancia. Empecemos por elogiar las reuniones políticas y no las
mesas de rosca. Empecemos por militar.
* El autor es militante del barrio de
Boedo (Comuna 5).
https://www.agenciapacourondo.com.ar/debates/critica-la-rosca-politica-por-gaston-fabian