Ignacio Ramonet
Uno de los hombres más poderosos del mundo (jefe de la mayor institución financiera del planeta) agrede sexualmente a una de las personas más vulnerables del mundo (modesta inmigrante africana). En su desnuda concisión, esta imagen resume, con la fuerza expresiva de una ilustración de prensa, una de las características medulares de nuestra era: la violencia de las desigualdades.
Lo que hace más patético el caso del ex director gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI) y líder del ala derecha del Partido Socialista francés, Dominique Strauss-Kahn es que, de confirmarse, su batacazo constituye además una metáfora del actual descalabro moral de la socialdemocracia. Con el agravante de que revela, a la vez, en Francia, las carencias de un sistema mediático cómplice.
Todo ello indigna sobradamente a muchos electores de izquierda en Europa, cada vez más inducidos –como lo mostraron en España las elecciones municipales y autonómicas del pasado 22 de mayo– a adoptar tres formas de rechazo: el abstencionismo radical, el voto a la derecha populista o la protesta indignada en las plazas.
Naturalmente, el ex jefe del FMI y ex candidato socialista a la elección presidencial francesa de 2012, acusado de agresión sexual y de tentativa de violación por la camarera de un hotel de Nueva York el pasado 14 de mayo, goza de presunción de inocencia hasta que la justicia estadounidense se pronuncie. Pero la actitud mostrada, en Francia, por los líderes socialistas y muchos intelectuales “de izquierda” amigos del acusado, precipitándose ante cámaras y micrófonos, para corear inmediatamente una defensa incondicional de Strauss-Kahn, presentándolo como el dañado principal, evocando “complots” y “maquinaciones”, ha sido realmente bochornosa. Ni una palabra tuvieron de solidaridad o de compasión hacia la presunta víctima. Algunos, como el ex ministro socialista de Cultura Jack Lang, en un reflejo machista, no dudaron en restar gravedad a los presuntos hechos declarando que “después de todo, nadie había muerto” (1). Otros, olvidando el sentido mismo de la palabra justicia, se atrevieron a reclamar privilegios y un tratamiento más favorable para su poderoso amigo pues, según ellos, no se trata de “un acusado como cualquier otro” (2).
Tanta desfachatez ha dado la impresión de que, en el seno de las elites políticas francesas, cualquiera que sea el crimen del que se acuse a uno de sus miembros, el colectivo reacciona con un respaldo coligado que más parece una complicidad mafiosa (3). Retrospectivamente, ahora que resurgen del pasado otras acusaciones contra Strauss-Kahn de acoso sexual (4), mucha gente se pregunta por qué los medios de comunicación ocultaron ese rasgo de la personalidad del ex jefe del FMI (5). Por qué los periodistas, que no ignoraban las quejas de otras víctimas de hostigamiento, jamás realizaron una investigación a fondo sobre el tema. Por qué se mantuvo a los electores en la ignorancia y se les presentó a este dirigente como “la gran esperanza de la izquierda” cuando era obvio que su Talón de Aquiles podía en cualquier momento truncar su ascensión.
Desde hacía años, para conquistar la presidencia, Strauss-Kahn había reclutado brigadas de comunicantes de choque. Una de las misiones de éstos consistía en impedir también que la prensa divulgase el lujosísimo estilo de vida del ex jefe del FMI. Se deseaba evitar cualquier inoportuna comparación con la esforzada vida que llevan millones de ciudadanos modestos arrojados al infierno social en parte por las políticas precisamente de esa institución.
Ahora las máscaras caen. El cinismo y la hipocresía surgen con toda su crudeza. Y aunque el comportamiento personal de un hombre no debe prejuzgar la conducta moral de toda su familia política, es evidente que contribuye a preguntarse sobre la decadencia de la socialdemocracia. Tanto más cuando esto se suma a innumerables casos, en su seno, de corrupción económica, y hasta de degeneración política (¡los ex dictadores Ben Ali, de Túnez, y Hosni Mubarak, de Egipto, eran miembros de la Internacional Socialista!).
La conversión masiva al mercado y a la globalización neoliberal, la renuncia a la defensa de los pobres, del Estado de bienestar y del sector público, la nueva alianza con el capital financiero y la banca, han despojado a la socialdemocracia europea de sus principales señas de identidad. Cada día les resulta más difícil a los ciudadanos distinguir entre una política de derechas y otra “de izquierdas”. Ya que ambas responden a las exigencias de los amos financieros del mundo. ¿Acaso la suprema astucia de éstos no consistió en colocar a un “socialista” a la cabeza del FMI con la misión de imponer a sus amigos “socialistas” de Grecia, Portugal y España los implacables planes de ajuste neoliberal? (6)
De ahí el hastío popular. Y la indignación. El repudio de la falsa alternativa electoral entre los dos principales programas, en realidad gemelos. De ahí las sanas protestas en las plazas: “Nuestros sueños no caben en vuestras urnas”. El despertar. El fin de la inacción y de la indiferencia. Y esa exigencia central: “El pueblo quiere el fin del sistema”.
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