Hubo tres grandes periodistas en Argentina: Botana, Timerman y Lanata. Hagamos una selección, un sesgo, simple, parcial, generalizadora. Hubo tres grandes periodistas o editores -que no es lo mismo- en el siglo XX: Botana, Timerman y Lanata. Los tres tienen en común que fundaron un diario y están muertos.
Lanata nació en Sarandí, Avellaneda, en 1960. Era lo que científicamente se conoce como "un gordito pícaro del conurbano". Empezó a trabajar pateando la calle a los 14, porque creía que el periodismo no era una "carrera" que se estudiaba sino un oficio que se ejerce, y por eso lo queríamos. Lanata quiso ser como Timerman y como Botana. Y estuvo cerca. Después de 10 años de patear redacciones, hizo lo más satisfactorio que -dicen- puede hacer un periodista: fundar un diario. Como Timerman, no inventó nada: copió un modelo que ya existía. O dos: Le Monde (que ya había inspirado a La Opinión en 1973) y Le Canard Enchaîné, un diario satírico francés, más parecido a lo que hoy es Barcelona. La Barcelona que tampoco existiría de no ser por Lanata, pero esa es otra historia.
Como Timerman y Botana, Lanata se llevó a los mejores de su generación. E hizo un diario de la puta madre, un diario que valía la pena comprar, el único diario moderno, porque para entonces todos los jefes de redacción de los otros diarios estaban estancados en Rond Point pero de 1972. Página/12 fue, a fines de los '80 y principios de los '90, el diario de un fin de época, la crónica de como todo lo viejo moría para dar paso a lo nuevo. Y Lanata era lo nuevo. Y por eso también lo queríamos. Después vinieron los problemas financieros, la venta -mil veces desmentida y confirmada- del diario a Clarín, y otros quilombos. Lanata había fundado tal vez el mejor diario argentino, pero la guita es la guita, y no era fácil competirle a Clarín a mediados de los '90, cuando facturaba como nunca y tiraba un millón y medio de ejemplares los domingos. Y cuando se pone difícil, el gordo huye.
Huyó hacia adelante y cayó en la televisión. Para los que, como yo, eran muy chicos en 1996, entiendan que lo mejor que había hasta entonces en programas periodísticos eran Grondona y Neustadt (que 10 años antes de morirse ya pedía que no lo dejen solo porque ya sabía que estaba muerto). Y Lanata también revivió al género, juntó a los mejores y se cogió a todos. Lanata fumaba en pantalla como un Don Draper con obesidad mórbida y te contaba a vos, boludo (decía "boludo" en pantalla, increíble), como los políticos eran todos chorros y las empresas eran todas coimeras, pero por culpa de los políticos que se dejaban coimear. Lanata nunca te decía que era culpa tuya, o al menos no directamente, porque conocía bien a su público: la clase media progresista metropolitana ilustrada y culposa que existía a fin de siglo. Lanata te aseguraba a vos, que lo mirabas a él, que eras bueno y el resto unos hijos de puta. Lanata fue el soundtrack punk del fin de la historia para los que crecimos en los '90.
Lanata murió de una profecía autocumplida. Porque de tanto juntarse con La Bersuit para hacer videoclips (ya en su delirio del hybris, creía que podía hacer cualquier cosa) a cantar que se venía el estallido, el estallido se vino nomás. El Gordo lo había anunciado, y se regodeaba en cantar las loas a la razón que había tenido. El caos había llegado, no por culpa de los negros de mierda que odiaban Feinmann y Hadad (que en esa época eran la contracara de Lanata, con igual cantidad de audiencia), sino por los políticos hijos de puta que denunciaba él. Día D, Veintiuno/Ventidos/Veintitrés, el Lanata de 1998 a 2002 fue el mejor Lanata. Pero cuando el apocalipsis que había pronosticado llegó, no le quedó nada por hacer.
Lanata, decíamos, empezó a diversificar: escribió un libro de historia pésimo y muy exitoso, dirigió videoclips, hizo documentales. Abandonó la TV por supuestas presiones del kirchnerismo. Abandonó la gráfica por presuntos problemas financieros. Se volcó a la radio. Pasó a ser columnista de un diario ajeno, algo que para un periodista es como volver a vivir a la casa de tus viejos cuando no podés pagar el duplex. Digamos que estaba un poco perdido. De la edad no se salva nadie.
Pasada la crisis de los 40, Lanata quiso volver a sentirse joven, a sentir la adrenalina de ver un diario propio saliendo de la prensa. Y fundó Crítica, un diario que nunca debió haber nacido en un principio, que pretendía ser popular pero no hablaba de fútbol, que ponía a profesores universitarios a debatir sobre los culos de Tinelli. Un diario que apuntaba a un lector que ya no existía: la clase media progresista, metropolitana y ilustrada, si seguía viva, ya no tenía interés en escucharlo anunciar el apocalipsis; sólo quería comprar un plasma en cuotas para ver los mismos culos sobre los que disertaba Alabarces.
Los post adolescentes palermitanos a los que Crítica les hablaba ya no leían ni compraban diarios, pero entraban a la web y esperaban que al Gordo les vaya bien, de onda, posta, si ellos casi se criaron con él. Y porque escribían todos sus amigos, los mejores -otra vez- de su generación. Que ya no era la generación de Lanata: parte de las tensiones entre el Gordo y sus empleados pueden leerse en los excelentes apuntes sobre el fin del periodismo de Esteban Schmidt. Pero eso ni siquiera era relevante: el diario no existía. Y el Gordo, como siempre, cuando empezó a haber quilombo, se fue.
La muerte le llegó a Lanata cuando no se dio cuenta que la era argentina de la antipolítica (1976-2001) había terminado. Que si bien sigue habiendo un sentimiento contra los políticos muy difundido, son pocos los que odian como él odia, los que piden "que se vayan todos", los que creen que Kirchner y Menem fueron lo mismo. Timerman decía que para ser periodista había que ser parte del poder, había que estar cerca. Y Lanata no pudo, no supo, no quiso, porque construyó su carrera tirando cascotazos al ferrocarril Roca (el diesel que va a La Plata, con parada en Sarandí) desde la vereda de enfrente. Justo él, que quiso ser Botana y Timerman, terminó siendo Carrió y Legrand y ahora vaga como un alma en pena, a la espera de que alguien lo entierre.
Por Facundo Falduto
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