Los argentinos, esos ciudadanos que en algún tiempo nos sentimos “distintos” o “diferentes” a nuestros hermanos latinoamericanos, fuimos aprendiendo, especialmente a partir del conflicto de Malvinas, que existe una identidad latinoamericana que es inseparable de aquello que llamamos el ser nacional. Podría decirse que no hay ser nacional sin latinoamericaneidad o bien que el ser nacional supone aquella idea de la ciudadanía latinoamericana. Son historias entrelazadas y destinos cruzados, más allá de que aún haya quienes no quieran entenderlo así. Pero al margen de las lecturas ideológicas, desde un lugar mucho más pragmático, nadie podría negar que en el actual mundo de la globalización las únicas posibilidades de un futuro mejor –así éste no alcance sino el umbral de lo digno– pasa por la constitución de bloques regionales que se apoyen en la complementariedad de los recursos y de las acciones.
Los últimos episodios sobre el mismo tema Malvinas, desde la solidaridad del Mercosur con Argentina hasta la ofensiva británica para desmantelar la actitud del bloque regional, mostraron nuevamente el valor de la construcción política entre los países hermanos. En este caso la solidaridad se ubicó incluso por encima de las evidentes diferencias ideológicas que separan a los actuales gobiernos de Chile y Argentina.
Pero la cuestión de la unidad latinoamericana va más allá de las alianzas coyunturales o de la solidaridad frente a la bravuconada de una potencia extra regional. Aunque siempre lo fue, se hace cada día más importante tomar en cuenta que la unidad latinoamericana es un dato esencial de una propuesta de futuro para el país. En otras palabras, se puede decir que el componente latinoamericano es parte indisociable de lo que se denomina “el modelo nacional”. Porque lo real es que en términos políticos, económicos, culturales, pero también ciudadanos, no hay futuro para los pueblos de esta región sin una perspectiva integradora, sin una acción conjunta no solo en términos defensivos o de resistencia a las presiones del poder internacional, sino fundamentalmente desde una mirada de nación latinoamericana, la misma que muchos y en tiempos no tan lejos denominaron “la patria grande”.
El Mercosur, la Unasur y la más reciente Celac han sido y son ámbitos importantes. Se trata de espacios de acción política y económica. Sin embargo, en términos reales, concretos y operativos, estas alianzas están restringidas en su agenda y limitadas a la acción de los Estados y, para ser aún más precisos, de parte de la dirigencia gubernamental. Si en muchos ámbitos avanzamos hoy en el reconocimiento de que la público y las políticas públicas no pueden quedar exclusivamente restringidas a la acción del Estado –menos del Gobierno–, aunque esta presencia sea indispensable, se puede afirmar que también en la construcción del sentido de la latinoamericaneidad es necesario ampliar la mirada e involucrar en este proceso a referentes ciudadanos a través de actores protagónicos de la sociedad civil. El proyecto latinoamericano se construye desde los estados, con la participación activa de los gobiernos, pero con la presencia también indispensable e indeclinable de actores de la sociedad civil. Siempre se da por sentado que los empresarios deben estar presentes en estas mesas de negociación y construcción. De la misma manera se suele excluir con demasiada asiduidad a otros protagonistas no menos importantes, como aquellos que aportan en el campo de la salud, la educación y la cultura, para mencionar tan solo algunos espacios clave en este proceso.
Todo en el convencimiento de que el modelo nacional supone un modelo latinoamericano y que se trata de dos costados inseparables de la misma construcción política, económica, cultural y social. De allí también la importancia estratégica de cada gesto que signifique, para nosotros y para el mundo, reafirmar los lazos solidarios que unen a los pueblos de esta parte del mundo
Por Washington Uranga
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