WILLIAM SHAKESPEARE ESCRIBIÓ Romeo y Julieta en 1595. La obra se publicó
por primera vez en 1597. Era la undécima obra importante que Shakespeare
había escrito. Seguiría escribiendo obras hasta 1613, y las obras que escribió han
seguido definiendo la cultura anglo-americana desde entonces. Tan
profundamente se han filtrado las obras de un escritor del siglo XVI en nuestra
cultura que a menudo ni siquiera reconocemos su fuente. Una vez oí a alguien
comentando la adaptación que hizo Kenneth Branagh de Enrique V: "Me gustó,
pero Shakespeare está lleno de frases hechas".
En 1774, casi 180 años después de que se escribiera Romeo y Julieta,
muchos pensaban que el "copy-right" de la obra era todavía el derecho exclusivo
de un único editor londinense, Jacob Tonson1. Tonson era la figura más
prominente dentro de un pequeño grupo de editores llamados el Conger2 que
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controló el negocio del libro en Inglaterra durante el siglo XVIII. El Conger
reclamaba un derecho a perpetuidad a controlar la "copia" de los libros que
habían adquirido a los autores. Ese derecho a perpetuidad significaba que nadie
más podía publicar copias de un libro del cual ellos tuvieran el copyright. Por
tanto, los precios de los clásicos se mantenían altos; y se eliminaba la
competencia para producir ediciones mejores o más baratas.
Ahora, hay algo desconcertante acerca del año 1774 para cualquiera que
sepa algo de las leyes de copyright. El año más conocido en la historia del
copyright es 1710, el año en que el parlamento británico adoptó la primera ley
del "copyright". Conocida como el Estatuto de Ana, la ley declaraba que todas las
obras publicadas recibirían un plazo de copyright de catorce años, renovable una
vez si el autor estaba vivo, y que todas las obras publicadas antes de 1710
recibirían un único plazo de veintiún años adicionales. Bajo esta ley, Romeo y
Julieta debería haber sido libre en 1731. Así que ¿por qué en 1774 había aún
discusión sobre si estaba o no todavía bajo el control de Tonson?
La razón es que los ingleses no se habían puesto de acuerdo todavía
sobre lo que era el "copyright"—en realidad, nadie lo había hecho. En la época
en que los ingleses aprobaron el Estatuto de Ana no había ninguna otra
legislación que gobernara el copyright. La última ley que regulaba a los editores,
la Ley de Licencias de 1662, había expirado en 1695. Esa ley les daba a los
editores el monopolio sobre la publicación, como una forma de facilitarle a la
Corona el control sobre lo que se publicaba. Pero después de expirar no hubo
ninguna ley positiva que dijera que los editores, o "Stationers", tenían un
derecho exclusivo a imprimir libros.
No había ninguna ley positiva, pero eso no quería decir que no hubiera
ley. La tradición legal anglo-americana mira tanto a las palabras de los
legisladores como a las palabras de los jueces para conocer las reglas que han
de gobernar cómo se comporta la gente. A las palabras de los legisladores las
llamamos "derecho positivo". A las palabras de los jueces, "derecho
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jurisprudencial o jurisprudencia"g. La jurisprudencia produce el fondo contra el
cual los legisladores legislan; los legisladores, habitualmente, sólo pueden
imponerse a ese fondo si aprueban una ley que lo desplace. Y la verdadera
cuestión después de que los estatutos de licencias hubieran expirado era si la
jurisprudencia existente protegía el copyright, independientemente de cualquier
derecho positivo.
Esta cuestión era importante para los editores, o "libreros", como se los
llamaba, debido a que existía la competencia creciente de editores extranjeros.
Los escoceses en particular estaban publicando y exportando cada vez más libros
a Inglaterra. Esa competencia reducía los beneficios del Conger, que reaccionó
exigiendo que el Parlamento aprobara una ley para devolverle los derechos
exclusivos de publicación. Esa exigencia resultó finalmente en el Estatuto de Ana.
El Estatuto de Ana le concedía al autor o "propietario" de un libro un
derecho exclusivo a imprimir ese libro. En una limitación importante, no
obstante, y para el horror de los libreros, la ley les dio este derecho por un plazo
limitado. Al final de este plazo el copyright "expiraba", y la obra pasaba a ser
libre y cualquiera podía publicarla. O eso se cree que creían los legisladores.
Ahora, lo que hay que aclarar es esto: ¿por qué habría el Parlamento de
limitar un derecho exclusivo? No por qué habrían de limitarlo al plazo concreto
que se impuso, sino ¿por qué habría de limitar el derecho en primer lugar?
Porque los libreros, y los autores a los que representaban, tenían una
reclamación muy convincente. Tomemos Romeo y Julieta como ejemplo: esa
obra fue escrita por Shakespeare. Fue su genio lo que la trajo al mundo. No
tomó la propiedad de nadie más cuando creo esa obra (lo cual es una afirmación
muy controvertida, pero no te preocupes ahora por eso), y al crear esa obra no
hizo que fuera más difícil que otra gente escribiera otras obras. Así que ¿por qué
g “Common law” en el original. El término puede traducirse como derecho
consuetudinario en tanto que se refiera a las leyes basadas en los usos sociales de una
comunidad, y como derecho jurisprudencial o jurisprudencia en tanto que aluda al
corpus de doctrina legal elaborado a partir las decisiones de jueces y tribunales a lo
largo del tiempo.
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iban las leyes a permitir jamás que viniera alguien y tomara la obra de
Shakespeare sin su permiso o el de sus herederos? ¿Cuál era la razón de
permitirle a alguien que "robara" la obra de Shakespeare?
La respuesta tiene dos partes. Primero tenemos que ver algo especial
cerca de la noción de "copyright" que existía en la época del Estatuto de Ana.
Segundo, tenemos que ver algo importante acerca de los "libreros".
Primero, acerca del copyright. En los últimos trescientos años, hemos
llegado a aplicar el concepto de copyright cada vez de una forma más amplia.
Pero en 1710, no era tanto un concepto como un derecho muy particular. El
copyright nació como una serie muy específica de restricciones: prohibía que
otros reimprimieran un libro. En 1710, el "copy-right" era un derecho para usar
una máquina específica para duplicar una obra específica. No iba más allá de ese
derecho tan limitado. No controlaba de ninguna forma más general cómo podía
usarse una obra. Hoy día el derecho incluye una larga lista de restricciones a la
libertad de los demás: concede al autor los derechos exclusivos de copiar, de
distribuir, de interpretar, etc.
Así que, por ejemplo, incluso si el copyright de las obras de Shakespeare
fuese a perpetuidad, todo lo que eso habría significado bajo el significado
original del término sería que nadie podría reemprimir la obra de Shakespeare
sin el permiso de los herederos de Shakespeare. No habría controlado nada
relacionado con, por ejemplo, cómo se podía representar la obra, si la obra podía
traducirse, o si se permitiría que Kenneth Brannagh hiciera sus películas. El
"copy-right" era solamente un derecho exclusivo para imprimir--nada menos, por
supuesto, pero tampoco nada más.
Los británicos veían con escepticismo incluso ese derecho limitado. Habían
tenido una larga y desagradable experiencia con los "derechos exclusivos",
especialmente con los "derechos exclusivos" concedidos por la Corona. Los
ingleses habían luchado una guerra civil en parte debido a la práctica de la
Corona de repartir monopolios--especialmente monopolios para obras que ya
existían. El rey Enrique VIII concedió una patente para imprimir la Biblia y un
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monopolio a Darcy para imprimir barajas de cartas. El Parlamento inglés empezó
a luchar contra este poder de la Corona. En 1656, aprobó el Estatuto de
Monopolios, limitando los monopolios a las patentes para nuevos inventos. Y
para 1710, el Parlamento estaba deseoso de tratar la cuestión del creciente
monopolio de los editores.
Así que el "copy-right", cuando se veía como un derecho al monopolio, era
naturalmente visto como un derecho que debía limitarse. (Por muy convincente
que sea la afirmación de que "es mi propiedad, y debería tenerla para siempre",
intenta que suene convincente "es mi monopolio, y debería tenerlo para
siempre"). El estado protegería un derecho exclusivo, pero solamente mientras
beneficiara a la sociedad. Los británicos veían los daños resultantes de los
favores a los grupos de interés; aprobaron una ley para detenerlos.
Segundo, sobre los libreros. No era sólo que el copyright fuera un
monopolio. También resulta que era un monopolio en manos de los libreros.
Librero nos suena pintoresco e inofensivo. No le parecían inofensivos a la
Inglaterra del siglo XVII. Los miembros del Conger eran vistos cada vez más
como monopolistas de la peor especie--instrumentos de la represión de la
Corona, vendiendo la libertad de Inglaterra para garantizarse los beneficios de
un monopolio. Los ataques contra estos monopolios fueron muy agrios: Milton
los describió como "viejos dueños de patentes y monopolizadores del negocio de
los libros"; eran "hombres que por tanto no trabajan en una profesión honrada a
la cual se debe el conocimiento"4.
Muchos creían que el poder que los libreros ejercían sobre la difusión del
conocimiento estaba dañando esa difusión, justo en el momento en que la
Ilustración estaba enseñando la importancia de la educación y el conocimiento
tenía una difusión general. La idea de que el conocimiento fuera libre era uno de
los lemas característicos de esa época, y estos poderosos intereses comerciales
estaban interfiriendo con esa idea.
Para equilibrar ese poder, el Parlamento decidió incrementar la
competencia entre libreros, y la forma más sencilla de hacerlo era difundir la
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riqueza de los libros valiosos. El Parlamento limitó por tanto el plazo de los
copyrights, y garantizó así que los libros valiosos estuvieran abiertos a cualquier
editor para que los publicara después de un tiempo limitado. Así que el
determinar que el plazo para las obras ya existentes era de sólo veintiún años
fue un compromiso para luchar contra el poder de los libreros. La limitación en
los plazos fue una forma indirecta de asegurar la competencia entre libreros, y
de este modo la producción y difusión de cultura.
Cuando llegó 1731 (1710+21), sin embargo, los libreros se estaban
poniendo muy nerviosos. Veían las consecuencias de una mayor competencia, y
como a cualquier competidor no les gustaba. Al principio los libreros
simplemente ignoraron el Estatuto de Ana y siguieron insistiendo en los
derechos a perpetuidad para controlar la publicación. Pero en 1735 y 1737,
intentaron persuadir al Parlamento para que extendiera sus plazos. Veintiún años
no era suficiente, decían; necesitaban más tiempo.
El Parlamento rechazó sus peticiones. Como un escritor explicó, con
palabras que hallan eco hoy día:
No veo razón para conceder ahora un nuevo plazo, lo cual no impedirá
que se conceda una y otra vez, con tanta frecuencia como expire el
antiguo; así que si esta ley se aprueba, establecerá de hecho un
monopolio a perpetuidad, una cosa que con razón es odiosa a los ojos de
la ley; será una gran traba al comercio, un gran obstáculo al
conocimiento, no supondrá ningún beneficio para los autores, pero sí una
gran carga para el público; y todo esto sólo para incrementar las
ganancias privadas de los libreros5.
Habiendo fracasado en el Parlamento, los editores recurrieron a los
tribunales en una serie de casos. Su argumento era simple y directo: el Estatuto
de Ana les daba a los autores ciertas protecciones por medio del derecho
positivo, pero esas protecciones no tenían intención de reemplazar la
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jurisprudencia existente. Por contra, la intención simplemente era que la
suplementaran. Bajo la jurisprudencia existente ya estaba mal tomar la
"propiedad" creativa de otra persona y usarla sin su permiso. El Estatuto de Ana,
argumentaban los libreros, no cambiaba eso. Por tanto, sólo porque las
protecciones del Estatuto de Ana expirasen, eso no significaba que las
protecciones otorgadas por la jurisprudencia expirasen: bajo el derecho
jurisprudencial tenían el derecho a prohibir la publicación de un libro, incluso si
su copyright según el Estatuto de Ana había expirado. Ésa, argumentaban, era la
única forma de proteger a los autores.
Esto era un argumento ingenioso, y recibió el apoyo de algunos de los
juristas principales de la época. También desplegaba un descaro extraordinario.
Hasta entonces, como explica el profesor Raymond Patterson, "los editores [...]
se habían preocupado tanto por los autores como un ranchero por su ganado"6.
Al librero no le importaban absolutamente nada los derechos de los autores. Lo
que le preocupaba era el beneficio monopolístico que le daba la obra del autor.
El argumento de los libreros no fue aceptado sin lucha. El héroe en esta
lucha fue un librero escocés llamado Alexander Donaldson7.
Donalson estaba fuera del Conger londinense. Empezó su carrera en
Edimburgo en 1750. Su negocio se centraba en reimpresiones baratas de "obras
canónicas a las que les hubiese expirado el plazo de copyright", al menos bajo el
Estatuto de Ana8. La editorial de Donaldson prosperó y se convirtió "en una
especie de centro de reunión para los literatos escoceses". "Entre ellos", escribe
el profesor Mark Rose, "estaba el joven James Boswell, quien, junto a su amigo
Andrew Erskine, publicó un antología de poemas contemporáneos con
Donaldson"9.
Cuando los libreros londinenses intentaron cerrar el negocio de Donaldson
en Escocia, éste respondió trasladando su negocio a Londres, donde vendió
ediciones baratas "de los libros ingleses más populares, en desafío a la presunta
jurisprudencia sobre la Propiedad Literaria"10. Sus libros se vendían entre un 30 y
un 50% más barato que los de Conger, y afirmó su derecho a competir sobre la
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base de que, bajo el Estatuto de Ana, las obras que vendía habían salido de la
protección.
Los libreros londinenses rápidamente tomaron acciones legales para
bloquear una "piratería" como la de Donaldson. Algunas de ellas tuvieron éxito
contra los "piratas, siendo la más importante de estas primeras victorias en el
caso Millar contra Taylor.
Millar era un librero que, en 1729, había comprado los derechos para el
poema "The Seasons" de James Thomson. Millar se atuvo a los requisitos del
Estatuto de Ana, y por tanto recibió la protección completa que otorgaba ese
estatuto. Después que terminó el plazo del copyright, Robert Taylor empezó a
imprimirlo en un volumen, haciéndole la competencia a Millar. Éste lo demandó,
reclamando un derecho jurisprudencial a perpetuidad a pesar del Estatuto de
Ana.
De un modo sorprendente para los abogados modernos, uno de los jueces
más grandes de la historia de Inglaterra, Lord Mansfield, estaba de acuerdo con
los libreros. Cualquier protección que el Estatuto de Ana les diera a los libreros,
sostenía Mansfield, no extinguía ningún derecho concedido por la jurisprudencia.
La cuestión era saber si el derecho jurisprudencial protegería al autor contra los
"piratas" del porvenir. La respuesta de Mansfield era que "sí": la jurisprudencia
prohibiría que Taylor reimprimiera el poema de Thomson sin el permiso de Millar.
Así, esa regla del derecho jurisprudencial les daba efectivamente a los libreros un
derecho a perpetuidad para controlar la publicación de cualquier libro asignado a
ellos.
Considerada como una cuestión de justicia abstracta--razonando como si
la justicia fuera una cuestión de deducción lógica a partir de axiomas--la
conclusión de Mansfield puede que tenga algún sentido. Pero lo que ignoraba era
la cuestión mayor con la que había peleado el Parlamento en 1710: ¿cuál era la
mejor forma de limitar el poder monopolístico de los libreros? La estrategia del
Parlamento era ofrecer un plazo para las obras existentes que era lo
suficientemente largo como para comprar la paz en 1710, pero lo
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suficientemente corto como para asegurar que la cultura pasaría al campo de la
libre competencia en un periodo razonable de tiempo. En veintiún años, creía el
Parlamento, Gran Bretaña maduraría de la cultura controlada que codiciaba la
Corona a la cultura libre que nosotros heredamos.
La lucha para defender los límites del Estatuto de Ana no había de
terminar aquí, sin embargo, y es aquí donde entra Donaldson.
Millar murió poco después de su victoria, de manera que en su caso no
hubo apelación. Sus herederos vendieron los poemas de Thomson a una
asociación de impresores que incluía a Thomas Beckett12. Entonces Donaldson
publicó una edición no autorizada de las obras de Thomson. Beckett, basándose
en la decisión en el caso Millar, consiguió un mandato judicial contra Donaldson.
Donaldson apeló el caso en la Cámara de los Lores, que funcionaba de modo
muy parecido al de nuestro Tribunal Supremo. En febrero de 1774, ese cuerpo
legal tuvo la oportunidad de interpretar el significado de los límites impuestos
por el Parlamento sesenta años antes.
Como pocos casos legales con anterioridad, Donaldson contra Beckett
atrajo una enorme cantidad de atención en toda Gran Bretaña. Los abogados de
Donaldson argumentaban que por muchos derechos que hubiera bajo el derecho
estatutario, el Estatuto de Ana los terminaba. Después de la aprobación del
Estatuto de Ana, la única protección legal para un derecho exclusivo a controlar
la publicación provenía de ese estatuto. Así, argumentaban, después de que
expiraba el plazo especificado por el Estatuto de Ana, las obras que habían
estado protegidas por el estatuto ya no lo estaban.
La Cámara de los Lores era una institución rara. Se presentaban
cuestiones legales a la Cámara y antes que nada las votaban los "lores legales",
miembros de una división legal especial que funcionaba de un modo muy
parecido a los magistrados de nuestro Tribunal Supremo. Entonces, una vez que
los lores legales habían votado, votaba toda la Cámara de los Lores.
Los informes sobre los votos de los lores legales son confusos. Según
algunas fuentes, parece que prevaleció el copyright a perpetuidad. Pero no hay
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ambigüedad sobre cómo votó la Cámara de los Lores al completo. Con una
mayoría de dos a uno (22 a 11) votaron en contra de la idea de los copyrights a
perpetuidad. Sin que importara cómo se entendiera la jurisprudencia existente, el
copyright ahora estaba fijado por un tiempo limitado, después del cual la obra
protegida por el copyright pasaba al dominio público.
"El dominio público". Antes del caso Donaldson contra Beckett, no había
en Inglaterra una idea clara de qué era el dominio público. Antes de 1774, había
un argumento muy convincente a favor de que los copyrights concedidos por el
derecho jurisprudencial eran a perpetuidad. El dominio público nació después de
1774. Por primera vez en la historia anglo-americana, el control legal sobre obras
creativas expiraba, y las obras más importantes de la historia inglesa--incluyendo
las de Shakespeare, Bacon, Milton, Johnson y Bunyan--estaban libres de
restricciones legales.
A nosotros nos cuesta imaginarlo, pero esta decisión de la Cámara de los
Lores dio pie a una reacción extraordinariamente popular y política. En Escocia,
donde la mayoría de los "editores piratas" realizaban su trabajo, la gente celebró
la decisión en las calles. Tal y como informó el Edinburgh Advertiser: "Ninguna
causa privada ha atrapado de tal manera la atención del público, y nunca la
Cámara de los Lores había juzgado una causa en cuya decisión tantos individuos
estuvieran interesados". "Gran regocijo en Edimburgo por la victoria sobre la
propiedad literaria: hogueras y alumbrados"13.
En Londres, sin embargo, al menos entre los editores, la reacción tuvo la
misma fuerza pero en la dirección contraria. El Morning Chronicle informó:
Por la decisión descrita [...] materiales por valor de casi 200.000 libras
que compramos honradamente en una venta pública, y que ayer
pensábamos que eran propiedad nuestra se ven ahora reducidos a nada.
Los Libreros de Londres y Westminster, muchos de los cuales vendieron
fincas y casas para comprar Copy-right, quedan de esta manera
arruinados, y aquellos que la industria consideró durante muchos años
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que habían adquirido la competencia necesaria para mantener a sus
familias ahora se hallan sin un chelín con el que proveer a sus
herederos14.
"Arruinados" es un poquito exagerado. Pero no es una exageración decir
que el cambio fue profundo. La decisión de la Cámara de los Lores significó que
los libreros ya no controlarían nunca más cómo crecería y se desarrollaría la
cultura en Inglaterra. La cultura en Inglaterra era, así, libre. No en el sentido de
que los copyrights no se respetaran, porque, por supuesto, durante un tiempo
limitado después de la aparición de una obra el librero tenía un derecho
exclusivo para controlar la publicación de esa obra. Y no en el sentido de que se
podían robar los libros, porque incluso después de que el copyright expirara,
tenías que comprarle el libro a alguien. Sino libre en el sentido de que la cultura
y su desarrollo ya no estarían controlados por un pequeño grupo de editores.
Como hace cualquier mercado libre, este mercado libre de cultura libre crecería
de la manera que escogieran consumidores y productores. La cultura inglesa se
desarrollaría tal y como los muchos lectores ingleses decidieran dejar que se
desarrollara--lo decidieran en los libros que compraran y escribieran; lo
decidieran en las ideas que repitieran y apoyaran. Lo decidieran en un contexto
competitivo, no un contexto en el que las decisiones sobre qué cultura está a
disposición de la gente y cómo ésta consigue acceso a ella las toman unos
pocos, a pesar de los deseos de la mayoría.
Al menos ésta era la norma en un mundo en el que el Parlamento está en
contra del monopolio y se resiste a los alegatos proteccionistas de los editores.
En un mundo en el que el Parlamento es más flexible, la cultura libre estará
menos protegida.
(Cont.)
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