JACK VALENTI HA sido presidente de la Asociación del Cine de los EE.UU. (MPAA
en inglés) desde 1966. Llegó por primera vez a Washington con la administración
de Lyndon Johnson--literalmente. La famosa fotografía de la jura del cargo por
parte de Johnson en el Air Force One después del asesinato del presidente
Kennedy tenía a Valenti en el fondo. En los casi cuarenta años de dirección de la
MPAA, Valenti se ha establecido como quizá el jefe más prominente y efectivo de
cualquier lobby, o grupo de presión en Washington.
La MPAA es la rama estadounidense de la internacional Asociación del
Cine. Fue creada en 1922 como una asociación de comercio cuyo objetivo era
defender las películas estadounidenses de las crecientes críticas dentro del país.
La organización representa ahora no sólo a cineastas sino también a productores
y distribuidores de entretenimiento vía televisión, video y cable. Su consejo
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directivo está compuesto de los consejeros delegados y los presidentes de las
siete productoras y distribuidoras de cine y programas de televisión más
importantes de los EE.UU.: Walt Disney, Sony, MGM, Paramount, Fox, Universal,
y Warner Brothers.
Valenti es sólo el tercer presidente de la MPAA. Ningún presidente antes
de él ha tenido tanta influencia sobre esa organización, o sobre Washington.
Como tejano que es, Valenti se ha convertido en un maestro de la habilidad
individual más importante para alguien del Sur--la habilidad para parecer sencillo
y no muy listo, mientras que esconde una inteligencia de una agilidad
extraordinaria. Hasta hoy día Valenti se presenta como este hombre sencillo y
humilde. Pero este autor de cuatro libros, que tiene un Master de Harvard en
administración de empresas, que terminó la escuela secundaria a los quince y
pilotó más de cincuenta misiones de combate en la Segunda Guerra Mundial, no
es un cualquiera. Cuando Valenti fue a Washington, se hizo el dueño de la
ciudad de una manera quintaesencialmente típica de Washington.
A la hora de defender la libertad artística y la libertad de expresión de la
que depende nuestra cultura, la MPAA ha hecho mucho bien. Al crear el sistema
de calificación para películas probablemente evitó una enorme cantidad de daños
debidos a la regulación de la libertad de expresión. Pero hay un aspecto de la
misión de la organización que es tanto el más radical como el más importante.
Se trata del esfuerzo, resumido en cada uno de los actos de Valenti, para
redefinir el significado de "propiedad creativa".
En 1982, el testimonio de Valenti ante el Congreso sintetizó esta
estrategia perfectamente:
No importan ni los largos argumentos ni los ataques ni las defensas, no
importan ni los tumultos ni los gritos, los hombres y las mujeres
razonables seguirán volviendo a la cuestión fundamental, el tema central
que anima todo este debate: Los dueños de la propiedad creativa deben
recibir los mismos derechos y protecciones que los demás dueños de una
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propiedad tienen en este país. Ése es el asunto. Ésa es la cuestión. Y ése
es el punto en el que tienen que terminar toda esta vista y los debates
que la sigan.
La estrategia de esta retórica, como la estrategia de la mayoría de la
retórica de Valenti, es brillante y sencilla y brillante porque es sencilla. El "tema
central" al cual volverán "los hombres y mujeres razonables" es éste: "Los
dueños de la propiedad creativa deben recibir los mismos derechos y
protecciones que los demás dueños de una propiedad tienen en este país". No
hay ciudadanos de segunda clase, podría haber seguido Valenti. No debería
haber propietarios de segunda clase.
Esta afirmación tiene un evidente atractivo de una forma
convincentemente intuitiva. Está hecha con tanta claridad como para hacer que
la idea sea tan obvia como la noción de que usamos las elecciones para escoger
a los presidentes. Pero, de hecho, no hay una afirmación más extrema hecha por
nadie que aborde con seriedad este debate que la de Valenti. Jack Valenti, por
muy dulce y brillante que sea, es quizás el mayor extremista en este país cuando
se trata de hablar de la naturaleza y los límites de la "propiedad creativa". Sus
opiniones no tienen ninguna conexión razonable con nuestra verdadera tradición
legal, incluso si el atractivo sutil de su encanto tejano ha ido redefiniendo
lentamente esa tradición, al menos en Washington.
Mientras que la "propiedad creativa" es ciertamente "propiedad" en el
sentido escolástico y preciso en el que se educa a los abogados para entender
estas cuestiones2, nunca se ha dado el caso, y nunca debería darse, de que "los
dueños de la propiedad creativa" hayan "recibido los mismos derechos y
protecciones que los demás dueños de una propiedad". De hecho, si los dueños
de la propiedad creativa recibieran los mismos derechos que los demás dueños
de una propiedad, eso supondría un cambio radical, y radicalmente indeseable,
en nuestra tradición.
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Valenti sabe todo esto. Pero él es portavoz de una industria a la que no le
importan absolutamente nada nuestra tradición y los valores que representa. Es
portavoz de una industria que, por contra, lucha para restaurar la tradición con
la que los ingleses terminaron en 1710. En el mundo que crearían los cambios de
Valenti, unos pocos poderosos ejercerían un poderoso control sobre la forma en
la que se desarrollaría nuestra cultura creativa.
Tengo dos objetivos en este capítulo. El primero es convencerte de que,
históricamente, la afirmación de Valenti está completamente equivocada. El
segundo es convencerte de que sería algo terriblemente equivocado rechazar
nuestra historia. Siempre hemos tratado los derechos en el campo de la
propiedad creativa de una manera diferente a los derechos otorgados a los
dueños de cualquier otra propiedad. Nunca han sido iguales. Y nunca deberían
ser iguales, porque, por mucho que parezca ir contra nuestra intuición, hacer
que fueran iguales debilitaría fundamentalmente la oportunidad de los nuevos
creadores para crear. La creatividad depende de que los dueños de la creatividad
no lleguen a tener un control perfecto.
Las organizaciones como la MPAA, cuyo consejo de dirección incluye a los
miembros más poderosos de la vieja guardia, tienen poco interés, a pesar de su
retórica, en asegurar que lo nuevo reemplace a lo viejo. Ninguna organización lo
tiene. (Pregúntame sobre la conveniencia de que sean fijas las plazas de los
catedráticos). Pero lo que es bueno para la MPAA no es necesariamente bueno
para los EE.UU. Una sociedad que defiende los ideales de la cultura libre debe
preservar precisamente la oportunidad de que la nueva creatividad amenace a la
vieja.
Para hacerse simplemente una ligera idea de que hay algo
fundamentalmente equivocado en el argumento de Valenti, no tenemos más que
echarle un vistazo a la propia Constitución de los Estados Unidos.
Los padres de nuestra Constitución amaban la "propiedad". De hecho, la
amaban con tanta intensidad que insertaron en nuestra Constitución un
importante requisito. Si el gobierno te quita tu propiedad--si declara ruinosa tu
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casa o adquiere una parte de las tierras de tu granja--se exige, según la Cláusula
de Expropiaciones de la Quinta Enmienda, que te pague una "compensación
justa" por esa expropiación. La Constitución garantiza así que la propiedad es, en
cierto sentido, sagrada. Nunca jamás se le puede arrebatar nada al propietario a
menos que el gobierno pague por ese privilegio.
Sin embargo, la misma Constitución habla de manera muy diferente sobre
lo que Valenti llama "propiedad creativa". En la cláusula que concede al
Congreso el poder para crear "propiedad creativa", la Constitución exige que,
después de un "tiempo limitado", el Congreso recobre el derecho que ha
concedido y que libere la "propiedad creativa" incorporándola al dominio público.
Sin embargo, cuando el Congreso hace esto, cuando la expiración del plazo del
copyright te "arrebata" el copyright y se lo entrega al dominio público, el
Congreso no tiene ninguna obligación de pagar una "compensación justa" por
esta "expropiación". Por contra, la misma Constitución que exige
compensaciones por tus tierras exige que pierdas tus derechos a la "propiedad
creativa" sin ninguna compensación en absoluto.
Así, la Constitución directamente declara que hay dos formas de
propiedad a las que no se les van a conceder los mismos derechos. Se las va a
tratar simplemente de forma distinta. Valenti, por tanto, no está solamente
pidiendo un cambio en nuestra tradición cuando defiende que los dueños de la
propiedad creativa deberían recibir los mismos derechos que los de cualquier
otra propiedad. Lo que está efectivamente defendiendo es un cambio en nuestra
misma Constitución.
Defender un cambio en nuestra Constitución no es necesariamente un
error. Hay muchas cosas en nuestra Constitución original que estaban
simplemente equivocadas. La constitución de 1789 fortalecía la esclavitud; hacía
que los senadores fueran nombrados en vez de elegidos; permitía que el colegio
electoral produjera un empate entre el presidente y su propio vicepresidente
(como ocurrió en 1800). Sin duda sus autores eran extraordinarios, pero seré el
primero en admitir que cometieron algunos errores. Desde entonces hemos
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rechazado algunos de esos errores; sin duda podría haber otros que deberíamos
rechazar también. Así que mi argumento no es simplemente que como lo hizo
Jefferson, nosotros también deberíamos hacerlo.
Por contra, mi argumento es que como lo hizo Jefferson, deberíamos al
menos intentar comprender por qué lo hizo. ¿Por qué los padres de la
Constitución, siendo como eran fanáticos de la propiedad, rechazaron la idea de
que la propiedad creativa había de recibir los mismos derechos que todas las
otras formas de propiedad? ¿Por qué exigieron que hubiera un dominio público
para la propiedad creativa?
Para responder a esta pregunta, tenemos que adquirir cierta perspectiva
sobre la historia de los derechos de esa "propiedad creativa", y el control que
permitían. Una vez que veamos con claridad de qué forma tan diferente se
definían esos derechos, estaremos mejor preparados para hacer la pregunta que
debería estar en el centro de esta guerra: No si la propiedad creativa debería
estar protegida, sino cómo. No si deberíamos hacer cumplir los derechos que la
ley concede a los dueños de propiedad creativa, sino cuál debería ser la mezcla
específica de derechos. No si habría que pagar a los artistas, sino si las
instituciones diseñadas para asegurar que se pague a los artistas deberían
también controlar la forma en la que la cultura se desarrolla.
Para responder a estas preguntas, necesitamos una forma más general de
hablar sobre cómo se protege la propiedad. De un modo más preciso,
necesitamos una forma que sea más general que el lenguaje estrecho que las
leyes permiten. En Código y otras leyes del ciberespacio, usé un modelo sencillo
para capturar esta perspectiva más general. Para cualquier derecho o regulación
particular, este modelo se pregunta cómo interactúan cuatro modalidades
diferentes de regulación para apoyar o socavar ese mismo derecho o regulación.
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En el centro de este diagrama hay un punto regulado: el individuo o el
grupo que es el objetivo de la regulación o el poseedor de un derecho. (En cada
uno de estos casos podemos describir esto como regulación tanto como un
derecho. Para simplificar las cosas hablaré sólo de regulaciones). Los óvalos
representan cuatro maneras en las que el individuo o el grupo pueden ser
regulados--bien con restricciones, bien con derechos. Las leyes son las
restricciones más evidentes (al menos para los abogados). Restringen al
amenazar con castigos si se violan una series de reglas que han determinado
previamente. De manera que, si por ejemplo violas voluntariamente el copyright
de Madonna copiando una canción de su último CD y publicándola en la Red, te
pueden castigar con una multa de 150.000 dólares. La multa es un castigo
posterior por violar una regla anterior. La impone el estado.
Las normas son un tipo diferente de restricción. También castigan a un
individuo por violar una regla. Pero el castigo de una norma es impuesto por una
comunidad, no (o no solamente) por el estado. Puede que no haya ninguna ley
contra escupir, pero eso no quiere decir que no te castigarán si escupes en el
suelo mientras haces cola para ver una película. Puede que el castigo no sea
severo, aunque dependiendo de la comunidad fácilmente puede ser más severo
que muchos de los castigos impuestos por el estado. La marca de la diferencia
no es la severidad del castigo, sino su fuente.
El mercado es el tercer tipo de restricción. Sus restricciones se efectúan
mediante condiciones: puedes hacer X si pagas a Y; te pagarán M si haces N.
Evidentemente estas restricciones no son independientes de las leyes o las
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normas--es la ley de la propiedad lo que define qué debe comprarse si es que se
quiere tomar legalmente; son las normas las que dicen qué puede venderse de
un modo apropiado. Pero dada una serie de normas, y un marco general de
leyes contractuales y de la propiedad, es el mercado lo que impone una
restricción simultánea sobre cómo puede comportarse un individuo o un grupo.
Finalmente, y quizás por el momento de modo más misterioso, la
"arquitectura"--el mundo físico tal y como nos lo encontramos--es una restricción
al comportamiento. Un puente derrumbado puede restringir tu capacidad para
cruzar un río. Unas vías de tren pueden restringir la capacidad de una comunidad
para tener una vida social integrada. Como con el mercado, la arquitectura no
impone sus restricciones por medio de castigos posteriores. Por contra, igual que
con el mercado, la arquitectura las impone por medio de condiciones
simultáneas. Estas condiciones no se imponen por medio de tribunales que
hacen cumplir contratos o por la policía castigando el robo, sino por la
naturaleza, por la "arquitectura". Si un peñasco caído de 300 kilos te bloquea el
paso, es la ley de la gravedad la que impone esta restricción. Si un billete de
avión que cuesta quinientos dólares es lo que te separa de volar a Nueva York,
es el mercado el que impone esta restricción.
Así que el primer punto sobre estas cuatro modalidades de regulación es
obvio: interactúan entre sí. Las restricciones impuestas por una pueden verse
reforzadas por otra. O las restricciones impuestas por una pueden verse
socavadas por otra.
El segundo punto se deriva directamente de esto: si queremos
comprender la libertad efectiva que alguien tiene en un momento dado para
hacer una cosa en particular, tenemos que considerar cómo interactúan estas
cuatro modalidades. Haya o no otras restricciones (puede que las haya; no
pretendo ser exhaustivo), estas cuatro están entre las más significativas, y
cualquier regulador (ya esté controlando o liberando) debe considerar cómo
interactúan estas cuatro en particular.
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Así que, por ejemplo, considera la "libertad" de conducir un coche a alta
velocidad. Esa velocidad está restringida en parte por las leyes: límites de
velocidad que dicen cuán rápido puedes conducir en determinados lugares a
determinadas horas. Está restringida en parte por la arquitectura: los badenes,
por ejemplo, hacen que la mayoría de los conductores racionales desaceleren;
los reguladores en un camión, en otro ejemplo, marcan la velocidad máxima a la
que puede ir el conductor. La velocidad está restringida en parte por el mercado:
la eficiencia en el consumo de gasolina cae conforme aumenta la velocidad, así
que el precio de la gasolina limita indirectamente la velocidad. Y, finalmente, las
normas de una comunidad pueden o no restringir la libertad para pisar el
acelerador. Pasa a 90 Km/h por la escuela de tu propio barrio y es probable que
los vecinos te castiguen. La misma norma no sería tan efectiva en una ciudad
diferente, o por la noche.
El punto final sobre este sencillo modelo debería estar también bastante
claro: mientras que estas cuatro modalidades son analíticamente independientes,
la leyes tienen un papel especial en tanto que afectan a las otras tres3. Las leyes,
en otras palabras, a veces operan para aumentar o disminuir las restricciones de
una modalidad determinada. De esta manera, las leyes pueden usarse para subir
los impuestos de la gasolina, para así incrementar los incentivos para conducir
despacio. Las leyes pueden usarse para exigir más badenes, para así
incrementar la dificultad de conducir rápido. Las leyes pueden usarse para
financiar anuncios que estigmaticen la conducción temeraria. O las leyes pueden
usarse para exigir que sean más estrictas--requisitos federales de que los
estados bajen los límites de velocidad, por ejemplo--para así disminuir los
atractivos de conducir rápido.
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Estas restricciones pueden cambiar, por tanto, y pueden cambiarse. Para
comprender la protección efectiva de la libertad o la protección efectiva de la
propiedad en un momento determinado, debemos rastrear estos cambios en el
tiempo. Una restricción impuesta en una modalidad puede ser borrada por otra.
Una libertad hecha posible por una modalidad puede ser eliminada por otra4.
Por qué Hollywood tiene razón
La idea más evidente que este modelo revela es precisamente por qué, o
precisamente cómo, Hollywood tiene razón. Los guerreros del copyright han
recurrido al Congreso y los tribunales para defender el copyright. Este modelo
nos ayuda a ver por qué recurrir a estas instancias tiene sentido.
Digamos que éste es el panorama de la regulación del copyright antes de Internet:
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Hay un equilibrio entre las leyes, las normas, el mercado y la arquitectura.
Las leyes limitan la capacidad de copiar y compartir contenidos, al imponer
penas a aquellos que copian y comparten contenidos. Esas penas están
reforzadas por tecnologías que dificultan hacer copias y compartir contenidos (la
arquitectura) y encarecen copiar y compartir contenidos (el mercado).
Finalmente, esas penas están aliviadas por normas que todos reconocemos--
chavales, por ejemplo, copiando en cintas los discos de otros chavales. Estos
usos de materiales con copyright pueden suponer una violación del mismo, pero
las normas de nuestra sociedad (antes de Internet, al menos) no tenían ningún
problema con esta forma de violación.
En esto aparece Internet o, de modo más preciso, tecnologías como el
MP3 y el intercambio p2p. Ahora las restricciones de la arquitectura cambian
drásticamente, como también lo hacen las restricciones del mercado. Y al tiempo
que tanto el mercado como la arquitectura relajan la regulación del copyright, las
normas se acumulan. El equilibrio feliz (para los guerreros, al menos) de la vida
antes de Internet se convierte en un verdadero estado de anarquía después de
Internet.
De ahí el sentido y la justificación de la respuesta de los guerreros. La
tecnología ha cambiado, dicen los guerreros, y el efecto de este cambio, cuando
se ramifica a través del mercado y las normas, es que se ha perdido el equilibrio
en la protección de los derechos de los dueños de copyright. Esto es Irak
después de la caída de Sadam, pero esta vez ningún gobierno justifica los
saqueos que resultan de ella.
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Ni este análisis ni las conclusiones que siguen tienen nada nuevo para los
guerreros. De hecho, en un documento de trabajo preparado para el ministerio
de comercio (un ministerio fuertemente influido por los guerreros del copyright)
en 1995, ya se había identificado esta mezcla de modalidades de regulación y se
había delineado una estrategia para responder a ella. Como la respuesta a los
cambios llevados a cabo por Internet, el documento defendía que (1) el
Congreso debería endurecer las leyes de la propiedad intelectual, (2) las
empresas deberían adoptar técnicas innovadoras de marketing, (3) los técnicos
deberían esforzarse en desarrollar código que proteja los materiales con
copyright, y (4) los docentes debían educar a los chavales parar proteger mejor
el copyright.
Esta estrategia mixta era justo lo que el copyright necesitaba--si es que se
quería preservar el equilibrio específico que existía antes del cambio causado por
Internet. Y esto es justo lo que deberíamos esperar que impulsase la industria de
los contenidos. Es tan estadounidense como la tarta de manzana considerar que
la felicidad es un derecho, y esperar que las leyes la protejan si es que algo
viene a cambiarla. Los dueños de viviendas junto a ríos que se inundan no dudan
en pedirles al gobiernos que las reconstruya (y que las vuelva a reconstruir)
cuando una inundación (arquitectura) arrasa sus propiedades (leyes). Los
granjeros no dudan en pedirle al gobierno que los ayude económicamente
cuando un virus (arquitectura) destruye sus cosechas. Los sindicatos no dudan
en pedirle al gobierno que los ayude económicamente cuando las importaciones
(mercado) arruinan la industria siderúrgica estadounidense.
De manera que no hay nada malo o sorprendente en la campaña de la
industria de contenidos para protegerse de las consecuencias perjudiciales de
una innovación tecnológica. Y yo sería la última persona que defendiera que la
tecnología cambiante de Internet no ha tenido un profundo efecto en la forma
de hacer negocios de la industria de los contenidos, o, tal y como lo describe
John Seely Brown, su "arquitectura de ingresos".
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Pero sólo porque un grupo con intereses específicos le pida apoyo al
gobierno no se justifica que se conceda ese apoyo. Y sólo porque la tecnología
haya debilitado una determinada forma de hacer negocio no se justifica que el
gobierno deba intervenir para apoyar la forma antigua de hacer negocio. Kodak,
por ejemplo, ha perdido quizás hasta un 20% de su mercado tradicional de
películas ante el mercado emergente de las cámaras digitales5. ¿Hay alguien que
crea que el gobierno debería prohibir las cámaras digitales para apoyar a Kodak?
Las autopistas han perjudicado el negocio del transporte de mercancías de los
ferrocarriles. ¿Hay alguien que crea que el gobierno debería prohibir los
camiones en las carreteras para proteger a los ferrocarriles? Acercándonos más
al tema de este libro, los mandos a distancia han disminuido el "pegamento" de
los anuncios televisivos (si aparece un anuncio aburrido, el mando hace que sea
muy fácil cambiar de canal), y bien puede ser que este cambio haya debilitado al
mercado de la publicidad televisiva. ¿Pero hay alguien que crea que deberíamos
regular los mandos a distancia para fortalecer a la televisión comercial? (¿Quizá
limitando su funcionamiento a solamente una vez por segundo, o a poder
cambiar sólo diez canales por hora?)
La respuesta obvia a todas estas preguntas obviamente retóricas es no.
En una sociedad libre, con un mercado libre, apoyado por la libre empresa y el
libre comercio, el papel del gobierno no es apoyar una forma de hacer negocio
frente a las demás. Su papel no es escoger a los ganadores y protegerlos contra
las pérdidas. Si el gobierno hiciera esto generalmente, entonces nunca
habríamos progresado. Como escribió el presidente de Microsoft, Bill Gates, en
1991, en un memorando que criticaba las patentes de software, "las compañías
asentadas en el mercado tienen interés en excluir a futuros competidores"6. Y en
relación a una empresa "startup", las compañías asentadas también tienen los
medios para llevar a cabo esta exclusión. (Pensemos en la RCA y la radio FM) Un
mundo en el que los competidores con ideas nuevas deben luchar no sólo con el
mercado sino también con el gobierno es un mundo en el que los competidores
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con ideas nuevas no tendrán éxito. Es un mundo estático y de estancamiento
cada vez más concentrado. Es la Unión Soviética bajo Breznev.
De manera que, mientras que es comprensible que las industrias
amenazadas por tecnologías que cambian la forman en la que hacen negocio le
pidan apoyo al gobierno, es el deber especial de los legisladores garantizar que
esta protección no se convierta en un obstáculo para el progreso. Es el deber de
los legisladores, en otras palabras, asegurar que los cambios que ellos crean, en
respuesta a las peticiones de aquellos perjudicados por una tecnología que
cambia, sean cambios que preservan los incentivos y oportunidades para la
innovación y el cambio.
En el contexto de las leyes que regulan la libertad de expresión—que
incluyen, obviamente, las leyes del copyright--este deber es aún más fuerte.
Cuando la industria que se queja de la tecnología le está pidiendo al Congreso
que responda de una manera que les impone cargas a la libertad de expresión y
a la creatividad, los legisladores deben tener una cautela especial con esta
petición. Para el Gobierno es siempre un mal negocio el entrar a regular los
mercados de expresiones. Los riesgos y peligros de este juego son precisamente
la razón por la que los padres de nuestra constitución crearon la Primera
Enmienda: "El Congreso no hará ninguna ley [...] que recorte la libertad de
expresión". Así que cuando se le pide al Congreso que apruebe leyes que
"recortan" la libertad de expresión, debería preguntar--cuidadosamente--si
semejante regulación está justificada.
Mis argumentos hasta ahora, sin embargo, no tienen nada que ver con si
los cambios que están impulsando los guerreros del copyright están
"justificados". Mis argumentos tienen que ver con sus efectos. Porque antes de
que entremos en la cuestión de la justificación, una cuestión difícil que depende
en gran medida de nuestros valores, debemos preguntarnos antes si
comprendemos los efectos de los cambios que quiere la industria de los
contenidos.
Aquí está la metáfora que resume la argumentación que sigue.
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En 1873, se sintetizó el DDT por primera vez. En 1948, el químico suizo
Paul Hermann Müller ganó el Premio Nobel por su trabajo demostrando las
propiedades insecticidas del DDT. Para los cincuenta, el insecticida era
ampliamente usado por todo el mundo para matar insectos portadores de
enfermedades. También se usaba para aumentar la producción agrícola.
Nadie duda que matar insectos portadores de enfermedades o
incrementar las cosechas es bueno. Nadie duda que el trabajo de Müller fue
importante y valioso y que probablemente salvó vidas, probablemente millones
de ellas.
Pero en 1962, Rachel Carson publicó Primavera silenciosa, que defendía
que el DDT, a pesar de sus beneficios primarios, estaba teniendo también
involuntarias consecuencias medioambientales. Los pájaros estaban perdiendo la
capacidad de reproducirse. Se estaban destruyendo cadenas enteras de los
ecosistemas.
Nadie se dedicó a destruir el medio ambiente. Paul Müller ciertamente no
tenía el objetivo de dañar a ningún pájaro. Pero el esfuerzo para resolver una
serie de problemas produjo otra serie que, en opinión de algunos, era mucho
peor que los problemas atacados originalmente. O, de un modo más preciso, los
problemas causados por el DDT eran peores que los problemas que solucionaba,
al menos cuando se consideraban las otras maneras, menos dañinas para el
medio ambiente, que había para solucionar los problemas que el DDT pretendía
resolver.
Ésta es precisamente la imagen a la que apela James Boyle, profesor de
derecho de la universidad de Duke, cuando defiende que necesitamos "un
movimiento ecologista" para la cultura7. Su idea, y la idea que quiero desarrollar
en el equilibrio que propongo en este capítulo, no es que los objetivos del
copyright estén equivocados. O que no se deba pagar a los autores por su
trabajo. O que la música deba darse "gratis". La idea es que algunas de las
maneras en las que podríamos proteger a los autores tendrían consecuencias
involuntarias para el medio ambiente cultural, de una forma parecida a las que
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tuvo el DDT para el medio ambiente natural. E igual que la crítica al DDT no es
una defensa de la malaria o un ataque a los agricultores, la crítica a una serie
particular de regulaciones protegiendo el copyright no es tampoco una defensa
de la anarquía o un ataque a los autores. Lo que buscamos es un medio
ambiente de creatividad, y deberíamos ser conscientes de los efectos de
nuestras acciones en ese medio ambiente.
Mis argumentos, en el equilibrio de este capítulo, intentan delinear
exactamente este efecto. Sin duda la tecnología de Internet ha tenido un efecto
drástico en la capacidad de los dueños de copyright para proteger sus
contenidos. Pero también debería haber pocas dudas sobre el hecho de que,
cuando sumas los cambios que las leyes del copyright tendrán con el tiempo y el
cambio tecnológico que está experimentando la red ahora mismo, el efecto neto
de esos cambios será no sólo que las obras con copyright estarán efectivamente
protegidas. También, y esto es algo que generalmente no se tiene en cuenta, el
efecto neto de este aumento masivo de la protección será devastador para la
creatividad.
En una línea: para matar a un mosquito, estamos esparciendo DDT con
consecuencias para la cultura libre que serán mucho más devastadoras que el
que se escape este mosquito.
(Cont.)
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