Por Augusto Zamora R.
Embajador de Nicaragua en España
ILas acciones armadas en curso contra Libia, dirigidas y ejecutadas por la OTAN, bajo cobertura de la resolución 1973 (2011), aprobada por el Consejo de Seguridad de la ONU el pasado 17 de marzo de 2011, vuelven a poner sobre la mesa una cuestión de fondo en Derecho Internacional: la relación entre uso de la fuerza y protección de los derechos humanos. Para entender el tema, es preciso ir a los antecedentes.
En enero de 2011, manifestantes libios, al calor de los exitosos movimientos populares de Túnez y Egipto, salen a las calles de varias ciudades, entre ellas Bengasi, en demanda de mejoras sociales. El Gobierno reacciona anunciando un fondo de inversión de 24.000 millones de dólares. No obstante, a partir del 15 de febrero, las manifestaciones se reavivan y derivan en rebelión contra el “hombre fuerte” de Libia, Muamar el Gadafi, quien lleva 42 años en el poder. Los rebeldes asaltan y queman distintas instalaciones y dependencias del Gobierno en Bengasi y otras ciudades. Los choques con las fuerzas de orden público se hacen enfrentamientos armados. La deserción de mandos y tropas del ejército y su paso a las filas de los rebeldes convierten las protestas en guerra civil. Libia se divide en dos bandos, con un fuerte componente tribal. El Gobierno responde, ahora, con duras amenazas contra los alzados, a los que llama “ratas” que perseguirá “casa por casa” hasta exterminarlas. Estas declaraciones, causan rechazo general y alimentan a quienes piden una acción en Libia. En tanto, en días sucesivos, los rebeldes, partiendo desde Bengasi, toman otras ciudades de la costa libia y del interior. El Gobierno reacciona con energía y, pese a los bombardeos de la OTAN, logra recuperar buena parte de las ciudades y estabilizar el frente de lucha en Brega.
Hay un tercer frente de combate, que es el periodístico. Medios de comunicación de distintos países, sobre todo y abrumadoramente occidentales, se hacen eco y multiplican las denuncias de matanzas y atrocidades supuestamente perpetradas por fuerzas gubernamentales contra la población civil desarmada. El 25 de febrero, un hijo de Gadafi, Saif al Islam, pide a la Unión Europea el envío de una misión a Libia, para que constate la falsedad de las denuncias de atrocidades. También se invita a la ONU y la Unión Africana. No obstante, ningún país u organización ha enviado misión alguna a Libia, para investigar in situ las denuncias contra el Gobierno.
Las informaciones que salen de Libia refieren bombardeos aéreos y con artillería de las fuerzas gubernamentales contra las ciudades alzadas en armas, pero no hay documentos gráficos que justifiquen con precisión los resultados. Una abrumadora mayoría de documentos gráficos presentan a combatientes irregulares y regulares, en actividades de combate. Los relatos de los periodistas son del mismo tenor. Reportan una rebelión y combates entre bandos enfrentados. Todo esto hace aún más extraño e inexplicable el rechazo a investigar in situ los hechos denunciados, cuando el elevado porcentaje de incertidumbre lo hacía imprescindible para determinar la realidad de lo que ocurre en Libia. Lo cierto es que, pese a esa flagrante laguna, las denuncias contra el Gobierno central libio sobre violaciones de derechos humanos tienen eco. El Consejo de Seguridad aprueba dos resoluciones –que examinaremos a continuación- y lo mismo hace la Asamblea General de la ONU (AG), que el 1 de marzo suspende a Libia como miembro del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, en una resolución aprobada por consenso por los 192 miembros que integran la AG.
Mientras tanto, varios países miembros de la OTAN, encabezados por EEUU y Francia, inician un fuerte despliegue aeronaval frente a las costas libias, al tiempo que esos Gobiernos presionan a la ONU para que autorice acciones coactivas contra el Gobierno libio, especialmente la creación de una zona de exclusión aérea.
Después de dos semanas de avances militares de los rebeldes, a principio de marzo las fuerzas gubernamentales pasan al contraataque y recuperan varias ciudades de la costa central del país, en el golfo de Sirte. El 19 de marzo, dos días después de aprobada la resolución 1973, la OTAN inicia los bombardeos contra objetivos militares del Gobierno libio. Se atacan bases aéreas, baterías antiaéreas, arsenales, cuarteles y, finalmente zonas urbanas en Trípoli y otras ciudades controladas por el Gobierno, donde existían, según la OTAN, objetivos militares.
Después del inicio de los bombardeos de la OTAN contra el ejército libio, los rebeldes realizan notables avances en dirección a Trípoli, haciendo pensar que la caída del Gobierno era inminente. No obstante los bombardeos, las Fuerzas Armadas gubernamentales reaccionan con vigor y hacen retroceder a los rebeldes hasta la ciudad de Brega. Desde principios de abril, los frentes de combate se han estabilizado en esa zona, pues los aviones de la OTAN, tras causar fuertes pérdidas a las fuerzas del Gobierno, privándolas del uso de medios aéreos y reduciendo el de medios blindados, han obligado a éstas a moverse con lentitud. Hecho singular a ser destacado es que el bando rebelde ha pedido abiertamente la intervención extranjera, apoyando los ataques y bombardeos por la OTAN de objetivos y ciudades bajo control del Gobierno. Dado que las bombas y misiles no entienden de derechos humanos, debe pensarse que al bando rebelde le preocupa poco la suerte de los civiles que apoyan al Gobierno o que viven en las muchas poblaciones que permanecen leales o bajo control gubernamental.
Desde finales de febrero, el país está dividido. El Este, con Bengasi como centro político, está en manos rebeldes. El Oeste, con capital en Trípoli, permanece bajo control del Gobierno. Varias ciudades del centro del país son áreas de disputa entre los bandos, pasando de unos a otros, según la suerte de las armas. Libia, desde una perspectiva de Derecho Internacional, se encuentra inmersa en una guerra civil o conflicto armado interno o, dicho de otra manera, un conflicto armado sin carácter internacional. No se está ante un Estado fallido, como Somalia, ni ante un caso de genocidio, como en Ruanda, ni siquiera ante la resistencia de un presidente derrotado electoralmente que se niega a entregar el poder al vencedor, como en Costa de Marfil en estos pasados días.
Un hecho importante en la guerra civil libia es que las fuerzas extranjeras que dicen actuar bajo el mandado de la resolución 1973 del Consejo de Seguridad, han pedido abiertamente la caída del Gobierno libio y la salida de su dirigente, Muamar el Gadafi. Ninguna parte de la resolución 1973 contiene un mandato en esa dirección, pues una intervención extranjera para derribar a un Gobierno constituye una violación clara y evidente de la propia Carta de la ONU y del Derecho Internacional general.
Otro hecho importante ha sido la denuncia hecha por el Vaticano, el 31 de marzo, por medio de su nuncio en Trípoli, sobre la muerte de, al menos, 40 civiles a causa de los bombardeos de la OTAN, así como el bombardeo de objetivos civiles, como un hospital. Esta denuncia constituyó un fuerte golpe para las acciones de fuerza que ha venido lanzando esa organización, que justifica los bombardeos como una acción imprescindible para proteger a la población civil inocente de los ataques indiscriminados de las fuerzas del Gobierno. Se evidencia, aquí, la contradicción de matar civiles en acciones dirigidas, supuestamente, a proteger civiles.
II
La resolución 1973 (2011) del Consejo de Seguridad hace referencia constante a la obligación de Libia –como de cualquier otro Estado- de respetar los derechos humanos y las normas del Derecho Internacional Humanitario en caso de conflictos armados. Así, en el inciso 3 de la parte resolutiva, el Consejo de Seguridad
“3. Exige que las autoridades libias cumplan las obligaciones que les impone el derecho internacional, incluido el derecho internacional humanitario, las normas de derechos humanos y el derecho de los refugiados, y adopten todas las medidas necesarias para proteger a los civiles, satisfacer sus necesidades básicas y asegurar el tránsito rápido y sin trabas de la asistencia humanitaria.”
La resolución 1973 remite, por tanto, al Derecho Internacional –con especial énfasis en los derechos humanos– y al Derecho Internacional Humanitario. Extiende su preocupación a la posible comisión de crímenes de lesa humanidad que, de comprobarse su perpetración, daría lugar a acciones de la Corte Penal Internacional. Todo ello se encuentra en la parte preambular de la referida resolución. En esa misma línea está la primera resolución adoptada sobre la situación en Libia -la resolución 1970 (2011)-, aprobada el 26 de febrero. En esta resolución.el.Consejo.de.Seguridad
“Insta a las autoridades libias a:
a) Actuar con la máxima mesura, respetar los derechos humanos y el derecho internacional humanitario y permitir el acceso de inmediato de veedores internacionales de derechos humanos”
La resolución 1970 remite “la situación imperante en la Jamahiriya Árabe Libia desde el 15 de febrero de 2011 al fiscal de la Corte Penal Internacional”.
No parece haber duda, pues, de que tanto la resolución 1970 como la 1973 están fundamentadas en la presunta o real percepción de que, desde el 15 de febrero de 2011, el Gobierno libio ha perpetrado graves violaciones de los derechos humanos y del Derecho Internacional Humanitario en perjuicio de una parte de su población. El Consejo de Derechos Humanos, por su parte, adoptó el 3 de marzo, la resolución A/HRC/RES/S-15/1, en la que, entre otras duras consideraciones, expresaba su“profunda consternación por la situación en la Jamahiriya Árabe Libia y condena enérgicamente los recientes acontecimientos y las violaciones sistemáticas de los derechos humanos cometidas en este país, incluyendo ataques indiscriminados contra civiles, ejecuciones extrajudiciales, detenciones arbitrarias, detención y tortura de manifestantes pacíficos, algunos de los cuales pueden constituir también crímenes de lesa humanidad”.
Esta situación llevó al Consejo de Seguridad a establecer una “una zona de prohibición de vuelos de la aviación militar libia”, (llamada periodísticamente “zona de exclusión aérea”) para impedir que la aviación militar libia sea empleada contra la población civil. La resolución 1973 autoriza a los miembros de la ONU a que
“adopten todas las medidas necesarias, pese a lo dispuesto en el párrafo 9 de la resolución 1970 (2011), para proteger a los civiles y las zonas pobladas por civiles que estén bajo amenaza de ataque en la Jamahiriya Árabe Libia, incluida Bengasi, aunque excluyendo el uso de una fuerza de ocupación extranjera de cualquier clase en cualquier parte del territorio libio”.
La expresión “todas las medidas necesarias” (para proteger a la población civil no combatiente) fue interpretada por los países que decidieron intervenir en el conflicto interno libio, como una autorización para el uso –por ahora limitado– de la fuerza contra el Gobierno libio y las Fuerzas Armadas leales, así como contra instalaciones y medios que le eran fieles o permanecían bajo su control. De hecho, la coalición que dirige la OTAN, actúa cada vez más como “la” fuerza aérea del bando rebelde, que como una fuerza internacional encargada por la ONU de mantener la “zona de exclusión aérea”. Esta toma de partido de la coalición internacional constituiría una violación de la propia resolución 1973, que en ninguna de sus partes autoriza a dicha coalición internacional a tomar parte en el conflicto interno libio. El mandato otorgado tiene el propósito concreto, vale recalcar, de “proteger a los civiles y las zonas pobladas por civiles que estén bajo amenaza de ataque”, no de tomar parte por uno de los bandos en lucha.
Los pasos siguientes, según han anunciado distintos países que integran la coalición, es proporcionar personal especializado para entrenar y preparar al bando rebelde y suministrar armas y equipos militares. De llegar a concretarse estas dos acciones, se estaría ante otra violación flagrante de la resolución de la ONU y del Derecho Internacional general y consuetudinario, pues se estarían violando dos principios fundamentales del Derecho Internacional: el principio que obliga a respetar la soberanía e integridad territorial de los Estados y el principio de no intervención, ambos recogidos en la Carta de Naciones Unidas. La operación que había sido solicitada para proteger la vida y los derechos humanos de la población civil no combatiente ha, finalmente, derivado en una intervención armada contra un país soberano.
Situado el conflicto interno libio en la perspectiva de una internalización, los actos de la coalición deben examinarse a la luz del Derecho y la Jurisprudencia internacionales, únicos que pueden dar un marco jurídico a dichos actos y situar el conflicto libio en una perspectiva de análisis legal, que permita fundamentar una posición política acorde con la legalidad vigente.
III
El Derecho Internacional contiene suficiente normativa respecto a los grandes principios sobre los que descansa, especialmente en lo referente al no uso de la fuerza, respeto a la soberanía e integridad territorial de los Estados y no intervención. No obstante esa realidad, dado que el Derecho no es una ciencia exacta, siempre surgen las interpretaciones más variadas, aunque algunas sean interesadas y otras poco jurídicas.
Por esa razón, cuando es posible, lo más oportuno es recurrir a la jurisprudencia de la Corte Internacional de Justicia (CIJ), que es “el órgano judicial principal” de Naciones Unidas y único tribunal mundial existente. Es, por tanto, el máximo tribunal internacional y único competente, hoy por hoy, para estatuir sobre la legalidad o ilegalidad de un acto o de una suma de ellos, cometidos por uno o más Estados.
Dentro de la extensa jurisprudencia de la CIJ, destaca, en la situación que enfrenta Libia, el caso denominado Actividades militares y paramilitares en y contra Nicaragua (Nicaragua vs EEUU), incoado por Nicaragua contra EEUU, a causa de la política de intervención y fuerza de este país contra la Nicaragua sandinista, entre 1981 y 1990. El caso fue fallado por el tribunal el 27 de junio de 1986, hace poco menos que 25 años. En su sentencia, la Corte tuvo ocasión de revisar varias cuestiones que, con la situación libia, han recobrado inusitada vigencia.
Considerando que las resoluciones 1970 y 1973 del Consejo de Seguridad tienen como pieza angular este tema, preciso es comenzar con la cuestión de los derechos humanos. La CIJ se refirió a ellos en los parágrafos Nº 267 y 268 de su sentencia de 1986. La razón era que EEUU había acusado a Nicaragua, desde inicios de los años 1980, de violar gravemente los derechos humanos del pueblo nicaragüense, según conclusión a la que había llegado el Congreso de ese país en 1985. El Gobierno estadounidense aducía la violación de los derechos humanos como justificación de sus acciones de intervención y fuerza contra el Gobierno sandinista. La Corte analiza las acusaciones de EEUU, llegando a la siguiente conclusión:
“Cuando los derechos humanos están protegidos por tratados internacionales, esta protección se traduce en disposiciones previstas en el texto de los mismos tratados y están destinadas a verificar o asegurarse del respeto de esos derechos”.
La CIJ quiere decir que, en caso de denuncias de violaciones de derechos humanos, los distintos tratados internacionales contienen disposiciones y mecanismos para investigar las denuncias y para constatar –o desmentir– si tales denuncias son reales. A raíz de la insurrección popular que se dio en Nicaragua, en 1978, contra la dictadura de la familia Somoza, la Guardia Nacional del dictador perpetró terribles masacres y atrocidades contra la población civil, que fueron ampliamente divulgadas por la prensa internacional. Estas atrocidades fueron denunciadas ante el organismo regional, la Organización de Estados Americanos (OEA), que encargó una investigación de las denuncias a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
La CIDH designó una comisión investigadora, que viajó a Nicaragua a finales de 1978, realizó un informe (OEA/Ser.L/V/II), que luego presentó a la OEA, donde quedó documentada la veracidad de las denuncias presentadas y se pudieron probar los crímenes perpetrados por la dictadura somocista. El organismo regional actuó como debía: primero investigar las denuncias, luego adoptar las medidas del caso, si las denuncias se confirman y si acaso se considera procedente adoptar medidas. Este es, por demás, el orden lógico en otros ámbitos del Derecho, en aplicación del principio de que toda persona (o Estado) es inocente hasta que no se pruebe su culpabilidad.
En ese sentido cabe recordar el informe Un Programa para la Paz, presentado en 1992 por el entonces secretario general de la ONU, Boutros Boutros Ghali. En dicho informe, Ghali recordaba que el artículo 42 de la Carta autorizaba al Consejo de Seguridad a iniciar acciones militares de mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, pero que una acción de esa naturaleza “solo debe iniciarse si han fracasado todos los medios pacíficos”. Es decir, era imprescindible, primero, recurrir al agotamiento de los medios pacíficos de solución de controversias, tal y como manda el artículo 2.3 de la Carta de Naciones Unidas y establece el Derecho Internacional, antes de autorizar acciones militares.
Las acciones que impliquen el uso de fuerzas militares sólo podrían autorizarse después de fracasar, vale recalcar, los medios pacíficos. Este es un punto medular, porque la primera obligación de un Estado, grupo de Estados o de organizaciones internacionales es recurrir a cualquiera de los medios de solución pacífica de controversias, norma que es corolario, hermana gemela de la prohibición general de la amenaza y el uso de la fuerza, que dispone el artículo 2.4 de la Carta de Naciones Unidas.
Con el Gobierno de Libia se actuó de forma inversa. Primero se procedió a condenar a su Gobierno; segundo, no se hizo intento alguno de recurrir al abanico de medios de solución pacífica que ofrece el Derecho Internacional; luego se adoptaron medidas coercitivas y, finalmente, se autorizó que una coalición de Estados, dirigida por EEUU y la OTAN recurriera al uso de la fuerza para crear una “zona de exclusión aérea”. Posteriormente, la misión de la coalición ha derivado en acciones armadas a favor de uno de los bandos, con el propósito deliberado de derrocar al Gobierno libio.
Destaca, en esta línea, el desinterés de la ONU y otros actores regionales en realizar una inspección in situ sobre la situación de los derechos humanos en Libia, dando oportunidad a su Gobierno a presentar posiciones y a la comisión investigadora a determinar la magnitud y realidad de las denuncias presentadas. El Gobierno libio ha sido, adrede, condenado a una indefensión rampante. ¿Podría ser considerado este modus operandi compatible con el sistema internacional de defensa y protección de los derechos humanos? Para responder a esta pregunta no es preciso hacer construcciones teóricas. Basta recurrir a lo dicho por la CIJ, en el parágrafo 268 de su sentencia de 1986, respecto a la pretensión del Gobierno de EEUU, de justificar los actos de uso de la fuerza en nombre de la defensa de los derechos humanos:
“De cualquier forma, si EEUU puede, ciertamente, tener su propia apreciación sobre la situación de los derechos humanos en Nicaragua, el empleo de la fuerza no puede ser el método apropiado para verificar y asegurar el respeto de tales derechos.”
La Corte toca, en este parágrafo, el punto central de la cuestión: ¿cabe recurrir al uso de la fuerza para defender los derechos humanos? La CIJ da una respuesta clara y contundente: “no puede ser el método apropiado para verificar y asegurar” su respeto.
La Corte da un paso más. Tras indicar que la defensa y protección de los derechos humanos tiene “un carácter estrictamente humanitario”, indica que la protección de esos derechos
“no es en forma alguna compatible con el minado de los puertos, la destrucción de instalaciones petroleras, o incluso el entrenamiento, armamento y equipamientos de los contras [grupos armados antisandinistas].”
¿Ha cambiado, de 1986 al presente, el sistema internacional de los derechos humanos como para permitir el uso de la fuerza? No hay nada que así lo indique. Los tratados y convenciones internacionales siguen siendo los mismos. No se han aprobado nuevos tratados, ni hay una práctica internacional aceptada por una generalidad de Estados que permita afirmar que ha surgido una norma consuetudinaria a ese respecto. Lo afirmado por la CIJ, en su sentencia de 1986, sigue manteniendo su vigencia y vigor.
Los hechos en Libia evidencian que el uso de la fuerza no es el método apropiado para proteger los derechos humanos. La Santa Sede, por medio de su nuncio en Trípoli, denunció el pasado 31 de marzo la muerte de 40 civiles por bombardeos de la coalición. El 20 de marzo, Rusia había denunciado la muerte de 48 civiles. Poco después, el 23 de marzo, el Gobierno libio hizo otra denuncia similar. No hubo interés alguno en Occidente (ni en ningún organismo o foro de la ONU, también cabe decirlo) en verificar si esas denuncias eran ciertas o falsas. De no haberse dado la denuncia de la Santa Sede, la muerte de civiles habría quedado sepultada bajo la indiferencia o se habrían seguido produciendo. En los días posteriores, nuevas decenas de muertos –esta vez rebeldes apoyados por la coalición– se agregaban a los civiles no combatientes. De la misma manera que en el Derecho Interno resulta repugnante condenar a un inocente, no menos repugnante es en Derecho Internacional invocar la defensa de los derechos humanos para llevar muerte y destrucción a un país soberano.
La CIJ se ocupó también del tema de la ayuda humanitaria, invocada por EEUU en el caso presentado por Nicaragua, como justificación de la ayuda que proporcionaba a los grupos armados que combatían al Gobierno sandinista. La Corte, en el parágrafo 243, indica los elementos sustantivos que deben caracterizar toda ayuda humanitaria:
“Un elemento esencial de la ayuda humanitaria es que debe proporcionarse “sin discriminación de ninguna clase. Según el Tribunal, para no tener el carácter de una intervención condenable en los asuntos internos de otro Estado, la ayuda humanitaria no sólo debe limitarse a los fines consagrados por la Cruz Roja, es decir, “prevenir y aliviar los sufrimientos de los hombres” y “proteger la vida y la salud (y) hacer respetar la persona humana”, sino que debe también, y sobre todo, prodigarse sin discriminación a toda persona necesitada en Nicaragua, y no solamente a los contras y sus allegados.”
La CIJ nos da, aquí, otro elemento para situar en una perspectiva más inteligible las acciones de la coalición militar en el campo de la asistencia humanitaria. Ésta llega, al parecer con bastante fluidez, al bando rebelde, pero no ocurre lo mismo con las víctimas de los bombardeos de la coalición sobre las ciudades y zonas controladas por el Gobierno libio. Con la llamada “asistencia humanitaria” de los coaligados ocurre, pues, lo mismo que con la que prestaba EEUU a los contras. El tema humanitario era sólo un velo –uno más– para tratar de encubrir acciones ilegales de intervención y fuerza contra Nicaragua, cuyo propósito era, como afirmara el entonces presidente Ronald Reagan, en 1985, que el Gobierno sandinista se “rindiera” a EEUU. La asistencia que presta la coalición militar dirigida por la OTAN sigue, mutatis mutandis, los pasos de EEUU en los años 1980: encubrir una operación ilegal de intervención y fuerza contra un Estado soberano, bajo el manto de defender los derechos humanos y de revestir de asistencia humanitaria el aprovisionamiento militar de un grupo armado. Los rebeldes libios, por su parte, actúan cada día con más desparpajo como fuerzas irregulares dirigidas y dependientes de la OTAN, como demuestra sus demandas crecientes de más bombardeos y de armas, provisiones y elementos bélicos, igual que hacía la contra.
IV
Por demás, si la CIJ estima que el minado de puertos o la destrucción de instalaciones petroleras es incompatible con la defensa y protección de los derechos humanos ¿qué puede decirse de las acciones armadas –en este caso bombardeos, incluso contra ciudades- dirigidas a destruir o debilitar al máximo al Gobierno de un Estado soberano y a sus Fuerzas Armadas, o los planes de proporcionar armas y entrenamiento a las fuerzas opositoras al Gobierno libio? ¿Y qué decir de otro hecho, no menos relevante, como el que los dirigentes políticos de los países que organizaron la coalición militar que ataca Libia, como el británico David Cameron y el francés Nicolas Sarkozy, afirmaran, el 28 de marzo, que el líder libio, Muamar el Gadafi, “debe irse inmediatamente” porque “el régimen libio actual ha perdido toda legitimidad”?
Estas declaraciones recuerdan las expresadas por distintos presidentes estadounidenses relativas a Gobiernos latinoamericanos, que justificaron intervenciones armadas y golpes de Estado. En 1909, el presidente Howard Taft exigió la renuncia del presidente nicaragüense José Santos Zelaya. En 1946, Washington declaró al presidente argentino Juan Domingo Perón “el más grande enemigo de EEUU”. En 1984, Ronald Reagan pidió el “desplazamiento” del Gobierno sandinista. En pocas semanas, el mandato del Consejo de Seguridad de la ONU para crear una “zona de exclusión aérea” por motivos humanitarios, ha sido convertida en una intervención armada en toda regla, similar, en el fondo y en la forma, a las que organizaba EEUU contra los países del mar Caribe en la primera mitad del pasado siglo XX.
Para defenderse de las intervenciones armadas extranjeras fue para lo que los países latinoamericanos trabajaron denodadamente en que se aceptara, como norma jurídica de obligatorio cumplimiento, el principio de no intervención en los asuntos internos o externos de los Estados. Este principio vio la luz en la VI Conferencia Internacional Americana, celebrada en La Habana en 1928 (teniendo de fondo la lucha heroica del general Augusto C. Sandino contra los marines en Nicaragua). Del Sistema Interamericano y de la mano de Latinoamérica, el principio de no intervención saltó a la ONU, hasta convertirse en uno de los principios esenciales en las relaciones internacionales. Hoy este principio está recogido en múltiples tratados y resoluciones internacionales, así como también en dos sentencias de la CIJ, la emitida en 1949 (Caso del Canal de Corfú, que fue la primera sentencia de la CIJ) y la de 1986. En la sentencia de 1986 la Corte cita su sentencia de 1949, una forma de decir que, aunque habían transcurrido 37 años entre una y otra decisión judicial, lo afirmado en 1949 seguía teniendo igual vigencia en 1986 (y lo mismo podría afirmarse en 2011). Señaló el Tribunal en la página 34 de su sentencia de 1949, respondiendo al alegato del Reino Unido sobre la existencia de un derecho de intervención:
“El pretendido derecho de intervención no puede considerarse… más que como una manifestación de una política de fuerza, política que, en el pasado, dio lugar a los mayores abusos y que no puede, sea cuales sean las deficiencias presentes en la organización internacional, encontrar lugar alguno en el Derecho Internacional. La intervención es menos aceptable en la forma que presenta aquí, puesto que, reservada por la naturaleza de las cosas a los Estados más poderosos, podría con facilidad llevar a falsear la propia administración de la justicia internacional.”
Tras dejar expresa constancia de que el principio de no intervención se encuentra firmemente asentado en el Derecho Internacional Público, como norma de obligado cumplimiento, la Corte pasa a examinar, en los parágrafos 207 y 208
“si no existen algunos signos de una práctica que muestre la creencia en una especie de derecho general que autorizaría a los Estados a intervenir, directamente o no, con o sin fuerzas armadas, para apoyar a la oposición interna de otro Estado, cuya causa parezca especialmente digna en razón de los valores políticos y morales con los que se identifique. La aparición de tal derecho general supondría una modificación fundamental del Derecho Internacional consuetudinario sobre el principio de no intervención.”
Después de examinar los requisitos que se requieren para el surgimiento de una nueva norma consuetudinaria, así como los argumentos presentados en su momento por EEUU, la Corte, en el parágrafo 209, constata
“que el Derecho Internacional contemporáneo no prevé ningún derecho general de intervención de ese género a favor de la oposición existente en otro Estado. Su conclusión será que los actos que constituyen una violación del principio consuetudinario de no intervención que implican, de forma directa o indirecta, el empleo de la fuerza en las relaciones internacionales, constituyen también una violación del principio que prohíbe tal empleo.”
Más adelante, en el parágrafo 212, la Corte deja afirmado que “el principio de respeto de la soberanía de los Estados… en Derecho Internacional está estrechamente vinculado al de prohibición del uso de.la.fuerza.y.al.de.no.intervención”.
Siguiendo el razonamiento de la CIJ en 1968, ¿puede pensarse hoy, en 2011, si existe la creencia en un derecho general de intervención, que haya modificado la norma hasta hoy existente, tal y como la expuso la CIJ? Es posible sostener que lo afirmado por la Corte en 1986 sobre el principio de no intervención sigue siendo tan válido como cuando confirmó su validez, en contenido y continente. La aprobación por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, de operaciones humanitarias en casos concretos y aislados (como los de Somalia o Ruanda), lo hizo el Consejo de Seguridad sobre el Capítulo VII de la Carta, que le da poderes discrecionales en materia de paz y seguridad internacionales. Más aún, ni la resolución 1970 ni la 1973 mencionan una sola vez el término “intervención”, menos aún fundamentan las medidas que adoptan con base en un concepto que se cimente o sustente en un hipotético derecho a una “intervención humanitaria”. En casos donde el Consejo de Seguridad ha autorizado acciones de asistencia humanitaria, lo ha hecho recordando el principio de soberanía de los Estados.
En todo caso, como señalara claramente la CIJ, la protección de los derechos humanos o la asistencia humanitaria no pueden, en ningún caso, justificar usos abusivos de poder y fuerza y, menos aún, servir de pretexto para encubrir actos de intervención prohibidos por el Derecho Internacional general y consuetudinario. Tampoco puede negarse que la operación de injerencia humanitaria más clara, la que se puso en marcha en Somalia, entre 1992 y 1993, atendiendo “al carácter excepcional de la situación” –país hundido en devastadoras guerras tribales, que habían provocado una catástrofe humanitaria-, terminó en una atroz matanza de civiles por las fuerzas de EEUU, amparadas en la resolución 794 de Naciones Unidas, y en una desastrosa retirada del país al que querían “ayudar”, caso magníficamente llevado al cine por Ridley Scott, en Black Hawk down, donde ilustra, mejor que en cualquier alegato intelectual, cuánta puede ser la diferencia entre las realidades y los hechos, entre propósitos y resultados.
-.COMENTARIOS FINALES
La protección y defensa de los derechos humanos es una obligación internacional, consagrada, como se ha señalado, en múltiples tratados y convenciones, tanto regionales como mundiales. Ningún Estado puede, como señaló la CIJ, violar impunemente los derechos humanos de sus ciudadanos y residentes. No obstante, hay multiplicidad de mecanismos, previstos en los propios tratados y convenciones, sobre las formas y modos de proteger y salvaguardar esos derechos. Pero tan obvio como esto es que ningún Estado o grupo de Estados puede, so pretexto la protección de población civil, organizar y ejecutar actos de intervención armada, directa o indirecta, con el fin de derrocar al Gobierno de un Estado soberano.
Muchos, en Europa occidental, se han extrañado del silencio y la prudencia de los países latinoamericanos respecto a la situación en Libia. Peor han llevado las palabras de condena contra las acciones de la OTAN contra el Gobierno libio. La causa de esa sorpresa –real o aparente– estaría en la diferente percepción que existe entre Europa y Latinoamérica respecto a las intervenciones extranjeras. Europa Occidental tiene un largo y violento historial de guerras imperialistas e intervenciones armadas, sin otro fin que el expolio de recursos de los países y pueblos afectados, o la consecución de ventajas geoestratégicas. Los países latinoamericanos, en cambio, tienen un historial no menos extenso de intervenciones extranjeras, que han sufrido a manos de países europeos (recuérdese la intervención francesa en México, en 1864, o el bloqueo de puertos venezolanos, en 1902) y de EEUU, los mismos que hoy intervienen en Libia.
Se sabe que, en el mundo, no interviene quien quiere, sino quien puede. Aceptar una reducción del alcance del principio de no intervención es abrir las puertas a un retorno a la época pre-ONU, cuando un puñado de países (EEUU, Reino Unido, Francia, Rusia, Italia, Portugal) intervenían cuando podían y querían en los llamados países del Tercer Mundo.
Aceptar que, en nombre de principios humanitarios, se derroquen Gobiernos, es volver a la primera mitad del siglo XX. No trabajaron tan duramente los países latinoamericanos para lograr el reconocimiento mundial del principio de no intervención para demolerlo sin más, apoyando las acciones de la OTAN contra un país pequeño, aislado e indefenso, igual que eran los países de América Latina en tiempos aún frescos y recientes. Hoy es el Gobierno libio. Mañana.¿quién.será?
Tampoco puede dejar de señalarse otro hecho: desde la desaparición de la Unión Soviética, en 1992, la OTAN ha protagonizado cuatro guerras contra otros tantos países en tres continentes. Contra la exigua Yugoslavia de Serbia y Montenegro, en 1999; contra Afganistán (que todavía perdura), en 2001; contra Irak, en 2005, y hoy contra Libia. Por el contrario, su celo por los derechos humanos y los derechos de los pueblos ha enfrentado su complacencia, cuando no complicidad, en actos de auténtica barbarie, como la agresión de Israel contra Líbano, en 2006, o contra Gaza, en 2008.
La doble moral y el doble rasero han existido y seguirán existiendo en múltiples situaciones internas y externas. Valga de ejemplo la propia resolución 1973, que deplora “que las autoridades libias continúen utilizando mercenarios”. Según estudios del Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre mercenarios, entre 30.000 y 50.000 mercenarios habían sido contratados por EEUU y otros países en Irak, siendo la segunda fuerza militar del país, después de las tropas estadounidenses.
El diario The Washington Post, en 2007, duplicó esta cifra, citando un censo del Comando Central de EEUU, que cifraba el número de mercenarios en Irak en unos 100.000 hombres, de los cuales 48.000 eran soldados privados: “El número de especialistas en seguridad personal que utilizamos sólo en Irak es más que todos los agentes de Seguridad Diplomática que tenemos a nivel mundial”, afirmó Gregg Starr, funcionario del Departamento de Estado, en testimonio ante el Congreso en junio de 2006. En Afganistán, el número de mercenarios (o “contratistas privados” como los llama el Gobierno de EEUU) sumaban, en 2009, 71.000 hombres, con las empresas Halliburton y Blackwater como principales operadoras en el mercado de los soldados de fortuna. Por demás, la Convención Internacional contra el Reclutamiento, la Utilización, Financiación y el Entrenamiento de Mercenarios, aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas el 4 de diciembre de 1989, en vigor desde octubre de 2001, no fue firmada por ningún miembro permanente del Consejo de Seguridad y sigue esperando la firma o la ratificación de los países miembros de la OTAN.
No obstante, el que existan la doble moral y el doble rasero, como demuestra el caso del uso de mercenarios, no implica que haya que darles legitimidad moral y legal. Cuando Nicaragua demandó a EEUU ante la CIJ en 1983, lo hizo buscando hacer valer sus derechos como Estado, aun a sabiendas de que el juicio, por sí mismo, no detendría la intervención extranjera. Ganó el juicio y ese juicio sirvió para darle al mundo un marco legal jurisprudencial al que acogerse, en caso de sufrir situaciones similares a las de Nicaragua en la década de los 1980.
La situación que vive Libia demuestra que la sentencia de la CIJ de 1986, sobre las Actividades Militares y Paramilitares de EEUU en y contra Nicaragua, lejos de estar superada por los cambios en la sociedad internacional, sigue conservando plena vigencia. Sirve, cuando menos, para demostrar, sentencia en mano, que las acciones de la OTAN contra Libia son ilegales y que elementos suficientes tendría Libia para demandar a los Estados participantes en las operaciones armadas en su contra ante la Corte Internacional de Justicia.
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