14/03/2017 por * GABRIEL
TOLOSA
El gobierno de Cambiemos
tiene su propio relato. Intenta mostrarlo como la antítesis del kirchnerista y
se vincula a la idea de “empresarios” y “voluntarios” que abandonan su zona de
confort para dedicarse a los asuntos públicos.
¿Se acuerdan de la crisis de 2001? Sí, la misma. Esa que,
todavía hoy, sigue siendo percibida como un acontecimiento rupturista. Esa que
operó con fuerza en el imaginario kirchnerista pero que hoy sigue retumbando
sobre las cabezas de los nuevos dirigentes gubernamentales. La crisis de 2001
opera en el imaginario fundacional del PRO en la medida que contribuye a
estructurar fronteras y a proyectar una serie de parejas axiológicas. La idea
que la crisis evidenció que las opciones políticas clásicas dejaron de
dar respuesta y que la dicotomía izquierda – derecha no constituye una opción,
debido a impericias o mala fe, es utilizada a la hora de legitimar el hecho
de que la llegada del mero ciudadano a la política, desde fuera de ella,
garantiza la ausencia tanto de impericias como de mala fe.
El relato del PRO
contiene la idea de un grupo empresario y de voluntarios que abandonan su zona
de confort para “meterse en política”
El PRO llega al poder en coalición con casi todo el espacio
no peronista. Portador de un proyecto civilizatorio bajo su propia idea de
“país normal”, teniendo como su principal aliado a la UCR. Así se llevó
adelante la formación del “gran equipo”. Apenas instalado en el poder, la
coalición Cambiemos alimentó su alteridad favorita: el kirchnerismo. Lo
reeligió como su otro, blanco de estigmas y afrentas.
De Parménides a Heráclito, la filosofía muestra la
hesitación del concepto de identidad: el principio fundante presupone la idea
de “distintivo” y evolutivo: nadie se baña dos veces en el mismo río. La
identidad es un concepto simultáneamente dramático y descriptivo, se establece
por criterio de relaciones y de interacciones. Es a través del actor que opera
la transición entre la escena del teatro de la muerte al del teatro social.
Asimismo, lo social es discurso, entendido como una totalidad relacional de
secuencias significativas. Esto equivale a que lo social no existe a
priori del lenguaje que lo nombra, es decir, que el universo de
relaciones sociales que conocemos es una construcción discursiva. La
polarización como construcción se sustenta en la idea de que todo discurso
construye la identidad a partir de opuestos. Por lo tanto, a la hora de crear
la propia imagen se pone en marcha un proceso simbólico que se traduce en la
combinación de una presentación positiva del ‘nosotros’ y una presentación
negativa de ‘los otros’. Partiendo de esto, nos encontramos con otra cuestión
de importante calado persuasivo: se trata de la construcción de la imagen del
político como líder, como sujeto modelo representante de ese “nosotros” que se
ha creado mediante la polarización de la identidad.
Cambiemos alimentó
su alteridad favorita: el kirchnerismo. Lo reeligió como su otro, blanco de
estigmas y afrentas. Su ima
El tiempo transcurrido exhibe una redefinición de los
límites de lo decible y reformulación de representaciones que pretenden establecer
un nuevo sentido de orden vinculado al núcleo del imaginario
liberal, el cual ocupó zonas periféricas durante la última década, pero que
actualmente recuperó centralidad y decibilidad legítima.
Este núcleo tiene dos componentes muy claros que son, por una parte, la
interpretación de lo social, lo cual se traduce en la afirmación de que las
posiciones de privilegio únicamente obedecen al esfuerzo y al talento del
individuo (el Estado en su rol de igualador se encuentra afuera) y como
contrapartida, la justificación de la exclusión por carencias propias del
individuo, quien es responsable de transformar su situación adversa. Un segundo
componente observable resulta de los tópicos ligados, mediante la constatación
del clima de época, a la fetichización del significante cambio, a
través del cual encuentra eficacia simbólica para una amalgama aporética que
reúne a la felicidad y el mercado,y por otro lado, interpela a los sujetos
desbordados por la política y la inclusión.
La idea de cambio, en su constitución como
significante vacío, adecua el escenario político sobre la base de una división
de la sociedad en dos campos, así, el discurso político se sustenta a partir de
la narración de una acumulación de elementos negativos que continúan
configurando un presente deficitario para la economía, construyendo a su
alteridad, el kirchnerismo, como un gobierno moralmente reprochable y con un
hacer deliberadamente dañino. Daños referidos a la desprotección del pueblo,
pero también con “trabas” al sector empresario. A partir de estas
premisas, Cambiemos ha tenido la capacidad de alcanzar el
reconocimiento de distintos sectores sociales, identificando algunas de las
nuevas tópicas que lo caracterizan. Un discurso de verdad en el que se prioriza
lenguajes económicos, valores pathémicos o fórmulas que recurren a términos
como felicidad, desafío, oportunidad. Por otro lado,
representaciones negativas del Estado, como continuación del antagonismo con el
kirchnerismo y el retorno al mito del “mercado libre”. Todo esto tiene como
resultado el trazado de anchas fronteras con múltiples sujetos que ya dejan de
tener relevancia (militancia, actores destinatarios de políticas de inclusión,
universidades públicas, etc.). Se establece una clara frontera entre el pasado
y el futuro vinculado al cambio, retorno de la metáfora menemista
“Estado elefantístico”. Así se establecen las nuevas formas de la sociedad:
no-política, organizada en torno a las propiedades del individuo recién llegado
a la política o en el ethos del empresario, ambos vinculados
desde el éxito del emprendedor.
Cambiemos
desarrolla representaciones negativas del Estado, como continuación del
antagonismo con el kirchnerismo y el retorno al mito del “mercado libre”.
Esta formación discursiva ha construido una equivalencia
semántica entre política y kirchnerismo, mediante
una sinécdoque que le permite tomar una parte y emitir una reputación negativa
a actividades muy diferentes, como por ejemplo cualquier tipo de militancia,
mientras que se enfatiza por oposición la actividad filantrópica de ONGs. Esto
tiene como consecuencia directa la calificación negativa a cualquier forma de
participación, erigiéndola como una amenaza directa a la sociedad. Esta densa
trama discursiva, poblada por conceptos con pretensiones de ortopedia social,
apela al imaginario de quienes imploran la restitución del “orden” a través de
nociones como: reordenar, eliminar ñoquis, normalizar, etc.
Apartado especial para la referencia metafórica “pesada herencia”, pilar en la
construcción de fronteras. De este concepto se parte a la hora de reseñar
la “hiperpolitización” del período anterior, lo cual ha
llevado a malograr todos los ámbitos (fundamentalmente económico, pero también
educativo y mediático) lo que hace necesario un conjunto de medidas correctivas para
volver a la “normalidad”.
Imaginariamente vaciado de política y de Estado, el nuevo
orden es regulado por saberes puramente técnicos de Ceos, empresarios y
consultores en comunicación, que buscan implantar la idea de “normalizar” sin
dejar que otra palabra logre inscribirse en este nuevo régimen de verdad, el
cual cuenta con menos sujetos políticos capaces de disputar contiendas por
mayor igualdad. Esta configuración muestra como anacrónico el orden político,
social y económico de la última década y pretende sustituirlo por una no-política,
en términos de Ranciere, por una posdemocracia donde la
disputa ya no tiene lugar. Las referencias tanto a las identidades partidarias
como a las identificaciones ideológicas se presentan como obstáculos para la
acción política entendida como un hacer, traducida en una vocación al servicio
de la gente, ausente de problemas como intereses corporativos ni pretensiones
de poder. Esto no significa que las fronteras que configuran su identidad son
difusas, sino que implican que éstas se resignifican apelando a un lenguaje
vinculado a la corrupción, la crisis de representación y la ineficiencia de los
políticos a la hora de solucionar problemas. A partir de esto, se lleva
adelante la ruptura con el pasado, mostrándose como una fuerza política
incontaminada de ideologías de izquierda o derecha. La idea de “unir a los
argentinos” busca desactivar los anteriores antagonismos, debilitar
identificaciones ancladas en una lógica casi schmittiana.
No hay acciones, ni objetos ni relaciones que no se
inscriban en el discurso porque todo lo que se nos presenta produce un sentido
y ese sentido es histórico, cultural y arbitrariamente instituido. Por lo
tanto, los conflictos sociales son siempre disputas por la fijación del sentido,
por la nominación del mundo. Toda lucha, en definitiva, confronta diferentes
modos de nombrar a los contendientes y a los objetos en juego. Cualquier
discurso político que una sociedad construya sobre su propia realidad está
conformado por una multiplicidad de voces, aunque no todas producen los mismos
efectos. Las retóricas presidenciales, debido a la posición institucional de
quien enuncia y al liderazgo que desde allí puede construirse, siempre tiene un
poder propio. Sin embargo, dependiendo de la coyuntura, ellas tendrá mayor o
menor influencia y relevancia en la conformación del discurso político. En este
discurso, el Estado no se vincula a los derechos, sino a la eficiencia y es
desde ese lugar donde se pretende establecer la norma de evaluación. Constantemente
se apela a que a pesar de su rol y dimensión no ha cumplido todos sus objetivos
sociales. Sin embargo, se nota también, que si bien la palabra “derechos” ha
desaparecido del lenguaje programático del oficialismo, los planes sociales son
esencialmente una continuidad escasamente reexaminada. Es tal la implicancia de
la coyuntura que el macrismo no recorta todo lo que quiere el gasto público, ni
reduce la carga tributaria, ni privatiza empresas, no porque carezca de
ambiciones sino que es lo suficientemente inteligente para reconocer los
límites que el peronismo, las organizaciones sociales y la opinión pública le
imponen a su voluntad, la cual es tan refundacionalista como toda posición
ideológica enfrentada al gobierno de la última década.
Si pensamos una estructura política populista,
necesariamente referimos a la figura retórica de pueblo, el cual se
constituye como desencadenante de múltiples transformaciones en el estatus
quo. Frente a este concepto y a la lucha por la igualdad – que siempre es
colectiva – se opone un ordenamiento pospolítico, en el que la
figura del pueblo se disuelve, el Estado es reformulado y las
subjetivaciones militantes son reemplazadas por iniciativas individuales.
Simbólicamente: sin política y sin pueblo. Sin embargo, debe lidiar con las
demandas que ya estaban acumuladas pero también con un incremento muy grande de
los recursos públicos destinados a ese “mundo popular”, formal e informal, que
le es tan ajeno. Las políticas sociales siguen constituyendo un pilar muy importante
dentro del entramado social, sea desde lo formal o desde lo informal, pero
ahora en recesión. Quizás la realidad sea el principal problema de Cambiemos.
Choca con una sociedad que dista mucho de ser endeble, indefensa y en busca de
identidades. Por el contrario, debe enfrentar a un sujeto activo que lo vigila
muy de cerca.
Es abogado por la universidad nacional del nordeste
(unne) y licenciado en ciencia política y gobierno por la uces, en donde es
profesor. Trabaja en el ministerio de justicia y derechos humanos de la
provincia de corrientes.
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