La guerra política y social, ahora inevitable en los
EEUU, puede forjar el carácter del resto del siglo
[Lo que sigue es un avance de la próxima revista Catalyst:
a Journal of Theory and Strategy, editada por Robert Brenner y Vivek
Chibber, que saldrá publicada esta primavera por Jacobin. Este ensayo aparecerá
en su primer número]
La Historia ha sido hackeada. Las “imposibles” victorias de
Trump en junio y noviembre, junto con el asombroso desafío de la campaña de
primarias de Sanders, han demolido gran parte del sentido común de las élites
políticas y han destruido las dos dinastías, los Clinton y los Bushes, que han
dominado la política nacional durante treinta años. Desde el Watergate no
ha habido otro momento de incertidumbre y desorden potencial infectando cada
institución, red o relación política, incluyendo el entorno del propio Trump.
Lo que era inimaginable unos pocos meses antes, ahora ha
llegado a pasar: la extrema derecha tiene un pie dentro de la Casa Blanca, un
odiado maníaco aconseja sobre seguridad nacional, un racista blanco controla la
maquinaria del Departamento de Justicia, la industria del carbón gobierna el
Departamento de Comercio, y un ricachón pro educación-en-casa está a cargo de
la política nacional en educación. Oscuros billionarios como DeVoses y Mercers
que han pasado años transformando Michigan y Texas en laboratorios de las
políticas de derechas ahora cobran su apoyo por el presidente electo en el tipo
de influencia nacional que una vez disfrutaron los Rockerfellers y los
Harrimans. El carbono ha ganado la batalla del Antropoceno y el caso
Roe contra Wade se ha puesto en la tabla del carnicero. Lejos de unas
elecciones en las que se suponía se iba a registrar la creciente influencia de
mujeres, millenials, activistas en contra del cambio climático y gente de
color, una extrema derecha geriátrica ha arrebatado el poder político en una
escala aterradora.
La victoria de Trump, por supuesto, puede resultar ser la
danza fantasma de una cultura blanca agonizante, rápidamente seguida por un
retorno a la normalidad globalista y obamiana o, por el contrario, nos
estaríamos adentrando en la zona crepuscular de un fascismo de cosecha propia.
Los parámetros de los próximos cuatro años son enormemente desconocidos. Mucho
depende de si los Republicanos tienen éxito incorporando a los viejos estados
industriales del Medio Oeste superior en su imperio de los estados planos y
meridionales ya sólidamente rojos. En ese caso, sus ventajas electorales estructurales,
como subrayó recientemente el National
Review, superarían el voto popular por una década más.
Pero cualquiera que sea el escenario, el problema de máxima
importancia inmediata para la izquerda es si la coalición de Sanders,
incluyendo los sindicatos progresistas que le respaldaron, pueden permanecer
viva como un movimiento independiente superando las divisiones culturales y
raciales entre la gente trabajadora americana. Una extraordinaria
reestructuración del campo político, los cuadros y el patronazgo están teniendo
lugar en una atmósfera de caos e incertidumbre, pero necesitamos entender más
claramente si 2016 refleja, o anticipa necesariamente, un realineamiento
fundamental de las fuerzas sociales.
Breaking Bad
Estas no van a ser unas elecciones sobre la amabilidad
- Donald Trump
El relato mainstream, aceptado por gran parte de la derecha
y la izquierda, es que Trump cabalgó una ola de resentimiento de clase
trabajadora blanca, movilizando a los abstencionistas tradicionales así como a
los trabajadores de cuello azul alienados (Republicanos y Demócratas), algunos
de los cuales fueron también seducidos por Sanders. Los analistas políticos,
así como Trump mismo, enfatizaron las afinidades de la campaña con los
movimientos nacionalistas de derechas en Europa que de igual forma dicen
combatir la globalización en nombre de los trabajadores olvidados y los
pequeños comerciantes.
Interminablemente citadas han sido las encuestas exitosas
que demuestran la extraordinaria popularidad de Trump entre los hombres blancos
sin titulación universitaria, aunque las mismas encuestas indican que Trump
obtiene sus mayores rendimientos entre los votantes
republicanos de clase media (es más, si creemos las encuestas en
Winsconsin y algún sitio más, un quinto de los votantes de Trump tenían una
opinión desvaforable de su candidato y votaron tapándose la nariz). En
cualquier resultado él volteó un tercio de los condados que habían votado por
Obama dos veces seguidas. Sin embargo hasta que la Bureau of the
Census’s Current Population Survey estadounidense publica sus análisis
demográficos de votantes, los politólogos solo
pueden especular sobre si los cambios de alianzas o los cambios en la participación
fueron los principales responsables de los resultados.
Lo que sigue es un escéptico interrogatorio de este relato,
empleando los datos de voto a nivel de condado para comparar la campaña
presidencial de 2016 con la campaña de 2012 en las viejas regiones industriales
del Medio Oeste y los Apalaches. Una serie de patrones de voto específicos
emergen, sólo uno de los cuales confirma el estereotipo de los “Demócratas de
Trump”. El fenómeno es real pero enormemente limitado a uno o más de los condados
del Rust Belt desde Iowa a Nueva York donde una nueva ola de
cierres y deslocalizaciones ha coincidido con crecimientos de población
migrante o refugiada. Los expertos analistas de elecciones han confundido
consistentemente los votos de cuello azul cazados de lejos por los candidatos
presidenciales republicanos con la deserción localizada de demócratas de clase
trabajadora hacia Trump. Varios cientos de miles de votantes de Obama, blancos
y de cuello azul, a lo sumo votaron por la visión de Trump del comercio justo y
la reindustrialización, pero no los millones que usualmente se invocan.
No estoy insinuando con esto que estas importantes cabezas de puente no
se expandan en el futuro por las continuas interpelaciones a la identidad
blanca y el nacionalismo económico, sino simplemente que han sido
sobreinterpretadas como claves de la victoria de Trump.
El “milagro” de la campaña del magnate, aparte de su astuto
éxito en manipular a su favor la cobertura negativa de los medios, fue capturar
la totalidad del voto de Romney, sin ninguna de las mayores deserciones
(mujeres republicanas con titulación universitaria, latinos conservadores,
católicos) que las encuestas habían predicho y con los que Clinton contaba.
Como en un misterio de Agatha Christie, Trump eliminó a sus aturdidos oponentes
en las primarias uno detrás de otro con insinuaciones asesinas mientras
machacaba con sus temas estrella sobre corrupción de las élites, acuerdos
comerciales traicioneros (“el mayor robo de trabajo en la historia del mundo”),
inmigrantes terroristas y el declive de las oportunidades económicas para los
blancos. Con el apoyo de Breitbart y la extrema derecha,
básicamente corrió con los viejos zapatos de Patrick Buchanan.
Pero si el nacionalismo visceral y el odio blanco le dieron
el nombramiento, ello no fue suficiente para asegurar que los grandes
batallones del Grand Old Party, especialmente los evangelistas que
habían apoyado a Ted Cruz, harían campaña activamente por él. El golpe de
ingenio de Trump fue dejar a la derecha religiosa, incluyendo a los antiguos
voceros de Crus David Barton y Tony Perkins, redactar
el borrador del programa republicano y entonces, como garante,
seleccionar uno de sus héroes como su compañero de carrera.
Al mismo tiempo, Rebekah Mercer, cuyo súper PAC (Political
Action Comitee) ha sido el principal patrocinador de Cruz, secundó a Trump
con su equipo político: la encuestadora Kellyanne Conway, la cabeza del Citizens
United David Bossie, y la silla del Breitbart Stephen
Bannon (“sería difícil exagerar la influencia de Rebekah en el mundo de Trump
ahora mismo”, contó
un insider al Politico después de las
elecciones). Esta fusión de dos Republicanos insurgentes anti-establishment fue
el suceso crucial que muchos analistas electorales pasaron por alto.
Los analistas exageraron el factor “populista” de los
trabajadores de cuello azul en la victoria de Trump mientras subestimaban el
capital acumulado por el movimiento por el derecho a la vida y otras causas
sociales conservadoras. Con la Corte Suprema en juego y Pence sonriendo desde
el estrado, era más fácil para la congregación perdonar al pecador que
encabezaba la papeleta. Trump, como resultado de ello, recibió un mayor
porcentaje del voto evangelista que Romney, McCain, o Bush, mientras Clinton se
desempeñó peor que Obama entre los católicos, especialmente los latinos (una
bajada de 8 puntos). Contra toda expectativa, Trump también mejoró los
resultados de Romney en los suburbios.
Sin embargo – y esto es una importantísima restricción – él
no incrementó el voto total de Romney ni en el Sur ni en el Medio Oeste; de
hecho cayó ligeramente en ambas regiones. Clinton, no obstante, recibió casi un
millón de votos menos que Obama en el Sur y casi tres millones menos que el
presidente en el Medio Oeste (véanse tablas 1 y 2). Abdicando de cualquier
esfuerzo serio en las pequeñas ciudades industriales, Clinton se centró casi
enteramente en los mayores condados metropolitanos y los mercados mediáticos.
Más aún, al contrario que Obama, Clinton no tuvo una
estrategia comprometida con los evangelistas y su posición sobre el aborto
tardío, incluso siendo malinterpretada, le hizo perder un incontable número de
católicos pro-obama. Igualmente Clinton ignoró los ruegos del Secretario de
Agricultura Tom Vilsack para invertir recursos de campaña en áreas rurales.
Mientras Trump laboraba en el interior, el itinerario de Clinton se saltó todo
el estado de Winsconsin así como centros muy disputados como Dayton. El entorno
de Clinton obviamente creyó que la agresiva campaña de las últimas semanas por
parte de Obama y Sanders, reforzada por celebridades como Springsteen y
Beyoncé, le asegurarían una fuerte participación de afroamericanos y millenials
en los núcleos urbanos mientras ella cosechaba votos de iracundas mujeres
republicanas en los suburbios.
Inexplicablemente ignoró las señales de peligro que venían
del Rust Belt, permaneciendo “totalmente callada sobre la economía
y cualquier plan de futuro que fuese útil para la gente”. Su increíble
desatención a la agitación de votantes en los condados no metropolitanos
ampliamente demócratas demostró ser su ruina en los colegios electorales, a
pesar de las grandes mayorías populares en la Costa Oeste (igualó o superó la proporción del
voto de Obama en 2012 sólo en Massachusetts, Georgia, Texas, Arizona y
California – las últimas tres, por supuesto, muestran una movilización tremenda
de voto latino).
En los tres estados clave – Florida, Wisconsin, y Michigan –
un factor adicional en su derrota fue una participación menor y menos animada
del voto afroamericano que en 2012. La reforma del bienestar y la
super-encarcelación, como el NAFTA, habían vuelto para perseguirla. Es más, en
Wisconsin y Michigan no consiguió recabar el apoyo joven por Sanders y en ambos
estados el voto por Jill Stein terminó siendo mayor que el margen de derrota de
Clinton.
Pero deberíamos ser cautelosos a la hora de verter todas las
culpas sobre Clinton y su polémico círculo de confianza. Si ella hubiera sido
el principal problema, entonces los Demócratas locales deberían haberla
superado consistentemente. De hecho, eso raramente ocurrió y en diferentes
estados su voto fue significativamente mayor que el de los Demócratas locales.
El malestar de los Demócratas, debería quedar claro, permea cada nivel del
partido, incluyendo el irremediablemente inepto Democratic
Congressional Campaign Committee. En el Medio Oeste, en particular, los
Demócratas han venido funcionando en gran medida con parches, designando
veteranos fracasados como el antiguo alcalde de Mikwaukee Tom Barret (quien
perdió frente a Scott Walker en 2012) y el antiguo gobernador de Ohio Ted
Strickland (masacrado por Rob Portman en la carrera al Senado).
Mientras tanto, para el inteligente equipo en torno a Obama,
mantener a la Casa Blanca, y no fortalecer a los partidos estatales, ha sido la
incansable prioridad, y a veces la única. Al este de las Montañas Rocosas, como
resultado, los Republicanos han sobrepasado su marca de 1920 en escaños al
legislativo. Veintiséis estados son ahora triplemente republicanos (control de
ambas cámaras y del gobernador) frente a simplemente seis para los Demócratas.
Las iniciativas progresistas de ciudades demócratas como Minneapolis
(vacaciones pagadas) y Austin (santuario) enfrentan el veto de legislaturas
reaccionarias.
Además, como los investigadores
de Brookings han mostrado recientemente, desde el 2000 una paradójica
dinámica centro-periferia ha emergido dentro del sistema político. Los
Republicanos han incrementado su golpe electoral a nivel nacional a pesar de
que han perdido fuerza constantemente en los condados metropolitanos que son
centro neurálgico de la economía. Los menos-de-500 condados que Hillary Clinton
se llevó a nivel nacional abarcaban un masivo 64% de la actividad económica
norteamericana sobre la medición del total de 2015. Por contraste, los
más-de-2600 condados que Donald Trump ganó generaban sólo un 36% del resultado
del país – poco más de un tercio de la actividad económica de la nación”.
Los votantes de Trump, el campo contra las ciudades, se han
convertido en algo así como una versión americana de los Jemeres Rojos. Algunas
partes de esta “otra América”, ciertamente, han sido siempre territorio
republicano desde la Edad de Piedra, dominados por grandes terratenientes,
Elmer Gantries, pequeños industriales y banqueros, y los descendientes del KKK.
Pero el abandono no tan benigno de lo que una vez fueron ciudades industriales
y el país montañoso del carbón firmemente demócratas es un reflejo de la
marginalización de los antiguos sindicatos CIO dentro del partido y – aquí el
estereotipo sí es preciso – las prioridades siempre prevalecientes de
Hollywood, Silicon Valley y Wall Street. La América digital es azul, y la
América analógica, a pesar de ser pobre, es roja.
Finalmente, necesitamos tomar consciencia del bizarro marco
de la contienda. En análisis electorales comparativos la estructura del sistema
se suele concebir como incambiable entre ciclos. Esto se ha mostrado
rotundamente falso en 2016. Gracias a la decisión de la Corte Suprema de
2010 Citizens United, esta fue la segunda elección presidencial con
las esclusas del dinero negro ampliamente abiertas y, a diferencia de 2012, los
aparatos de los partidos nacionales perdieron el control de las primarias
ante los partidos de sombras de Trump y Cruz y, en el caso de los Demócratas,
ante la cruzada de Sanders financiada por las bases y sin precedente alguno.
Fue también la primera elección llevada a cabo después de
destripar las partes clave de la Ley de Derechos Electorales (Voting Rights
Act) y la extendida adopción de estrategias de anular votantes seguidas por
legislaturas estatales republicanas. Como resultado de todo ello, “14 estados
han tenido nuevas restricciones de voto en vigor en 2016, incluyendo estrictas
leyes de identificación de votantes, menor número de oportunidades para el voto
joven y reducciones de los lugares de votación”. Los cierres de urnas fueron
exageradamente extensos en Arizona, Texas, Lousiana y Alabama.
Y como un horrorizado David Brooks enfatizó, estas fueron
las primeras elecciones de la “post-verdad”, surrealistamente inundadas en las
mentiras de Trump, noticias falsas manufacturadas en Macedonia, invasión de
chateos-robot, “dark posts” en facebook, mensajes cifrados para públicos target
(dog whistles), teorías de la conspiración y un mortal goteo de
revelaciones de correos hackeados. De todas las presiones e influencias, sin
embargo, incluyendo las intervenciones de Comey y Putin, la más desastrosa para
la exsecretaria de Estado fue la decisión de los principales medios de
comunicación de "equilibrar" el reportaje dando
igual cobertura a sus correos electrónicos que a los abusos sexuales
en serie de Trump. “Durante la campaña de 2016, los tres principales
noticiarios dedicaron un total de 35 minutos a una combinación de temas
políticos – de todo tipo. Mientras tanto, dedicaron 125 minutos a los emails de
la señora Clinton”.
El Mítico Muro Azul
Mirando de frente las elecciones presidenciales, la
estrategia de Trump apunta a un muro rojo que podría ser mayor
y más bonito que el muro azul de los Demócratas.
El cortafuegos azul de Clinton se rompió en Minnesota; fue
estrechamente traspasado en Wisconsin, Michigan y Pensilvania; y colapsó
totalmente en Ohio (e Iowa, si lo considerásemos un estado demócrata). La
completa franja de condados que en 2012 estaban con Obama en el noroeste de
Illinois, el este de Iowa, el oeste de Wisconsin y Minnesota, y el norte de
Ohio y Nueva York fueron ganados por Trump.
El “margen desplazado” – ganando o perdiendo porcentajes
Clinton en 2016 respecto a Obama en 2012 – estaba sobre los 15 puntos en
Virginia Occidental, Iowa, y Dakota del norte; de 9 a 14 puntos en Maine, Rhode
Island, Dakota del Sur, Hawái, Misuri, Michigan y Vermont. En el antiguo
cinturón automovilístico del sur de Wisconsin (condados de Kenosha y Rock),
donde Obama había aplastado a Romney por enormes márgenes en 2012, el voto
demócrata cayó un 20% y el antiguo bastión de UAW de Kenosha fue para Trump.
Incluso en Nueva York Clinton acabó 7 puntos por detrás que
Obama, gracias al masivo voto republicano en el este de Long Island (condado
Suffolk) y al pobre apoyo de los demócratas de cuello azul en los viejos
distritos industriales en el norte del estado. De acuerdo a los sondeos a pie
de urna, Clinton ganó el 51% de las centrales sindicales, un espectáculo muy
pobre en comparación con el 60% de Obama en 2008 y 2012. Trump superó el voto
sindical de los tres candidatos republicanos previos y en Ohio ganó una mayoría
rotunda.
Este patrón es particularmente irónico en la medida en que
los Demócratas en muchas de esas áreas habían arrojado enormes cantidades de
voto por Clinton durante las primarias de 2008. De hecho se había asumido que
este era el estado de Clinton. “¡Cómo podrían perder Michigan por 10,000
votos!” se quejó el veterano analista Stanley Greenberg, un arquitecto clave de
la victoria de 1992 de Bill Clinton, cuando vio los resultados finales.
Pero un hecho predominante determinó el resultado: los
Republicanos habían tenido una estrategia agresiva para ganar control en
el Rust Belt, apoyada por una espectacular infraestructura de think
thanks a nivel estatal, donantes billionarios regionales, y magos del
pucherazo provenientes del Republican State Leadership Comittee.
Por el contrario, los Demócratas, especialmente aquellos en los condados
industriales pero no metropolitanos tan comunes en la zona norte del Medio
Oeste, habían sido abandonados a oscilar con el viento por un partido nacional
que (dejando aparte los rescates a General Motors y Chrysler) no ofrece
remedios para el deterioro mayor y la pauperización comunal.
As readers
of David Daley’s bestselling Ratf**ked know, Rove and his conservative
quants responded to the meltdown of Republican power in 2008 with an audacious
scheme for retaking power in Washington through control of decennial
redistricting. The Midwest was the bullseye. “There are 18 state legislatures,”
Rove wrote in the Wall Street Journal, that have four or fewer
seats separating the two parties that are important for redistricting. Seven of
these are controlled by Republicans and the other 11 are controlled by
Democrats, including the lower houses in Ohio, Wisconsin, Indiana and
Pennsylvania. Republican strategists are focused on 107 seats in 16
states. Winning these seats would give them control of drawing district
lines for nearly 190 congressional seats.
Como sabe cualquier lector del bestseller Ratf**ked, Rove
y sus cuantos conservadores respondieron a la desintegración del poder
republicano en 2008 con un audaz esquema para retomar el poder en Washington a
través del control de la redistribución decenal de distritos. El Medio Oeste
era la diana. “Hay 18 asambleas legislativas estatales”, escribió Rove en
el Wall Street Journal,
“que tienen cuatro o menos escaños que separan a los dos
partidos que son importantes para la redistribución de distritos. Siete de
ellas están controladas por los Republicanos y las otras once por los
Demócratas, incluyendo las cámaras bajas en Ohio, Wisconsin, Indiana y
Pensilvania. Los estrategas republicanos están centrados en 107 escaños en 16
estados. Ganar esos escaños les daría el control de dibujar las líneas entre
distritos de en torno a 190 escaños del congreso”.
En el evento, como muestra Daley, el asqueroso cambio (cerca
de 30 millones de dólares) gastado en contiendas dirigidas a lo estatal 2010
produjo una revolución en el poder del partido con los Republicanos ganando
cerca de setecientos escaños y el control de las asambleas claves en Wisconsin,
Ohio, y Michigan, así como Florida y Carolina del Norte. La redistribución de
distritos generada por ordenador produjo puntualmente un mapa de ensueño que
hacía prácticamente invulnerable el control de la Cámara por parte de los
Republicanos hasta el censo de 2020, a pesar de las fuerzas demográficas
favoreciendo a los Demócratas.
La piece d’resistance era el pucherazo de
Ohio supervisado por John Boehner. “El Partido Republicano controlaba el
rediseño de 132 asambleas estatales y 16 distritos del Congreso. La
redistribución de distritos republicana resultó en una ganancia neta para el
caucus de la cámara estatal del Partido Republicano en 2012 y permitió que una
mayoría republicana de 12-4 regresara a la Cámara de Representantes
estadounidense – a pesar de que los votantes dieran su voto sólo a un 52% de
los Republicanos al Congreso” (Hay casos peores: en Carolina del Norte en 2012
los Demócratas ganaron una mayoría del voto al congreso a nivel estatal, pero
obtuvieron sólo cuatro de los 13 escaños de la cámara)
En el Medio Oeste las victorias del Tea Party de 2010
trajeron una nueva generación de salvajes Republicanos al poder, muchos de
ellos formados por think thanks de extrema derecha como el Indiana’s
Policy Review Foundation (dirigido una vez por Mike Pence), Michigan’s
Mackinac Center, Wisconsin’s MacIver Institute, and Minnesota’s Center of
the American Experiment, todos ellos arruinándose por una pelea a muerte
con los sindicatos del sector público de la región y los gobiernos progresistas
de las grandes ciudades. Coordinándose a través de la State Policy
Network (65 think thanks conservadores) y el American
Legislative Exchange Council, lanzaron campañas para destrozar los derechos
de negociación colectiva del sector público, destruir a los sindicatos a través
de leyes de “derecho al trabajo”, y privatizar la educación pública mediante
cupones.
En otras palabras, se centraron en incrementar sus ventajas
legales y estructurales en formas que los Demócratas encontrarían difícil, e
incluso imposible, revertir. Sindicatos y estudiantes, por supuesto, lideraron
una épica resistencia en Wisconsin pero fueron incapaces de echar a Scott
Walker, en gran parte a causa del deslucido carácter del candidato demócrata.
En Ohio los sindicatos tuvieron más éxito y repelieron el “derecho al trabajo”
por referéndum, pero en Indiana, Michigan y Virginia Occidental, las mayorías
republicanas se
impusieron a través del “derecho al trabajo” y en Michigan un sistema
de administración para las escuelas de Detroit inspiradas en el Mackinac
Center.
La papeleta republican en 2016, desde los cargos al Senado
hasta los representantes estatales y los jueces, se beneficiaron irónicamente
del escaso apoyo a Trump por parte de los Kochs y otros mega-donantes
conservadores que cambiaron su financiación a la carrera presidencial para
preservar el control del Congreso. Por primera vez los super-PACs gastaron más
en las carreras al Senado que en la campaña presidencial. Trump, a quien
el New York Times estimaba haber recibido dos billones de
publicidad libre gracias a la atención mediática, se vio escasamente afectado,
pero la enorme inyección de dinero negro en las competiciones estatales fue
revolucionaria.
Más de tres cuartos de los fondos de campaña al Senado en
2016 vinieron de fuentes
no pertenecientes a ese estado y “en sólo tres grupos, One
Nation [Adelson], la red de Koch Americans For Prosperity,
y la Cámara de Comercio estadounidense, estaba representado el 67% del gasto en
dinero negro”. El resultado, de acuerdo a algunos
politólogos, ha sido la “nacionalización” de la política estatal. “Como
resultado de la creciente conexión entre las elecciones estatales y
presidenciales la división alguna vez clara entre la política estatal y la
política nacional ha desaparecido enormemente en la mayor parte del país”. Por
lo tanto por primera vez en la historia, “no había voto dividido en 2016 entre
candidatos al Senado y candidatos presidenciales; los 34 estados con Senado
votaron todos por el mismo partido para ambos cargos”.
No es un secreto que el aliado inadvertido de los
Republicanos en el Rust Belt ha sido Obama mismo, cuya
idealista concepción de la presidencia no incluía ser líder del partido, al
menos no a la vieja usanza, fuera de las campañas electorales al estilo de un
Lindon B. Johnson o incluso Clinton. En 2010, 2012 y de nuevo en 2014, los
candidatos Demócratas se quejaban amargamente de la falta de apoyo por parte de
la Casa Blanca, especialmente en la zona norte del sur, Luisiana y Texas.
Obama terminó su presidencia con los Demócratas habiendo
perdido cerca de un millar de escaños en asambleas legislativas a lo largo del
país. Las asambleas republicanas están ahora apuntando a Misuri y Kentucky –
posiblemente Ohio de nuevo, así como Pensilvania y New Hampshire – como los
siguientes estados para derechizar. (En Misuri y New Hampshire las enmiendas
por el “derecho al trabajo” han superado recientemente las legislativas pero
fueron vetadas por los gobernadores demócratas. Ambos estados tienen ahora
gobernadores Republicanos). Podrías llamarlo la meridionalización o Dixiefication del
Medio Oeste.
Las cunas del CIO
En 1934, un konor predijo no sólo la llegada de un
barco de vapor de cuatro chimeneas con Mansren a bordo, sino también un evento
que se convertirá en un elemento muy importante para los movimientos de la
ideología cargo en el norte de la Nueva Guinea Neerlandesa:
la milagrosa llegada de una fábrica.
Los aspectos milenarios de la campaña de Trump – la magia
del nativismo y la promesa de un mundo restaurado – han recibido sorprendemente
muy pocos comentarios aunque junto con sus erráticos desvaríos fueron
quizás sus efectos más impresionantes. La promesa de Clinton de gestionar
competentemente el legado de Obama pareció completamente inmadura al lado
de la garantía de Trump, más milienarista que demagógico, cuando afirmaba
que “los trabajos volverán, las rentas crecerán, y nuevas fábricas
volverán a prisa y corriendo a nuestras costas”
Entre los “Demócratas pro-Trump” especialmente,
aquellos votantes de Obama blancos y de clase obrera que dieron la
vuelta a las elecciones en Ohio y Pennsylvania, el abrazo que realizó Trump
tomó los desesperados matices del culto cargo de Papúa, con
sus miembros rezando por la vuelta de las fábricas, descrito en el clásico de
Peter Worsley The trumpet Shall Sound.
Si Trump es mitad P.T. Barnum mitad Mussolini, también
habría que añadirle una parte de John Frum: el “pequeño hombre misterioso (¿un
marinero americano?) con pelo blanqueado, de voz aguda y vestido con un abrigo
de botones brillantes” a quien algunos melanesios adoran porque supuestamente
trajo mercancías del cielo para llevarlas a la isla de Tanna durante la segunda
guerra mundial. Al final del día ¿es el territorio de los sueños de Trump
– la deportación de los mexicanos, la rendición de China, y la vuelta de los
trabajos fabriles a los EEUU- tan diferente de una pista de aterrizaje que se
abre camino a machetazos hacia fuera de la jungla?
Pero, percibir una condescendencia antropológica es
precisamente lo que lleva a la gente en Dubuque, Anderson y Massena a levantar
sus horcas tanto contra los “élites liberales” como contra los “conservadores
del establishment”. “Deplorables”, de hecho. Los condados que aparecen en la
Tabla 4 se caracterizan por llevar en su ADN el sindicalismo industrial; ellos
fueron las cunas del CIO en las grandes guerras laborales del New Deal. Con muy
pocas excepciones (1972 y 1984) permanecieron lealmente en el bando demócrata
bajo lluvia, granizo y nieve; votando masivamente por Obama en 2008. Entonces
por qué, a pesar de los indicadores económicos positivos y con la tasa
más baja de desempleo de toda la década, estos viejos condados
industriales de repente abandonaron a los Demócratas para abrazar el
culto cargo de la reindustrialización de Trump?
Revolviendo torpemente las extrañas piezas del puzzle de
Trump, The
Economist decidió que “el tono de ansiedad económica que
motiva a los defensores de Trump ha sido exagerado”. Pero cuando el análisis
baja a lo micro una cantidad abundante de razones para dicha ansiedad emergen.
La tabla 5 detalla los cierres de plantas que ocurrieron durante la
temporada de campaña – una evidencia llamativa de una nueva ola de trabajos
esfumándose y desindustrialización. En casi todos estos condados que cambiaron
su tradicional voto, un cierre de planta de calado o un movimiento inminente en
esa dirección habían estado en las portadas de los periódicos locales: amargos
recordatorios de que el “boom de Obama” los estaba pasando por alto.
Algunos ejemplos sobre Ohio: justo antes de Navidad, la
compañía West Rock Paper, la principal empresa empleadora en el
condado de Coshocton, cerró sus puertas. En mayo, la vieja planta de
locomotoras de GE en Eric anunció que estaba transfiriendo
cientos de trabajos a su nueva instalaciones en Fort Worth. El día después de
que la Convención Republicana terminase, en Cleveland la FirstEnergy
Solutions anunció el cierre de su gigantesca central generadora en las
afueras de Toledo, “van 238 plantas de este tipo que cerraba en los Estados
Unidos desde 2010”.
Al mismo tiempo en Lorain, Republic Steel formalmente
renegó de la promesa de abrir y modernizar la enorme planta de tres millas de
largo de US Steel que otrora fuera la principal empleadora de
la región. Mientras tanto, en agosto GE alertó del
cierre de sus plantas de bombillas en Canton y East Cleveland. Y
simultáneamente, las cartas de despido les eran entregadas a los trabajadores
en la gran planta de estampado de la Commercial Vehicle Group en
Martin´s Ferry en el rio Ohio (condado de Belmont)
“Creo que perder 172 trabajos en la comunidad, incluso
en el condado, en una región como la nuestra, es devastador” afirmaba el
supervisor escolar local. “Este es otra patada en el estómago para el valle,
con las minas de carbón cerrando, la planta de energía y ahora esto. Es
una mala noticia después de otra”
Pero, ¿qué ocurre con la raza? Trump, desde luego, ganó en
el voto blanco a escala nacional por una diferencia de 21 puntos (un punto por
encima de Rommey), y su campaña fueron un Woodstock para fanáticos. Además, tal
y como han enfatizado los comentaristas tanto de la derecha como de la
izquierda, en estos condados que viraron su voto, con una única excepción,
habían votado mayoritariamente a Obama al menos en una ocasión. (A escala
nacional el 10% de los votantes de Obama votaron a Trump). Sin embargo,
es necesario hacer una distinción entre los verdaderos Sturmtrumpen que
abarrotaron los mítines y los votantes de Obama que se sumaron al culto cargo como
forma de protesta. Como señaló un
periodista británico – contradiciendo la caracterización que su propio
periódico hacía de la clase obrera blanca como el “motor” de la insurgencia
– “en más de una docena de mítines de Trump, y casi en el mismo número de
Estados en el pasado año, nuestro corresponsal se ha encontrado con
abogados, agentes inmobiliarios y una horda de pensionistas de clase
media, y relativamente pocos trabajadores de cuello azul”
Por otra parte, hay una evidencia de un contragolpe generado
a escala regional, promovido por el Tea Party, contra los inmigrantes y los
refugiados. En parte esto puede ser resultado de políticas federales que
tienden a asignar a los refugiados en zonas donde el coste de vida y la
vivienda son bajos y esto hace que frecuentemente sean percibidos como
competidores para permanecer como trabajadores del sector servicios mientras
que continúan siendo beneficiarios de ayudas que el Estado niega a los
ciudadanos. Erie, en donde los refugiados constituyen una décima parte de la
población y un ejército laboral de reserva para la cercana industria de los
casinos, es un ejemplo bien conocido.
En otras zonas de la Rust Belt, como Reading,
Pennsylvania, las comunidades mexicanas que han crecido rápidamente, han sido
el objetivo de sostenidos ataques por parte de los nativos, jaleados por el Tea
Party y otros personajes de la extrema derecha. En un reciente estudio de
políticas y programas del estado, Ohio obtuvo la peor posición en el ranking
sobre el tratamiento hacía los inmigrantes indocumentados; una calificación que
fue confirmada cuando los Republicanos de la asamblea legislativa esbozaron un
mensaje de felicitación (HCR11) al sheriff de Arizona Joe Arpaio.
Una nota sobre una tierra olvidada
“¡Vamos a poner las minas de nuevo en
funcionamiento!” declaró Trump a
los pocos minutos en su discurso. La multitud rugió, Trump sonrió y varios
mineros frenéticamente alzaron pancartas en las que se podía leer “Trump
cava carbón”.
Newfoundland, Ordinary, Sideway y Spanglin son pueblos del
condado de Elliot, el típico condado apalache en el este de Kentucky. Sus
habitantes antaño cultivaban maíz y tabaco y ahora muchos de ellos -
afortunados según los estándares locales- trabajan en la prisión estatal
de Little Sandy. Su mayor distinción, sin embargo, tiene que ver con un record
de voto: es el último condado blanco en el sur que vota demócrata.
De hecho, ha sido demócrata en cada elección presidencial
desde que el condado se formó en 1869. George MgGovern, Walter Mondale y
Michael Dukakis ganaron aquí y en el 2008 Obama enterró a McCain por un margen
de dos a uno. En 2012, pese haber respaldado los derechos de los homosexuales,
le dio una sacudida a Romney. El pasado año, sin embargo, el condado de Elliot
le cortó la luz a los Demócratas, votando el 70% a Trump y la antigua religión
de la plataforma republicana.
En todas las historias políticas después de la guerra civil
americana, los Apalaches (zona definida por su comisión regional como 428
condados y tierras altas desde Alabama hasta Nueva York) ha tenido sólo una
única estación al sol. Gracias al neoyorkino escritor de bestsellers Michael
Harrington (autor de The Other America) y al abogado disidente de
Kentucky Harry Caudill (Nights Comes to the Cumberlands) la región por
poco tiempo se convirtió en uno de los principales focos de la guerra contra la
pobreza, pero entonces fue apartada a un lado tras la llegada de Nixon.
La mayor concentración de pobreza blanca en Norte América,
las montañas del norte han sido huérfanas no solamente en Washington sino
también en Frankfort, Nasville, Charlestown y Raleigh donde los lobbies del
carbón y las grandes compañías han dictado siempre sus prioridades
legislativas. Tradicionalmente sus seguidores fueron máquinas condales de
producir mayorías demócratas y el azul se fue destiñendo de la Appalachia al
principio sólo a regañadientes. Carter ganó con el 68% de los votos en la
región y Clinton con el 47% en 1996.
Aunque los Demócratas a escala nacional se
fueron identificando progresivamente con la “guerra contra el
carbón”, el aborto, y el matrimonio homosexual, los Blue Dogs fueron
sacrificados por el voto popular. La United Mine Workers y la Steelworkers,
bajo el mejor liderazgo en décadas, lucharon desesperadamente en los 1990 y los
2000 por una gran iniciativa política para defender los trabajos de la
industria y las minas en la región, pero fueron dejados de lado por el Democratic
Leadership Council y sus análogos líderes en los congresos de Nueva
York y California.
Irónicamente, Clinton esta vez sí que tenía un plan para los
condados del carbón, aunque estaba enterrado en la letra pequeña de su página
web y pobremente publicitado. Ella abogaba por importantes salvaguardas para
beneficios en la salud de los trabajadores ligado a las compañías del carbón en
quiebra y proponía una ayuda federal para compensar la crisis fiscal de las
escuelas de la región. De otra manera, su programa era convencionalmente
repetitivo: créditos fiscales para nuevas inversiones, programas de moda para
alentar el emprendimiento local, y subsidios para la limpieza y conversión de
las tierras mineras en lugares de negocios (se hizo mención a centros de datos
de Google – hablando del culto cargo). Pero ahí no había ningún
gran programa de creación de trabajos, ni ninguna iniciativa de salud pública
para tratar con la pandemia opiácea que estaba devastando la región.
Era una imagen frente al espejo, en otras palabras, de sus
exiguas ofertas a los sectores más pobres de las zonas urbanas. Al final
el plan no consiguió hacer diferencia alguna, pues la única promesa de Clinton
que todo el mundo recuerda fue: “Vamos a poner un montón de minas y de
compañías del carbón fuera del negocio”. Sus únicas victorias en los Apalaches
fueron un puñado de condados de población universitaria. Mientras tanto Trump
se embarcó en un viaje con Jesús y reenganchó el voto de Romney.
La excepción fue Virginia Occidental en donde la masacre a
los Demócratas fue tan grande que probablemente termine en el Libro Guiness de
los Records. Solo Wyoming dio a Trump un resultado mejor en el voto presidencial.
Pero todavía más llamativo es que los 42 puntos de margen de victoria fuera el
hecho de que Clinton recibió 54.000 votos menos que los que fueron repartidos
previamente en las primarias demócratas. Unas primarias en las que Sanders
(125.000 en total) ganó en cada uno de los condados.
El fracaso de convertir a los votantes de las primarias en
votantes del partido fue un imponente indicador de su impopularidad. Mientras
que el Mountain Party, los afiliados sui generis de
Virginia Occidental afiliados de los verdes, se concentraron en la candidatura
del gobernador (ganada por el billonario Demócrata y auto-proclamado populista
pro-carbón, Jim Justice) y recogió 42.000 votos, un resultado alentador.
De otra manera los Republicanos se habrían hecho con el control del
legislativo y de la delegación del congreso del que fuera una vez el famoso
estado demócrata, por primera vez desde que los dinosaurios deambulaban por la
tierra.
Que las políticas no lineales de Virginia Occidental tengan
sentido no siempre es fácil, especialmente desde que el Partido Demócrata se ha
convertido mayormente en una máquina de elección personal y de un culto de la
superviviencia de Joe Manchin (ex-gobernador y ahora senador) y su secuaz
Jim Justice. Pero una lección ha quedado clara y probablemente sea extensible a
toda la región Apalache: una gran minoría de gente trabajadora, custodios de
una heroica historia laboral, están preparados para apoyar alternativas
radicales pero solo si estas simultáneamente se hacen cargo de la las crisis
económicas y culturales de la región.
Las luchas para mantenerlas redes de parentesco tradicional
y el tejido social comunitario en la zona Apalache o, por la misma razón, en
los asediados condados de mayoría negra del sur algodonero, deberían de ser tan
importantes para los socialistas como defender los derechos individuales para
la elección reproductiva y de género. Pero generalmente no lo son.
Lo que traman las brujas
Cualquier futuro demagogo que intente esculpir un camino
hacía el poder en los Estados Unidos -por ejemplo a través de la siguiente
depresión, si llegara el momento- es casi seguro que seguirá los pasos de
Huey.
“Huey Long, si hubiera vivido” escribió John Gunther
en Inside U.S.A en
1947, “podría perfectamente haber traído el fascismo a América”. ¿Está Trump
dando una segunda oportunidad al fascismo ole’boy? Como el Long de
Gunthers, él es también “un monstruo cautivador” y un “demagogo mentiroso , un
egoísta prodigioso, vulgar y flojo... un maestro del abuso político” .
Igualmente “ha hecho cada promesa a los desposeídos apareciéndose como un
salvador, como un mesías desinteresado.”
Pero el gran Pez Rey terminó por dar en el clavo dando
respuestas a la mayoría de las promesas al pueblo llano de Louisiana. Les llevó
el cargo en forma de servicios públicos y derechos. Edificó
hospitales y vivienda pública, abolió el impuesto al sufragio e hizo que los
libros de texto fueran gratuitos. Por su parte, Trump y su gabinete de millonarios
se muestran más favorables a reducir el acceso a la sanidad, restringir el
acceso al voto y privatizar la educación pública. “Fascismo” si ese es nuestro
destino para el futuro, no vendrá “disfrazado de socialismo” como predijo
Gunthers (y Sinclair Lewis antes que él), sino como una orgia neo-romana de
codicia.
Este análisis sólo se ha enfocado en una sola parte del
puzzle del corazón del asunto: los viejos condados industriales y del carbón,
ahora en declive desde hace dos generaciones. Difícilmente puede ser un informe
completo. El retrato regional, por ejemplo puede ser visto considerablemente
diferente si tomamos la perspectiva de los sectores públicos más grandes
y de la fuerza de trabajo del sector sanitario. Además la historia del Rust
Belt es en muchos sentidos una vieja noticia política; la mayor
novedad de las pasadas elecciones fue la politización de la movilidad
descendente de los jóvenes con estudios universitarios,
especialmente aquellos provenientes de la clase trabajadora y de familias
inmigrantes. El Trumpismo, sea cual sea su éxito temprano, no puede unificar el
sufrimiento económico de los Millenials con el de los trabajadores
blancos más mayores porque se interpone el privilegio geriátrico blanco
como piedra de toque para todas sus políticas
El movimiento de Sanders, por el contrario, ha hecho ver que
el núcleo del descontento puede ser llevado bajo el paraguas de un “socialismo
democrático” que haga prender de nuevo las esperanzas del New Deal por derechos
económicos fundamentales y los objetivos de igualdad y justicia social del
Movimiento por los Derechos Civiles. La oportunidad de un cambio político
transformador (“realineamiento crítico” dicho en un vocabulario ahora arcaico)
pertenece a los Sanderistas pero solo en la medida en que
permanezcan rebeldes contra el establishment demócrata neoliberal y
apoyen la resistencia en las calles.
La elección de Trump ha desatado una crisis de legitimación
de primer orden y la mayor parte de los americanos que se opusieron a él tienen
solo dos puntos de congregación: el movimiento de Sanders o el ex-presidente y
su camarilla. Mientras nuestras esperanzas y energías deben invertirse en el
primero, sería de necios subestimar al segundo.
Con el descenso a los infiernos de Hillary, no hay sucesor
para Obama. La única figura política de primera categoría de la izquierda en la
escena americana, se hará todavía más formidable fuera de su cargo,
particularmente a medida que su presidencia se bruña fuertemente de
nostalgia (La mayor parte olvidaran que la debacle actual empezó con la
retirada de los democrátas en 2010, que lleva la firma de un presidente que
perdonó a Wall Street mientras deportaba a 2.5 millones de inmigrantes).
Chicago tiene muchas posibilidades de convertirse en la
capital de un gobierno en el exilio con los Obama realizando esfuerzos directos
para revigorizar el Partido Demócrata y políticas centristas sin ceder
poder a la izquierda (Si este escenario de poder dual suena ridículo, uno
debería acordarse del precedente de Teddy Roosvelt en el Sagamore Hill durante
los años de Taft). Aquellos que creen que el Caucus Progresista mantiene ahora
el equilibrio de poder en el Partido Demócrata puede que se sientan
bruscamente desencantados cuando Obama vuelva a romper una lanza en
representación de las elites del partido.
Mientras tanto Trump, augur del fascismo o quizás no, parece
destinado a ser el Macbeth americano, exhibiendo un caos brutal a través de las
oscuras tierras altas del Potomac. La guerra política y social, ahora
inevitable en los Estados Unidos, puede forjar el carácter del resto del siglo,
especialmente desde que se ha sincronizado con similares erupciones por toda la
Unión Europea y el colapso de los populismos de izquierda en América Latina.
Tal y como se regodeaba recientemente
Pat Buchanan, el padre espiritual de Trump: “Las fuerzas del nacionalismo y
populismo se han desatado por todo el Oeste y por todo el mundo. No hay vuelta
atrás”. Imaginar escenarios espeluznantes es algo demasiado fácil. Uno puede
concebir, por ejemplo, un régimen rabioso y fracasado que reprima las
protestas e incite revueltas semejantes a las de los años 60 en las ciudades de
EEUU, mientras fútilmente trata de reconciliar sus contradictorias políticas
económicas con sus promesas electorales. La consiguiente confusión
geo-económica puede promover que los europeos inviten a China a asumir un
liderazgo monetario y financiero dentro del bloque de la OCDE.
2016, en este escenario, puede señalar el final del “siglo
Americano”. Alternativamente, Beijing podría no estar dispuesta o no ser capaz
de parar una recesión mundial o de prevenir un desmembramiento parcial de las
cadenas de producción transnacionales. Esto podría girar desde el pacifico
hacia Eurasia. En ese caso, 2016 será recordado como el nacimiento de la
des-globalización y de un mundo más reconocible en los años treinta que en los
2000.
profesor del Departamento de Pensamiento Creativo en la
Universidad de California, Riverside, es miembro del Consejo Editorial de Sin
Permiso. Traducidos recientemente al castellano: su libro sobre la amenaza de
la gripe aviar (El monstruo llama a nuestra puerta, trad. María Julia Bertomeu,
Ediciones El Viejo Topo, Barcelona, 2006), su libro sobre las Ciudades muertas
(trad. Dina Khorasane, Marta Malo de Molina, Tatiana de la O y Mónica Cifuentes
Zaro, Editorial Traficantes de sueños, Madrid, 2007) y su libro Los holocaustos
de la era victoriana tardía (trad. Aitana Guia i Conca e Ivano Stocco, Ed.
Universitat de València, Valencia, 2007). Sus libros más recientes son: In
Praise of Barbarians: Essays against Empire (Haymarket Books, 2008) y Buda's
Wagon: A Brief History of the Car Bomb (Verso, 2007; traducción castellana de
Jordi Mundó en la editorial El Viejo Topo, Barcelona, 2009).
Fuente:
https://www.jacobinmag.com/2017/02/the-great-god-trump-and-the-white-working-class/
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