Por Roberto Montandon
Así se llama el pueblo, la iglesia. El pueblo sienta sus reales en la extremidad oriental de la isla de Quinchao, isla grande rodeada de islas más pequeñas. Lo separa de la isla grande de Chiloé, el canal de Dalcahue, sinuoso, ora ancho, ora tan angosto, que pasarlo a nado sería hazaña de novicio.
La parroquia extiende su jurisdicción sobre la mitad de la isla y sobre las islas del frente. En Chiloé el señor cura es más misionero que párroco y siente aun pesar sobre sus hombros la tradición dejada por los jesuitas y más tarde por los franciscanos del Colegio de Ocopa, varones temerarios, sacerdotes inflamados, incansables exploradores; extenuante herencia que los siglos y la intensa catequización se han encargado de alivianar en la muy católica isla de Chiloé. Pero aun así, el párroco chilote divide su existencia entre el cabalgar y el timón de una lancha velera: duro camino para ganrse el pan, las almas y el cielo.
Santa María de Achao debe tener unos ciento cincuenta años de existencia, pero la construcción de su iglesia remonta al año 1730, lo que la clasifica como el templo de madera más antiguo de Chile. Su aspecto exterior no de diferencia mucho de un gran número de iglesias en Chiloé: construcción rectangular, ancho pórtico de arcos que abarca todo el frente, y rematando el frontón, el alargado campanario de agudo chapitel; nada de particular excepto su amplitud y la feliz proporción de los arcos del pórtico, que hiere la atención del viajero que pasa sin acogerse a la penumbra mística de sus naves y sin remontar el curso de los siglos, cuando bosques impenetrables cubrían las islas del archipiélago.
Un buen día del año de gracia de 1730, los misioneros jesuitas llegaron en sus canoas a una ensenada denominada Achao, y encontrando el lugar conveniente, decidieron levantar allí un templo. Iban acompañados de indios chonos y con ellos acometieron con acha y azuela la descomunal tarea de construir, sin clavos, sin sierras.
En el bosque circundante, labraron las tablas y las tejuelas de alerce, los tablones de mañiu y los gruesos pilares de cipreses; a hombro o arrastrándolos, los llevaron al lugar de la construcción.
Enormes bloques de piedra sirvieron de basamento y en ellos hicieron descansar los troncos labrados de ciprés, en ensamblada caja y espiga.
La armadura del techo se realizó trabajando las piezas, tallando las uniones y reforzando los ensambles con gruesos tarugos. Una triangulación de la parte alta del esqueleto aseguró su perfecta rigidez, reforzada por largas vigas que desde el exterior lo apoyaban diagonalmente, a manera de los arbotantes de iglesias góticas, logrando así, en el total, una feliz solución estructural.
Toda la armadura de la techumbre y los pilares subsisten; los muros originales han sido substituídos por otros nuevos.
Dos hileras de pilares dividen el vasto recinto interior; la amplitud de la visión se une a la belleza de la composición. Una bóveda colgada de la estructura cubre el cielo de la nave central.
Se ha atribuído al padre franciscano Reina, la talla del altar mayor y de los cuatro menores, notables piezas barrocas, cuyo trabajo realizado con herramientas primitivas de talla, encarece aun más su valor.
Una rica y original exornación embellece el grupo armonioso de los altares donde claras y esbeltas columnas salomónicas de curiosos capiteles, se elevan hacia los amplios frontones de graciosas curvas. Perfectamente visibles, se pueden observar los tarugos que fijaron muchas de las piezas decorativas.
Las rejas del comulgatorio y las barandas del coro, bellísimas piezas talladas con la técnica del calado, evidencian buen gusto, habilidad manual y un feliz sentido artístico.
Pero los símbolos particulares a los padres jesuitas, que hay en los altares, quieren arrebatar al padre Reina la gloria de haber sido su hábil artífice y la duda queda como que es propia de la historia.
Jesuitas o franciscanos, esta iglesia, por la pureza arquitéctonica de su interior es, sin duda, uno de los ejemplos más originales e interesantes de la arquitectura colonial en la Capitanía General de Chile, y su estructura una muestra de capacidad y de voluntad de vencer frente a los tremendos obstáculos que la lejanía y el medio ambiente se encargaron de acumular. Es, además, un testimonio vivo y vibrante de la excelencia de las maderas chilotas.
Joya de nuestro patrimonio histórico, que los hombres la sepan conservar hasta el resto de los siglos.
"La Cruz del Sur”, Ancud, 25 abril 1950.
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