Por Paula Litvachky
En la Argentina, el poder judicial federal y la
estructura de inteligencia se encuentran imbricados por una red de vínculos y
compromisos, con una agenda propia que incluye las disputas políticas y el
armado de negocios. De tal modo, el sistema pierde capacidad de funcionar como
espacio democratizador en el reclamo de derechos.
Abogada y doctoranda en Derechos Humanos de la Universidad
de Lanús. Es Directora del Área Justicia y Seguridad del Centro de Estudios
Legales y Sociales (CELS)
La degradación del sistema de justicia federal argentino
está asociada a la cultura política que naturalizó y naturaliza el peso y la
influencia que adquirieron la estructura de inteligencia y ciertos operadores
como resultado de dos procesos problemáticos.
Por un lado, el sistema político utilizó la estructura de
inteligencia como un canal para influir y manipular al poder judicial federal
con fines diversos, lo que derivó en la articulación de una red capilar de
operadores (no necesariamente “de” la inteligencia, pero sí asociada a ella)
con llegada a jueces, fiscales y empleados judiciales que fue adquiriendo un
peso que define las reglas de juego del sistema de justicia. Esta práctica se
apoyó en los usos tradicionales del espionaje para procurar gobernabilidad,
hacer negocios, resolver disputas políticas, económicas y judiciales o acallar
a la disidencia. Dos características históricas del aparato de inteligencia
facilitan esa instrumentalización: su condición secreta y un presupuesto
importante que, como nadie controla, es una fuente de financiamiento legal e
ilegal. Esa red se consolidó en lo que Marcelo Sain llamó una “trama de
influencia y manipulación” (La casa que no cesa: infortunios y desafíos en
el proceso de reforma de la ex SIDE, 2016) capaz, incluso, de intervenir en
los procesos de selección de integrantes del sistema de justicia. Esta trama
tiene a algunos funcionarios judiciales como parte activa (en forma más o menos
visible) y no solo como objetos de influencia o extorsión. Con el tiempo y por
su eficacia para construir poder fue ganando autonomía, una capacidad de fijar
objetivos propios y de tomar decisiones cada vez más alejadas de las reglas
institucionales. Esta red de relaciones y lealtades está activa, tiene agenda
propia, no es uniforme ni responde a un mismo grupo pero sus integrantes
confluyen en disputas ideológicas y políticas y en el armado de negocios. Actúa
como una fuerza que pretende organizar lo que ocurre en la justicia federal,
con lógicas opacas y elusivas, algunas que aprovechan el marco legal y otras
que se mueven en la frontera de la ilegalidad. Con más o menos críticas, se
asume que estas son las reglas del juego, a las que hay que adaptarse
tolerándolas o siendo parte.
Por otro lado, desde fines de los ’90 se distorsionó cada
vez más la distinción entre las tareas de inteligencia, las policiales y las de
investigación criminal. Estas actividades debieran recaer en instituciones
diferentes. Mientras que la inteligencia está orientada en términos preventivos
a la producción y gestión estratégica de la información sobre problemáticas
vinculadas a la seguridad pública y a la defensa nacional, las actividades
policiales deberían conducir a la tarea concreta de prevenir el delito y la
investigación criminal a identificar responsables y a obtener material
probatorio válido en un proceso judicial (esta distinción ha sido bien
remarcada por el INECIP en el documento aportado al Congreso con motivo de la
reforma de la ley de inteligencia de principios de 2015. INECIP, “Sobre la
reforma de la ley de inteligencia y la necesidad de establecer límites claros
entre las tareas de inteligencia e investigación criminal”. Febrero de 2015).
Esto último se torna muy problemático si se investiga bajo la lógica del
secreto y con técnicas de inteligencia poco transparentes. Además, acarrea una
complicación procesal: es difícil hacer valer la información de inteligencia en
un juicio.
A pesar de estos problemas concretos y evidentes, se ha
naturalizado la idea de que el sistema de investigación criminal solo puede
tener resultados si interviene el organismo de inteligencia. El crecimiento de
las funciones operativas y las capacidades técnicas de investigación de la ex
SIDE la convirtieron, como explica Sain en su libro ya citado, en un “servicio
policial de investigación criminal”. El organismo de inteligencia aprovechó
la deslegitimación de las policías, la connivencia del sistema de justicia y el
pragmatismo de las autoridades políticas para asumir funciones policiales y
represivas. En la medida en que estas capacidades operativas crecieron, la ex
SIDE se transformó en una suerte de policía de investigación y recurrir a ella
para investigar se fue tornando “indispensable”.
Al volverse una fuerza operativa, el vínculo de los espías
con jueces y fiscales se fue haciendo rutina y ramificándose. La intervención
en causas penales, el uso de técnicas de espionaje para la investigación
criminal, la posibilidad de usar información obtenida en las investigaciones
penales para operar en el ámbito político y en el mediático alientan un
ambiente de convivencia en el que se construyen lealtades y compromisos
cruzados entre los integrantes del sistema judicial y actores de la comunidad
de inteligencia. Así, estas funciones operativas refuerzan la trama de
relaciones de intercambio, favores y prebendas y su capacidad de influencia y
terminan debilitando aún más al sistema judicial.
El uso del espionaje para la competencia política y la
gobernabilidad no es extraño ni particular de este momento histórico, ni de
este país. En ese esquema clásico, el poder político utiliza información para
tomar decisiones, para trastocar un escenario o para perjudicar a los
adversarios. El ingreso de una lógica regida por lealtades, compromisos
cruzados y secreto en el corazón de un sistema judicial que debe funcionar en
base al principio de lo público y de la obligación de demostrar cierta
ecuanimidad en sus decisiones tiene otro tipo de efectos, que todavía no han
sido estudiados y comprendidos en profundidad. Si las lealtades y compromisos
entre actores del mundo judicial y el mundo de los espías y lobistas
constituyen una fuerza capaz de condicionar el funcionamiento del sistema de
justicia federal, se abre un interrogante sobre la función misma del sistema
judicial.
El poder invisible
Hace tres décadas, Norberto Bobbio caracterizó a los
servicios secretos como un “poder invisible” que, al degenerarse en un
“criptogobierno”, pone en juego la democracia: “Un gobierno que actúa en la
oscuridad más perfecta” (“El poder invisible”, en Democracia y secreto,
Fondo de Cultura Económica, México). En nuestro país, el hecho de que “los
servicios” son un factor de poder se fue haciendo evidente por la frecuencia de
las operaciones que, en general, involucran también a los medios de
comunicación. Este poder invisible se desarrolló en forma capilar, ya no para
la guerra o las disputas y conflictos con otros Estados, sino para la dinámica
política interna. Una trama de poder que incluye relaciones promiscuas entre
sectores políticos y económicos dominantes (“las terminales o los enchufes”,
como se los nombra coloquialmente) con operadores y espías orgánicos e
inorgánicos, de la que son parte actores relevantes de la justicia federal
(penal, contencioso administrativo, penal económico, electoral). En tribunales,
la explicación más común a los vaivenes judiciales que se juegan en los diarios
es: “Este juez es SIDE”, “Son los operadores de la SIDE”, “Son los abogados de
la SIDE”.
A través de este poder invisible –bajo estas reglas de lealtad, intercambios y presiones–
se define el armado y la resolución de las causas judiciales federales más
resonantes o relevantes en términos institucionales. Causas legítimas o
ilegítimas que pueden ser utilizadas para hacer operaciones políticas,
extorsiones, venganzas o negociar favores o prebendas.
No se trata solo de un grupo de jueces y fiscales operables,
corruptos o vulnerables a ser influidos, sino que también abarca a otros que
juegan en esta trama sus propios objetivos políticos, opciones ideológicas o
esquemas de negocios. Algunos aparecen, a veces, como parte de empresas con
testaferros que diluyen los límites entre políticos, abogados, lobistas y
agentes de inteligencia. Otros son miembros de clubes de fútbol desde donde se
cocinan relaciones y también negocios. Muchos son sometidos a fuertes presiones
y “toleran” estas reglas de juego. Algunos devuelven favores e intercambios por
tranquilidad y protección o por información y cooperación. Otros intentan pasar
inadvertidos.
El dispositivo que combina lobby político y
judicial con una matriz de negocios ilegales comenzó en los años ’90 (sobre el
tema escribieron ya diversos periodistas, entre ellos: Horacio Verbitsky
en Hacer la Corte, de 2006; Daniel Santoro en Señor Juez,
de 2011, y Gerardo Young en El libro negro de la justicia, de
2017). Ya en ese entonces se tejieron los puentes y un modus operandi que
ahora forman esa red extendida de relaciones de intercambio. El gobierno
menemista no solo apostó a una mayoría automática en la Corte Suprema, sino que
armó la nueva justicia de Comodoro Py. A través de Carlos Corach, los hermanos
Anzorreguy y César Arias –desde su rol en el Senado–, manejaron los hilos
judiciales. Se utilizó el canal de la SIDE para definir los nombramientos y
financiar lo que fuera necesario.
Anzorreguy también ofreció los servicios de la SIDE a los
jueces federales para hacer investigaciones, la “colaboración” que les permitía
ingresar a los expedientes. Con la excusa de que un atentado terrorista
internacional solo podía se dilucidado por el organismo de inteligencia, la
investigación del atentado a la AMIA fue la bisagra. Este tipo de intervención
se convirtió en una rutina de la justicia federal a la hora de investigar el
narcotráfico, la corrupción o el lavado de dinero. El que creció a partir de
esta posibilidad fue justamente Horacio Stiuso que, como jefe de operaciones de
la agencia de inteligencia, pudo meterse en las causas judiciales y tener
vínculo con todos los jueces y fiscales federales.
Con el paso de los años, hubo algunos intentos políticos y
judiciales de disputar el peso de este entramado fortaleciendo otras líneas
políticas y judiciales internas, renovando la Corte Suprema o designando jueces
y fiscales que no respondieran a esas lógicas. Sin embargo, el mecanismo de influencia
se consolidó. Los gobiernos y gran parte del sistema político continuaron
sosteniendo este esquema, pero con una delegación cada vez mayor en la
estructura de inteligencia, que fue acumulando autonomía y poder.
La reforma del sistema de inteligencia de principios de 2015
no afectó esta matriz política judicial. En el debate por la modificación de la
ley, un funcionario sostuvo, ante los reclamos del CELS y de otras
organizaciones, que era imposible derogar por completo las atribuciones de la
agencia de inteligencia para interactuar con el sistema de justicia federal y
particularmente con los jueces penales (a raíz de la excepción del artículo 4,
inc. 1 de la ley 25.520, que se mantuvo). Esta “imposibilidad” derivaba de la
consolidación de ese esquema de alianzas entre el fuero federal y el organismo
de inteligencia y de la naturalización de esta relación.
Con continuidades con los ’90, pero con la intervención de
nuevos actores, un “tridente” manejó gran parte de las relaciones con el poder
judicial federal: Stiuso como el hombre fuerte de la ex SIDE; Javier Fernández,
como el operador más influyente desde un lugar en la Auditoría General de la
Nación, apoyado por un sector importante del Senado peronista, y Darío
Richarte, ex número 2 de la SIDE de la Alianza, reconvertido en operador desde
su estudio jurídico (Young, Gerardo, El libro negro de la justicia,
Planeta: 2017. Págs. 170/173). La fortaleza y permanencia de este armado, que
logró dar protección política y judicial a los gobiernos, quedó a la vista
luego de la crisis por el memorándum con Irán a raíz de la investigación del
caso AMIA. Se vio cómo dejó de responder al poder político, se alió fuertemente
con sectores de la oposición política y económica, con un amplio sector de la
justicia federal y mostró su capacidad desestabilizadora. Después de 2015 –como
señala Mario Santucho (en “El cuento chino de la justicia”, Revista
Crisis, Buenos Aires, número 32, marzo y abril 2018)–quedó claro que
disputa poder real y que tiene un poder de daño que puede poner en juego
gobiernos democráticos.
El nuevo gobierno del presidente Macri mostró, con una
sucesión de decisiones, que optó por sostener este esquema de relaciones e
intercambios que, en definitiva, había sido parte de lo que lo llevó al poder.
En primer lugar, a pesar de las fuertes impugnaciones, la designación de los
nuevos directores de la AFI, Gustavo Arribas y Silvia Majdalani, avalada por el
Senado como expresión del acuerdo con ese sector y de la convalidación
del modus operandi. Esto se complementa con la falta de peso
político real de la Comisión Bicameral de fiscalización de las actividades de
inteligencia del Congreso. A meses de asumido, el Presidente derogó sin mayor
explicación el decreto 1311/2015 que, luego de la reforma de la ley de inteligencia,
había establecido nuevas pautas de organización de la AFI y un régimen de
administración y registro más transparente de los fondos reservados. A su vez,
el gobierno despliega una política que hace intervenir a la AFI en las
investigaciones judiciales de cualquier tipo, justificada en la adopción de la
agenda internacional y local de las “nuevas amenazas” que deriva en
construcción de enemigos internos, en la promoción de políticas de seguridad y
penales duras y en la centralidad de las lógicas de inteligencia para el
aparato de investigación criminal.
A todo esto se agregó la decisión del Poder Ejecutivo de
ubicar la oficina encargada de las interceptaciones telefónicas (ex Dirección
de Observaciones Judiciales de la SI) en el ámbito de la Corte Suprema. Tal
como se advirtió desde la Iniciativa Ciudadana para el Control de los Sistemas
de Inteligencia (ICCSI), el máximo tribunal aceptó el traspaso de la oficina
pero redobló la apuesta. Con la excusa de mejorar las capacidades de
investigación de la justicia federal, la oficina encargada de las escuchas
telefónicas extendió sus funciones a la investigación y producción y
centralización de información de inteligencia (DAJUDECO). Esto significa que el
máximo tribunal ahora es parte del esquema y de sus disputas y tensiones. Como
ejemplo, basta mencionar el convenio de colaboración que firmó con la AFI, que
devuelve a los espías una fuerte influencia sobre el sistema de escuchas
telefónicas pero, sobre todo, legitima las relaciones del poder judicial con el
organismo de inteligencia (el convenio fue publicado por el periodista Ari
Lijalad en http://www.nuestrasvoces.com.ar/investigaciones/el-arreglo-lorenzetti-macri-para-que-los-espias-sigan-controlando-las-escuchas).
El macrismo no cambió las reglas del juego, sino que disputa
en ese campo la influencia de operadores propios que le garanticen intermediarios
fieles a sus objetivos. Hoy permanecen algunos nombres y aparecen otros. Las
disputas entre líneas oficiales con algunos de estos actores –o de estos
operadores entre sí y con líneas del propio poder judicial– no desarman la
existencia de este modus operandi sino que lo reafirman. Las
tensiones de la propia coalición de gobierno, que sabe que este esquema puede
volverse en contra en cualquier momento, no logran traducirse en un cambio
político que afecte esta matriz (más allá de algunas designaciones que intentan
correrse de los condicionamientos de esta red).
El problema institucional
Como dice Carlos Pagni en el prólogo del libro La
cara injusta de la justicia –de Federico Delgado–, “los jueces
federales no se perciben a sí mismos como un factor de contrapoder. Se sienten
parte del poder”. Esto no es una novedad en términos del funcionamiento del
sistema político, pero es determinante para entender las acciones de este
sector de la justicia federal, al igual que las del presidente de la Corte
Suprema, amparados bajo las consignas de la división de poderes, la
independencia judicial y la lucha contra la impunidad.
En la medida en que el funcionamiento del sistema judicial
se hace más oscuro, bajo la forma de este entramado de poder, embebido de la
lógica del secreto, de las lealtades, de la extorsión y de los compromisos
cruzados, más se aleja de la función que puede cumplir. Si esta opacidad –junto
con sus privilegios y la función de tener la última palabra– se acentúa, la
justicia federal pierde cualquier capacidad para funcionar como un espacio
democratizador ante los reclamos de derechos. En esta lógica, en realidad, los
canales y mecanismos para reclamar derechos son usados para proteger su propia
construcción de poder y las relaciones de intercambio.
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