“El consenso es corrupción”: contra los nuevos
intelectuales
Por Nicolás
Vilela
Mientras el gobierno de Milei pauperiza aceleradamente las condiciones de vida, algunos sectores del campo nacional y popular consideraron que era oportuno abrir un nuevo capítulo de discusión interna. En su mayoría son los mismos sectores que en defensa de “la unidad” habían juzgado caprichosas las críticas kirchneristas al malogrado rumbo de Alberto Fernández. Ahora el debate ya no se expresa como “ruidos de la política” sino como “necesaria autocrítica”. Lógico, podría decirse, porque en el medio perdimos las elecciones. Pero la derrota electoral contra Milei no tuvo su origen en los ruidos de la política 2021-2023, sino que tanto los ruidos de la política como la derrota electoral fueron resultado del mal gobierno del Frente de Todos, cuyas decisiones centrales correspondieron a Alberto Fernández, como él mismo se encargó de aclarar en reiteradas ocasiones. Dicho brevemente: la gran discusión interna del Frente de Todos fue consecuencia y no causa de la mala administración económica. Hoy asistimos a una nueva convocatoria a la autocrítica, que no es sino una crítica al kirchnerismo. Peronistas de Perón, economistas del crecimiento económico con y sin gente adentro, analistas políticos de medios digitales, oportunistas del conurbano en busca de nuevas melodías: todos unidos para practicar una vez más el bostezable, quejoso y escasamente votado peronismo anti-Cristina.
“La derrota electoral contra Milei no tuvo su
origen en los ruidos de la política 2021-2023, sino que tanto los ruidos de la
política como la derrota electoral fueron resultado del mal gobierno del Frente
de Todos, cuyas decisiones centrales correspondieron a Alberto Fernández”.
Cada tanto el capitalismo occidental produce “novedades
reaccionarias”, como escribió Badiou. Cambiando el blog por el stream, la
columna por el newsletter, el pañuelo verde por la remera negra, hoy vuelve a
estar de moda el análisis político antikirchnerista. Y por más que uno pueda
entretenerse con los monólogos de Rebord o sentirse interpelado por un párrafo
de Pablo Semán, sigue siendo válido lo que escribió Damián Selci en 2013,
abordando exactamente el mismo problema: “Un análisis político no es
interesante por la lectura que presenta sino por el poder real que representa;
en otras palabras, o bien expresa la postura de la fuerza social en la que se
apoya o bien es un juego cansador de ocurrencias”. No se trata de tener razón;
en las crisis todos tenemos razón. Ese no es el punto central. Para decirlo en
el modo estructuralista: aun si tienen razón en lo dicho, los analistas políticos
están equivocados en el decir. Su crítica no se plantea como aporte y en un
marco de adhesión a la construcción política, sino desenganchada de la praxis y
de la pregunta por el poder. Si no reconocen la conducción de Cristina, ¿de qué
Príncipe son consejeros? ¿Cuál es el proyecto alternativo al kirchnerismo y en
qué resultados se basa?
“Crítica del analista político”, esa nota de 2013, puede
leerse hoy con todo provecho. A fin de cuentas, las tribunas antikirchneristas
obtuvieron lo que querían y no funcionó. ¿O no venían pidiendo desde hace una
década jubilar al kirchnerismo en nombre de un peronismo abierto a la clase
media, Clarín y la UIA? Exactamente eso fue Alberto Fernández. En sentido
estricto, Alberto Fernández fue su Presidente. Porque el
analista político, más allá del atuendo, es un intelectual, un filósofo. Y el
deseo de todo intelectual es asesorar al Presidente, “o que me lea un
funcionario”. Su distrito es la palabra, según la fórmula de Jorge Asís. Su rol
es decir, aconsejar. Silvia Schwarzböck lo escribió con precisión en su obra
maestra Los espantos: “El servicio público, a la filosofía
argentina, siempre le ha parecido un destino mayor”. ¿Qué fue el gobierno de
Alberto Fernández si no un gobierno de asesores? La foto del Presidente tomando
mate con un subsecretario y su equipo de trabajo, el comité de científicos y
expertos, la Mesa contra el hambre, el consejo de asesores que terminó
presidido por Aracre. Estaba muy clara la idea de Alberto: escuchar a todos,
menos a Cristina. Por eso en el diccionario argentino la palabra “intelectual”
se define específicamente como “el que no se ordena con Cristina”. Con Alberto,
los intelectuales antikirchneristas tuvieron su turno. ¿“Sciolismo o barbarie”
se decía? Hoy padecemos las dos cosas juntas: Scioli es funcionario del
retroceso civilizatorio encabezado por Milei.
La cuestión principal es que un liderazgo político no puede
sustituirse de la noche a la mañana. La historia del peronismo lo demuestra. Un
editorialista “basado”, diez análisis políticos que “la vieron”, no modifican
la estructura de la situación. El antikirchnerismo dice: “Arriba no hay nada”.
Pero Cristina está ahí, su reaparición constituye una noticia trascendente.
Publicó un documento de trabajo que la establece virtualmente como jefa de la
oposición. Y avisa que “no la den por muerta”. La frase no parece trivial,
porque en definitiva toda la reacción poselectoral de los nuevos intelectuales
se resume, una vez más, en terminar con el kirchnerismo. Pero los
Sabbag Montiel del análisis político ya tienen el boleto picado. La bala no
saldrá, y Cristina va a seguir ocupando el centro de la escena en los tiempos
que vienen.
El peronismo metafísico como crítica cultural
del kirchnerismo
Al igual que en sus anteriores encarnaciones, los
antikirchneristas de hoy se identifican con la mitología de un peronismo que no
vivenciaron y cuya esencia se habría desvirtuado por la conducción de Cristina
y el fanatismo de La Cámpora. “Hay que volver a Perón”, dicen, meneando la
cabeza con nostalgia, a la vez que tildan de “melancólica” a la militancia
kirchnerista por mantener el ciclo 2003-2015 como referencia política. Los
hemos visto apostar indistintamente por Massa, Scioli, Randazzo, Felipe Solá o
Alberto Fernández como relevo de la conducción de Cristina; en los próximos
meses, lo harán por Llaryora, Guillermo Moreno, Nacho Torres o cualquier otra
figura disponible. Según su curiosa idiosincrasia, partidos nacionales que
sacaron menos votos que el trotskismo pueden aspirar a la jefatura del
peronismo y perdedores de internas locales pueden cuestionar la conducción del
PJ provincial. ¿Julia Strada? Agente de la CIA. ¿Lu Cámpora? Mmm… progresista,
liberal de izquierda. ¿Carlos Menem? Peronista. ¿Miguel Pichetto?
Indudablemente peronista. Hay que contener a Cúneo, pero expulsar a Mayra
Mendoza. Las categorías del antikirchnerismo son extremadamente singulares,
dictadas mucho menos por la convicción doctrinaria que por la metafísica de
partido. A este fenómeno, Néstor Kirchner lo denominaba “pejotismo” y lo
definía como “aparato de poder vaciador de contenido”. Fracasados, pero con
peronómetro. Se enemistaron con “la batalla cultural” pero no dejan de hablar
del asunto (como todo intelectual), y con un afán clasificatorio mortalmente
aburrido. El asado es peronista pero la milanesa es woke, el salario es
peronista pero el salario doméstico es progre… Como el verdadero peronismo ya
tuvo lugar, solo queda la crítica cultural del kirchnerismo. Pese a la novedad
de sus formatos de comunicación, los intelectuales antikirchneristas tienen la
rigidez de un cadáver. Cristina arriesga, produce, cambia; el antikirchnerismo
lleva 10 años en la misma posición. Detrás de sus flamantes plataformas no se
advierte la grandeza doctrinaria de Perón sino la reducción del peronismo al
óleo costumbrista de Campanella: los ravioles del domingo, la familia, el club
de bochas.
“Al igual que en sus anteriores encarnaciones,
los antikirchneristas de hoy se identifican con la mitología de un peronismo
que no vivenciaron y cuya esencia se habría desvirtuado por la conducción de
Cristina y el fanatismo de La Cámpora”.
Para ese peronismo metafísico, el grado de enfrentamiento
con Cristina resulta inversamente proporcional al grado de idealización de
Perón. Cada año que pasa, Cristina es más objetable; Perón, más inmaculado.
Pero –de nuevo– conviene leer la historia del peronismo: Vandor, Frondizi, los
70… no hubo líder más cuestionado y traicionado que Perón. Y Perón siguió ahí.
Cristina y Perón son iguales en este punto: conducciones únicas,
históricas, pero sumamente discutidas. El liderazgo de
Cristina ya soportó una década de peronismo antikirchnerista. Es llamativo que
los peronistas de Perón carezcan de una verdadera perspectiva histórica. Lo
importante es asumir de una vez por todas que fueron Néstor y Cristina quienes
pusieron al peronismo nuevamente en línea con su tradición auténtica de
conquistas sociales y democratización de la participación política. Y
reivindicar de punta a punta la experiencia de sus gobiernos, abandonando
pretensiones siniestras y criptoduhaldistas como la de nombrar “década ganada”
al período 2002-2012 (en lugar de 2003-2015). Esto significa, adicionalmente,
reconocer que la famosa disputa por la 125 no fue “el momento donde se jodió
todo”, como pretende hoy la narrativa moderada del peronismo fiscalmente
superavitario, sino lo opuesto: con la 125 empieza la tentativa contemporánea
más importante, más osada, por cuestionar el modelo de valorización financiera
impuesto por la dictadura, algo que ninguna de las variantes del anti o
poskirchnerismo jamás logró ni se propuso. En todo caso, la 125 es el momento
donde “se jodió todo” para los sectores del peronismo acostumbrados a defender
al sector productivo más que a la sociedad, para ese frente nacional no popular
que se encontraba cómodo mientras la discusión por el patrón de acumulación se
limitara a las finanzas internacionales.
La reivindicación del kirchnerismo no tiene pretensiones
nostálgicas sino pedagógicas y programáticas. Esos gobiernos constituyen la
horma de cualquier zapato con que el peronismo quiera caminar hacia el futuro.
Ser “peronista de Perón” o “nestorista” en contra de Cristina es un proyecto
destinado a la derrota o la insignificancia, a la vez que constituye un acto de
alucinación solo comparable al de los izquierdistas que son petristas en
Colombia, del MÁS en Bolivia, pero antikirchneristas en Argentina. Lo evidente,
si no se nombra, desaparece. Resulta elocuente una nota en la revista Agencia
Paco Urondo –que otrora brindó un servicio inestimable a la militancia
contra el macrismo pero ahora parece rendido a los pies del “soberanismo”
morenista y el apolillado pensamiento nacional– donde los nombres de Perón y
Néstor se mencionan con todas las letras, pero la referencia al gobierno de
Cristina se reemplaza por el eufemismo “década ganada”. Negar la importancia de
estos detalles es desconocer la centralidad del símbolo en la experiencia del
peronismo. Veamos si no a Victoria Villarruel retirando el busto de Néstor del
Senado, un gesto desesperado, por otra parte, ante la potencia icónica de un
expresidente que al morir suscitó una movilización de tres días, a diferencia
de Videla, que murió preso, en el inodoro y sin que nadie derramara una
lágrima.
Como el antikirchnerismo es un proyecto intrínsecamente
negativo –terminar con Cristina, Máximo, etcétera–, siente indiferencia por el
contenido contradictorio de sus críticas. Se reclama al mismo tiempo más coraje
y más moderación, se exige volver a representar a los trabajadores que votaron
a Milei a la vez que abandonar la postura “antiempresa”, se reprocha no haber
“ajustado” lo suficiente a la vez que no haber atendido las demandas de
“segunda generación” de la clase media, se pide fortalecer la estructura
orgánica del partido a la vez que tener agenda propia y no ser “aduladores”, se
califica de vetusto al marco teórico a la vez que se demanda justicialismo
ortodoxo. Este confusionismo es bien conocido, solo que en momentos de
turbulencia histórica se agudiza, como pasó durante la República de Weimar con
el surgimiento de los rojipardos y sus “ideas de izquierda, valores de
derecha”. En todo caso, lo que le da algún tipo de cemento ideológico
al fenómeno actual es su discurso antiprogresista, que deviene
antikirchnerista por una asociación falsa –estilo falacia del hombre de paja–
entre kirchnerismo y progresismo.
La crisis del progresismo no es nuestra crisis
Parafraseando a Foucault, se puede definir al progresismo
como la creencia de que el discurso determina la estructura. Por eso su agenda
suele vincularse con reivindicaciones culturales, de derechos humanos, de
libertades civiles más que con la redistribución económica. La crisis actual
del progresismo, en América Latina y en el mundo, obedece a que los gobiernos
no logran garantizar sostenidamente el bienestar económico de su población;
entonces el discurso de legitimación o la batalla cultural generan desinterés o
directamente rabia e indignación en amplios sectores. No es solamente que se
perciba al progresismo como una agenda de segundo orden respecto de la
inflación o los bajos salarios. Lo que sucede es que si un gobierno fracasado
en lo económico además se autoproclama progresista, como el caso de Alberto
Fernández, convierte fácilmente al progresismo en la causa del fracaso económico.
Y en efecto: Alberto habló mucho e hizo poco, anunció medidas que volvieron
para atrás, postuló valores que contradijo en la práctica, creyó que “hablando
nos íbamos a entender”. A la inversa, no hubo nada más peronista que las
críticas de Cristina al gobierno progresista de Alberto: “Alinear precios,
salarios y jubilaciones”. La única “agenda de minorías” que movilizó los
comentarios públicos de Cristina fue la preocupación por los tres o cuatro
vivos que se llevaron los dólares de la recuperación económica postpandemia.
Sintetizando la paradoja: el progresista era Alberto, al que los
peronistas de Perón defendían, y no Cristina, a la que los peronistas de Perón
criticaban.
“La única ‘agenda de minorías’ que movilizó los
comentarios públicos de Cristina fue la preocupación por los tres o cuatro
vivos que se llevaron los dólares de la recuperación económica postpandemia”.
Los libertarios y las ultraderechas hoy ganan elecciones en
nombre del anti progresismo. Ser anti progre es tendencia. Y venimos del
gobierno de Alberto Fernández. El contexto le da nombre y relevancia al crónico
intento del peronismo por discutir la conducción de Cristina. Expresado en el
viejo dialecto de la derecha peronista: depurar al movimiento de sus elementos
kirchneristas. Para dejar en claro que se encuentran en el polo contrario del
progresismo, ahora los antikirchneristas sobreactúan un nacionalismo alimentado
a base de reproducciones de Guillermo Moreno y citas de Diego Fusaro. Frente al
posmodernismo de las identidades fluidas y la posverdad, este patriotismo
viril, familiero y proclive al pensamiento conspirativo es un antídoto
estabilizante, una garantía de que el cosmos todavía tiene un orden
comprensible. El kirchnerismo, en cambio, habría dilapidado el capital peronista
en un cóctel de lenguaje inclusivo, cultura de la cancelación, macroeconomía
keynesiana, neoambientalismo y DNI no binario. Otra paradoja del nacionalismo
antikirchnerista: su entero marco teórico –la idea de que el peronismo está
cooptado por dirigentes de clase media universitaria que, al privilegiar la
agenda de las minorías, abandonaron la representación de los trabajadores
enojados– proviene del Atlántico Norte.
Si hablamos de sobreactuación, escuchemos a Mayra Arena,
excandidata del funcionario libertario Daniel Scioli en las internas 2023
promovidas por Alberto Fernández: “El progresismo es lo peor que le pasó al
peronismo, y estoy incluyendo los 18 años de proscripción”. Las respuestas
pasadas de sarcasmo ante el cierre del INADI participan del mismo objetivo:
exhibir un peronismo sobreadaptado al nuevo consenso antiprogresista.
Estimulados por las audiencias reactivas de Twitter, los peronistas metafísicos
se consagran a reescribir la historia del kirchnerismo en términos cada vez más
brutos. Néstor Kirchner sería ante todo un “centrista económico”, guardián del
déficit fiscal; su enfrentamiento contra Clarín, su recuperación de la
militancia en el país del Nunca Más, en cambio, representarían solo anécdotas
para la tribuna progresista. ¿Cristina? Descuidó a los trabajadores, distraída
como estaba en la batalla cultural contra los fondos buitres, las corporaciones
agromediáticas y el Poder Judicial.
“Estimulados por las audiencias reactivas de
Twitter, los peronistas metafísicos se consagran a reescribir la historia del
kirchnerismo en términos cada vez más brutos”.
Si estamos convencidos de que el gran tema es la economía,
¿a cuento de qué viene tanta mordacidad con la “prohibición del lenguaje
inclusivo”? Los nuevos intelectuales quieren sacar un clavo torcido haciendo un
agujero en otro lugar, como si creyeran verdaderamente, cual animistas, que
existe una correlación entre la supresión de la letra “e” y la inflación. Lo
cierto es que no hay ninguna contradicción entre redistribución
económica y reconocimiento identitario. Durante el kirchnerismo, al igual
que durante el peronismo histórico, lo pudimos comprobar: estatización de las
AFJP, matrimonio igualitario, plan PROGRESAR, régimen para el personal de casas
particulares, ley de Medios… Por eso el debate de “progres contra pobres” es
una construcción netamente antikirchnerista, producto del carácter sectario y
especulativo de sus voceros. Discutir dentro de esos marcos constituye un
error. La palabra que hace falta salvar es kirchnerismo, no progresismo.
Y no por una fijación léxica infantil sino porque el antikirchnerismo existe y
es tributario de un peronismo conservador. Para nosotros, Cristina es peronista
y el peronismo es Cristina.
¿Colectivismo orgánico o peronismo influencer?
Los ataques a Máximo Kirchner son ataques a Cristina que no
osan decir su nombre. Kulfas, el portavoz Adorni y Twitter Argentina, coinciden
en esto: Cristina está “mal rodeada”, “mal asesorada”. Se trata de una variante
de la crítica antikirchnerista, con célebres antecedentes como la teoría del
cerco a Perón. Así como antes Néstor era el verdadero peronista pero estaba
rodeado por la socialdemócrata Cristina, ahora es Cristina la verdadera
peronista pero está entornada por el izquierdismo progresista de La Cámpora. ¡Aprendan,
muchachos! ¡Más Rucci y menos Bernie Sanders! ¡Basta de FLACSO! Pero cuando
Máximo tomó la decisión de oponerse el ruinoso acuerdo con el FMI y abandonar
la jefatura de bloque, estaba sencillamente respetando la saludable tradición
peronista de defender la soberanía política y el desendeudamiento externo. En
su documento, Cristina ratifica que la posición de Máximo también es la suya.
Que criticar a Máximo es criticarla a ella. Quienes cuestionaron aquella
decisión hoy no dejan de hablar del condicionamiento que impuso el acuerdo de
Alberto y Guzmán sobre los intereses de los argentinos. Kristalina Georgieva lo
identificó en tiempo real cuando advirtió sobre “los límites del potencial para
hacer cambios en la Argentina en los próximos años, dada la oposición de la
parte radical de izquierda en la coalición peronista gobernante del país”. En
una contorsión sin precedentes, los campeones del peronismo superavitario ahora
defienden a Martín Guzmán, justamente el ministro que pulverizó toda chance de
superávit y se fue corriendo del gobierno. Allí debe buscarse el origen del
mantra libertario “no hay plata”: en el momento en que Guzmán refinanció y no
reestructuró la deuda con el FMI. Es lo primero que registró Batakis durante su
corta estancia en el gobierno: nos gobierna el FMI; no hay plata.
“Los ataques a Máximo Kirchner son ataques a
Cristina que no osan decir su nombre. Kulfas, el portavoz Adorni y Twitter
Argentina, coinciden en esto: Cristina está ‘mal rodeada’, ‘mal asesorada’. Se
trata de una variante de la crítica antikirchnerista, con célebres antecedentes
como la teoría del cerco a Perón”.
Rebelarse contra un acuerdo de esa naturaleza, como hizo
Máximo, no se justifica desde el idealismo, el izquierdismo testimonial o la
voluntad de “no pagar costos”. Es una decisión que reúne convicciones y
pragmatismo: no bajemos las banderas y no perdamos las elecciones. Una
vez más, el albertismo emocional aplicó el quid pro quo: dedujo que
la derrota electoral se debía a actitudes como la de Máximo, cuando ocurrió
exactamente lo contrario. Máximo adelantó que ponerse de rodillas ante el FMI
era perder las elecciones de 2023. Y perdimos. Fue Alberto el que “no quiso
pagar el costo” de asumir que el acuerdo era una farsa y que ya no teníamos la
manija de la economía. Milei puede declararse admirador de Margaret Thatcher,
pero el thatcherismo nacional empezó antes, por enero de 2022, cuando Alberto y
Guzmán dijeron “no hay alternativa”.
La historia de los analistas políticos anti-Cámpora fue
narrada varias veces. El punto de partida es que el kirchnerismo renovó el
interés social por la política. En particular, los mandatos de Cristina
convocaron abiertamente a la organización y la militancia. Una misma generación
se dividió ante estos acontecimientos: la mitad se volvió militante y la otra
mitad, analista política. Los militantes resolvieron poner el cuerpo en
espacios colectivos; los analistas políticos se refugiaron en la escritura irónica,
cool, diagnóstica. Y no solo esto: además, erigieron gran parte de su prestigio
reaccionando como hermanos mayores que precaven a los inmaduros contra los
peligros y contradicciones de la militancia. Así, esta nueva corriente de
comunicadores pasó a encarnar la perspectiva que tiene el sistema acerca de la
política. Volviendo a Margaret Thatcher: el colectivo no existe, lo que existe
son las personas. Por eso el análisis político es ante todo psicología. Hoy
los analistas políticos acusan a los militantes de “mirarse el ombligo”
mientras abren canales de stream para autopromover su imagen de
influencers. Es decir: imputan a los demás el narcisismo que cultivan. Como
se resistieron a la “colectivización forzada” de la militancia orgánica, como
decidieron no encuadrarse –o lo hicieron y se quebraron–, su colectivismo
peronista de redes sociales suena hipócrita. Apenas un trampolín retórico para
eyectarse a la fama, que necesariamente es individual. La militancia orgánica
–con aciertos y errores– produce teoría, acumula poder político, gana
elecciones. Los analistas políticos siguen siendo lo mismo que en 2013:
críticos culturales del kirchnerismo, intelectuales.
Las dos mejores frases del siglo XXI
Para enfrentar la catástrofe humanitaria a la que conducirá
sin dudas el gobierno de Milei, nuestro espacio político seguramente recurra al
viejo y querido “esencialismo estratégico”, al populismo, a la articulación de
demandas insatisfechas ordenadas en un frente común. Sería lo normal. Pero en
el mediano plazo, como segundo movimiento, necesitaremos la construcción de un
nuevo programa político que ofrezca conquistas materiales y coordenadas
espirituales para el futuro.
El documento de Cristina está lleno de ideas en esa
dirección. Abre discusiones importantes. Por ejemplo: “Con Estado presente no
alcanza”. Es una definición novedosa, aunque por otro lado congruente con su
discurso a favor del empoderamiento ciudadano durante el alto kirchnerismo.
Puede haber “Estado presente” pero resultar improductivo, ineficiente, no
funcional. Y generar bronca y frustración en la sociedad, como se verificó
durante los últimos años. Los libertarios sostendrán que por eso mismo se debe
adoptar la lógica del mercado, del sector privado, donde el trabajador es
sometido al capital en función del miedo a la represalia –despido, pérdida del
presentismo, etcétera–. Esta es la apuesta del gobierno nacional: que el
trabajador público, para no ser ineficaz, se comporte como el trabajador de una
empresa privada. El peronismo antikirchnerista también quisiera llevar agua
para su molino del “centrismo económico” y “proempresa”, pero justamente eso
fue el gobierno de Alberto Fernández, y fracasó.
“Nuestro espacio político seguramente recurra
al viejo y querido ‘esencialismo estratégico’, al populismo, a la articulación
de demandas insatisfechas ordenadas en un frente común. Pero en el mediano
plazo necesitaremos la construcción de un nuevo programa político que ofrezca
conquistas materiales y coordenadas espirituales para el futuro”.
“Estado presente” viene significando la prioridad de lo
público sobre los intereses económicos de las grandes empresas. Pero no dice
nada sobre la manera de lidiar con los intereses sectoriales al interior del
propio Estado. En otras palabras: como también hay “corporaciones” dentro del
Estado, la universalidad de lo público no está garantizada. Tampoco su
efiencia. Hoy triunfa la subjetividad de mercado; “Estado presente” es la
subjetividad alternativa. Pero con esto no alcanza, y la militancia orgánica
constituye la auténtica respuesta. Militante orgánico es el individuo
que trabaja de manera eficiente sin el garrote del capital. Su experiencia
de organización y conciencia de grupo aumentan la productividad del trabajo; la
convicción en un proyecto político que excede la administración cotidiana
facilita el buen trato con el público; la disciplina orgánica acelera los
procesos burocráticos. Algunas de estas características se expresaron en el
reconocimiento a la gestión de militantes que revalidaron su intendencia en las
urnas. Es hora de subrayar que la subjetividad de la militancia no es la
subjetividad del Estado. Un funcionario de Aerolíneas Argentinas, un chofer de
colectivo, un médico que tiene consultorio privado, todos pueden ser
militantes, porque la militancia se caracteriza precisamente por pensar más
allá del rol social asignado, es decir, por pensar universalmente, por pensar
en todos. El colectivismo funciona.
Por eso una de las frases más importantes de la política
contemporánea es “la patria es el otro”. Cristina formuló ahí un programa
emancipatorio, anti-individualista, a kilómetros del chauvinismo conservador
que los nuevos intelectuales asocian al peronismo. La otra frase importante le
pertenece a Javier Milei: “El consenso es corrupción”. Tal vez sea nuestra
mejor autocrítica sobre el gobierno de Alberto, que pretendió reconstruir el
pacto social sobre la base del diálogo y el acuerdo en abstracto, sin objetivos
politicos, con un nivel de idealismo que haría sonrojar a Jürgen Habermas. A la
inversa, “el consenso es corrupción” se traduce como elogio del kirchnerismo.
Cristina no consensúa; entonces es honesta, incorruptible. Leídas en conjunto,
las dos frases producen una evidencia contraria al cualunquismo intelectual en
boga. No es verdad que los argentinos solo queremos tranquilidad y que no nos
jodan con la política. Si no, las elecciones las hubiera Ganado Rodríguez
Larreta. La ancha avenida del medio está desierta. Despolarizar solo conduce a
la irrelevancia o al panelismo televisivo. Más que de calma y vida familiar,
los argentinos tenemos un deseo fundacional a toda prueba. Queremos la vida
intensa y facciosa de los santos calvinistas. Lo que se juega a futuro es
Cristina o Milei.
Además, la militancia orgánica está preparada para el
desafío de renovar el proyecto político porque viene produciendo aportes para
la discusión doctrinaria. El contenido de sus publicaciones apunta a fortalecer
el programa en detrimento de la coalición. Y esto precisamente porque
“coalición” designa cada vez más el establecimiento de un pacto o alianza entre
dirigentes de distintos espacios para fines generalmente electorales, sin
cohesión ni proyecto político común, salvo por la negativa. Cristina lo dice
con toda nitidez en “La Argentina en su tercera crisis de deuda”: las
coaliciones políticas son experiencias de debilidad y fracaso. El consenso es
corrupción. La Alianza estalló por el aire en el 2001; la coalición entre la
UCR y el PRO (“Cambiemos”) dejó el país con la mayor deuda de su historia; el
Frente de Todos trajo a Milei. Para los neoguzmanistas entusiastas del “déficit
cero” habría que agregar incluso que existe una correlación empírica entre
tipos de gobierno y desempeño fiscal. En América Latina, cada vez que hubo
gobiernos de coalición, aumentó el déficit y el endeudamiento externo.
“Despolarizar solo conduce a la irrelevancia o
al panelismo televisivo. Más que de calma y vida familiar, los argentinos
tenemos un deseo fundacional a toda prueba. Queremos la vida intensa y facciosa
de los santos calvinistas. Lo que se juega a futuro es Cristina o Milei”.
Toda decisión política tiene sus costos, y naturalmente la
vocación programática del kirchnerismo provocó que muchos dirigentes y espacios
se retiraran del gobierno entre 2008 y 2015. El costo del programa es el
sectarismo. Pero el costo de la coalición es la disolución de la identidad. Así
llegamos a 2019: una “unidad programática” para ganarle a Macri que tuvo más de
unidad –es decir, de coalición– que de programa. Se creyó que con la palabra
“peronismo”, reuniendo a sus dirigentes, se resolvía la cuestión del proyecto.
Hoy estamos pagando el costo de una coalición que fue eficaz en lo electoral
pero débil en lo político. Desde la firma del acuerdo, el programa del Frente
de Todos fue el programa del FMI. En consecuencia, la apuesta de la etapa que
viene será a que el único sector del peronismo que hasta el momento demostró un
programa para gobernar la Argentina –esto es: el kirchnerismo– demuestre que
también está en condiciones de proponer un programa para el futuro. Las
alternativas anti o post kirchneristas no tienen otro proyecto que volver a un
peronismo “normal” luego del desvarío izquierdista de Néstor y Cristina. La
falta de horizontes predictivos, y mucho más con Milei en el gobierno, provoca
que toda la energía se concentre en el presente, en la táctica y las alianzas;
es decir, en las próximas elecciones. Pero solo una imaginación política
militante, insensible por un momento a la correlación de fuerzas, puede
resucitar las esperanzas
· El
autor es concejal de UxP en Hurlingham y autor de Comunologia (2021).
https://contraeditorial.com/el-consenso-es-corrupcion-contra-los-nuevos-intelectuales/
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