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18 febrero, 2018
Tomarle el pulso a la
época en que uno está inmerso es difícil, pero…
El tweet de Alex de la
Iglesia —cineasta español, director de El día de la bestia y La
comunidad— era simple. Recordaba el cuarenta aniversario del rodaje
de La vida de Brian, de los Monty Python, y reflexionaba: “Otra
película que, en estos tiempos, no hubiera pasado del guión”.
Imaginé que De la Iglesia
se refería a las dificultades que enfrentan hoy los cineastas, y en especial
aquellos que se apartan de la norma, para conseguir financiación. Pero
enseguida pensé que cualquiera que quisiese filmar algo en la vena de Brian tendría
hoy una dificultad extra.
En estas cuatro décadas,
lejos de aplacarse, el poder religioso se ha multiplicado. Basta observar la
influencia que los evangelistas tienen hoy en Brasil, o la profesión de fe de
la mayoría de los votantes de Trump, o el componente integrista de la derecha
que gobierna Israel. Por moderada que fuese, una sátira a la religión
encontraría resistencias en muchos mercados. Aunque La vida de Brian procedió
con cautela en su momento —no se burlaba tanto del cristianismo organizado,
como de la necesidad de la gente simple de creer en cualquier cosa que
sublimase su sufrimiento cotidiano—, tuvo de todos modos problemas a granel.
(La película sigue
haciéndome reír. Cualquier persona sensible e inteligente que, viviendo en la
Argentina de Macri, vea el final y no termine silbando, debería hacerse ver.
¿Cómo no identificarnos con ese deseo de encontrar el lado luminoso de
la vida, contra toda esperanza?)
Mientras le daba
vueltas a la idea, mis hijos reclamaban ver una peli muy distinta: la
flamante Black Panther. Cumplí con mi palabra y fui testigo de
cuánto disfrutaban de una peli protagonizada por un superhéroe negro, rodeado
de mujeres —también negras, claro— todavía más inteligentes y poderosas que él.
Y pensé que estábamos viviendo un tiempo peculiar, en el cual ciertas cosas
habían progresado notablemente, a la vez que otras experimentaban una regresión
profunda. Entonces di un par de pasos hacia atrás en busca de perspectiva y me
pregunté, de modo inevitable, qué clase de época era esta que nos toca
atravesar.
Es difícil tomarle el pulso
a la época en que uno está inmerso. Tanto como identificar el número de patente
de un auto al que nos subieron a empujones. Pero las complicaciones no anulan
la necesidad: la pregunta por las características del tiempo que nos tocó vivir
importa, como todo intento de autoexaminarse en profundidad para arribar a la
mejor de nuestras versiones. Las limitaciones metodológicas están claras. Es
arduo —quizás imposible— objetivar en palabras un proceso que aún está en
marcha. Sin embargo es un esfuerzo que hay que hacer, para que el mismo
vehículo al que nos subieron a la fuerza (¡nadie elige la época en que
transcurre su vida!) no termine despidiéndonos en plena marcha.
El único recurso a mano es
el del estudio comparativo con otros tiempos. No para establecer competencia,
claro. Aquí nadie cree que, por definición, todo tiempo pasado haya sido mejor.
Pero tampoco podemos caer en el cliché positivista de pensar que todo cambio
supone evolución y que, en consecuencia, el futuro encarnará sí o sí una
versión superadora del presente. La evidencia en contrario es abrumadora. Si
bien es cierto que se avanzó en la defensa de derechos negados desde la
alborada de los tiempos, la reacción del poder secular está siendo tan violenta
como escandalosa. ¿De qué otro modo interpretar el ascenso de tantos
gobernantes cortados con la misma tijera, con olor a rezagos de épocas más
oscuras: hombres, blancos, racistas, misóginos, profundamente ignorantes y
orgullosos de su vulgaridad?
La
venganza de Hércules
Ciertas mejoras son ostensibles.
La acción política sostenida de las mujeres en reclamo por sus derechos es el
cambio más fenomenal de esta era, un giro copernicano en materia de paradigmas.
Además de las Bachelet, Fernández de Kirchner y Rousseff, en países-faro
también han llegado a la primera magistratura representantes de minorías
étnicas, o simplemente del gran pueblo relegado por cuestiones raciales: lo que
va de Obama a Evo Morales. En nuestro imaginario, todavía moldeado por las
fábricas de sueños del cine y la TV internacionales, las historias reflejan una
diversidad creciente. (Esta semana se supo que Armando Ianucci prepara una
versión contemporánea de David Copperfield protagonizada por
Dev Patel: ¡un Copperfield de ascendencia india!) Y los relatos asumen cada vez
con mayor naturalidad la evolución en materia de costumbres.
En la serie de
Netflix Black Lightning —otro superhéroe negro, la respuesta
de DC al Black Panther de Marvel—, el protagonista está
separado porque su mujer no toleró las demandas del trabajo, tan nocturno como
callejero; su hija más grande es lesbiana; y la menor, ya adolescente, hace que
se le atragante la cena cuando le informa que cree llegada la hora de debutar
en el sexo. Clark Kent nunca tuvo que pasar por trances semejantes. Si hasta se
mofan del traje del pobre Black Lightning: alguien dice que se parece a las
pilchas que usaban los Earth, Wind & Fire. (Hasta no hace tanto, la música
y el deporte eran de los pocos areneros donde se permitía descollar a los
negros sin que supusiese una afrenta… o un peligro.)
“El superhéroe ese, que se
viste como Maurice White el de Earth, Wind and Fire”.
Estos avances hacen que
prosperen demandas que hasta no hace tanto eran impensables. En un artículo
reciente, Mariana Enríquez contaba que la Manchester Art Gallery había retirado
de sus salones el cuadro Hylas y las ninfas (1896), de John
William Waterhouse, a partir del temor de que la escena mitológica ofendiese
sensibilidades modernas. A simple vista, el cuadro no puede parecer más
ingenuo: muestra a Hylas, ladero de Hércules (de quien el forzudo se había
enamorado, dicho sea de paso: ¡cuánto más liberales eran los griegos de hace
milenios, antes de que la Iglesia frenase el reloj de la Historia!), en el acto
de ser seducido por un puñado de ninfas acuáticas. Por suerte imperó la cordura
y las autoridades de la galería devolvieron el cuadro a su emplazamiento,
persuadidos por el ruego mayoritario de los visitantes.
El punto débil de Aquiles
era su talón; el de Hércules era Hylas.
“Podemos evaluar, repensar,
contextualizar y todas las operaciones posibles pero no hace falta que se nos
infantilice en el peor de los sentidos y con la peor decisión: la de ocultar la
obra”, escribió Enríquez. “Se puede y debe desafiar y repensar con perspectiva
de género cualquier obra de arte. Pero no hay derecho a tratar a las mujeres
como seres de azúcar que, ante la ofensa (de una pintura, recordemos),
prefieren vendarse los ojos y aceptar que un cuadro sea quitado con toda la
carga histórica y simbólica que la remoción de obras de arte implica más allá
de las intenciones. (…) Borrar la historia, por provocación, omisión
conveniente o ruido, es pura pereza política. A un cambio cultural no lo
retrasan ninfas pintadas en el siglo XIX ni los muslos del favorito de
Hércules”.
El cambio cultural es
irrefrenable, dice Mariana y coincidimos todos. ¿Quién podría atajar esta bola
de nieve que lleva siglos ganando velocidad, volumen y contundencia? Todo
indica que nuestros bisnietos mirarán la era de las mujeres ninguneadas con la
perplejidad que hoy reservamos para la época de la esclavitud. (“¿Cómo podía
ser aquella gente —agrupamiento que nos incluirá tarde o temprano, por obra de
la perspectiva histórica— tan pero tan retrógrada?”)
Y sin embargo, las fuerzas
que confluyen en un movimiento tectónico no son nunca unívocas. Se trata, más
bien, de la resultante de una pulseada entre vectores contrapuestos, que suele
ser definida a último momento.
Si nos preservamos por un
instante del entusiasmo que producen estos cambios, advertiremos que en los
cimientos de la construcción alguien perfora sobre una línea de falla, con la
intención de derrumbarlo y volver —casi— a fojas cero. No hay otra forma de
interpretar esta oleada de restauración política y económica que encarnan los
Trump, Temer y Macri de hoy. Entre otros llamados a la vuelta de un pasado
dorado (solo para su estirpe, está claro), el lugar que ocupan las mujeres en
sus administraciones y entornos es lisa y llanamente medieval.
Hace pocos días Ronan
Farrow publicó en el New Yorker una investigación que revela otra infidelidad
de Trump con una conejita de Playboy, en las narices de su esposa —hoy Primera
Dama— Melania. Marcela Temer conoció a su futuro marido, que le lleva 43 años,
cuando era una flamante Miss de concurso de belleza. Juliana Awada sólo se hace
notar por su sonrisa, sus atuendos y su afición a la vida sana, como quedó en
claro hace pocas horas cuando echó a los turistas de una playa de Chapadmalal
para hacer allí la rutina que pauta su personal trainer, tal como
informó el blog El Disenso. ¿Y quién duda de que la política que la ministra
Bullrich desarrolla en materia de Defensa es machista por donde se la mire?
Chapadmalal: clausuran la costa para que Awada haga gym con su personal trainer
Si se permite que esta gente agrande su base de sustentación política y cimente su proyecto, a mediano plazo distopías como El camino de Cormac McCarthy o El cuento de la criada de Margaret Atwood dejarán de ser ciencia ficción para convertirse, rasgo más o menos, en realismo puro y duro.
Según la leyenda las ninfas
se quedaron con Hylas, dejando a Hércules impotente y furioso. En el mundo
actual, los herederos del paradigma de la fuerza bruta no aceptan el límite que
debería suponer el no de las ninfas de hoy.
Zombiecracia
Por supuesto, además de
percibir e incorporar el cambio positivo, la cultura no se priva de expresar
sus intuiciones funestas. La moda de las distopías hace carne el temor que
inspiran nuestros futuros más probables. Y los géneros (en apariencia) más
pasatistas también aportan lo suyo.
“Cada época tiene el
monstruo que se merece”, dice el escritor Ricardo Romero, autor de Historia
de Roque Rey y El conserje y la eternidad. La historia lo
avala. El monstruo de Frankenstein —creado a comienzos del siglo XIX por una
mujer extraordinaria, dicho sea de paso—, expresaba un temor comprensible ante
las facultades desbocadas de la especie, en un mundo sin Dios. (Hegel ya se
había atrevido a redactar el obituario en su Fenomenología del espíritu,
Dostoievski y Nietzsche lo retomaron después.) Y en la década del ’50, las
películas de ataques extraterrestres —films como La invasión de los
usurpadores de cuerpos (1956), de Don Siegel— eran representaciones
veladas del temor de ser cooptados por otro tipo de monstruo: el comunismo.
“El monstruo de nuestra
época es el zombie”, dice Romero. “Es lo que nos merecemos: masivo, anónimo,
sin inteligencia, consumidor nato”. Eso es el zombie en efecto, un comprador
compulsivo que puesto en la disyuntiva es capaz de comerse a su propia madre. Y
que tampoco es particularmente terrorífico en formato individual: lo que asusta
de los zombies es más bien que sean tantos.
“Masivos, anónimos, sin
inteligencia, consumidores natos”.
La mayoría de los monstruos
clásicos tiene rasgos aristocráticos o de clase alta: Drácula, Dorian Gray, Mr.
Hyde, El Hombre Invisible. Todos ellos se exponen a la tragedia como
consecuencia de su circunstancia de hombres de cierta alcurnia, con tiempo para
cuestionarse aspectos de su propia vida que el populacho —devorado por la labor
esclava, para ganarse el pan— no puede darse el lujo de considerar. El zombie,
en cambio, es un monstruo propio de sociedades en las que (casi) todo se han
democratizado, empezando por el Mal.
En las sociedades de
antaño, los monstruos eran una excepción de corte romántico. En las sociedades
democráticas de hoy, los monstruos son —somos— legión.
El
micromanagement de la violencia
“Digámoslo brutalmente: la
democracia está muriendo”, escribió el periodista Paul Mason, a mediados de
2017, en el diario The Guardian. “Y lo más sorprendente es lo poco preocupada
que parece la gente común al respecto”.
A continuación listó una
serie de hechos que suscribían el planteo: Erdogan juzgando periodistas en
Turquía, Putin prohibiendo medios privados, Trump tratando de frenar a quienes
lo investigaban… (Habría que aggiornar esa lista: Temer militarizando Río de
Janeiro, Macri pasando por encima de la ley en defensa de un asesino uniformado,
Berlusconi a punto de concretar un regreso triunfal…) Y arriesgó una
explicación a la apatía popular en torno de este derrumbe: la tendencia
—sustentada desde los grandes medios, por supuesto— a compartimentalizar el
problema.
En los países poderosos se
sabe poco de lo que ocurre en el resto del mundo, y siempre filtrado a
conveniencia de la(s) empresa(s). En USA sólo se preocupan por Trump, en GB
sólo se preocupan por el Brexit, en la Europa continental sólo se preocupan por
los inmigrantes. (Aquí ocurre otro tipo de compartimentalización, también
alentada por los medios: la de separar un tema importante —la inmigración
ilegal— de sus causas, de modo que el lector europeo/norteamericano no perciba
que es parte del fenómeno que da origen al problema. En nuestro país se
manipula así el tema de la inseguridad: se trataría de un fenómeno espontáneo,
y por ende inevitable, que sólo debe preocuparnos en términos de su
exterminación — hoy en día, el método propugnado para ponerle fin es simple:
habría que Chocobarrerla.)
“Como al comienzo de los
’30 —dijo Mason—, la muerte de la democracia siempre parece estar ocurriendo en
otro lugar”.
Mason identificó además
otra de las tácticas de los poderosos: el micromanagement violento
del disenso. Erdogan echa académicos opositores y además les quita cobertura
social. Trump amenaza con desfinanciar a las ciudades santuario que
ignoren su política anti-inmigración y miente con descaro y a diario, mientras
la policía sigue matando negros a destajo y hasta los almacenes venden armas de
guerra. Putin encarcela adversarios a piacere. (¿Necesito
listar aquí los ejemplos locales de la violencia contra el disenso? Salga de su
apatía, mi querido/a zombie democrático/a. Usted percibe lo que está
ocurriendo. Llegar a la conclusión inescapable no debería ser más difícil que
sumar dos más dos.)
A continuación Mason citó
un libro de una profesora de Berkeley, Wendy Brown: Undoing the Demos (2015),
donde se cuestiona que el desliz hacia el sesgo autocrático sea algo que
nuestros gobernantes de derecha busquen deliberadamente. Más bien asume que se
trata de una consecuencia de la adopción de políticas económicas neoliberales.
Según Brown, las microestructuras creadas en los últimos 30 años “reconvierten
cada dominio y acción humana, incluyendo a los humanos en sí mismos, a
conveniencia de una imagen específica de la economía”. Es decir que pasamos a
ser un elemento subordinado dentro de una ecuación; algo que debe ser recortado
a escala predeterminada, para permitir que se obtenga el resultado previsto en
una operación matemática. Nos preguntamos si es rentable, por ejemplo, recibir
en nuestro territorio a tantos inmigrantes como ingresan hoy. Echamos a miles
de académicos al tiempo que le dictamos al resto qué debe investigar y qué no.
¿Suena familiar, mi
conciudadano/a zombie democrático/a?
El
regreso de los números vivos
Si traigo a colación el
artículo de Mason es porque estamos al filo de una transformación de violencia
sísmica. Los cambios en materia de ampliación de derechos han sido, hasta hoy,
consecuencia del juego democrático, del debate abierto y de las fuerzas vivas a
las que, dentro de un sistema republicano, se les permite operar libremente.
Pero, ¿qué ocurriría con esos avances en el contexto de una democracia
devaluada, donde solo importa que cierren ciertos números, la opinión se
controla y la calle está militarizada? Para ponerlo de otro modo: ¿qué le
pasaría a la bola de nieve del cambio cultural, si un terremoto derrumba la
ladera por la que se desliza?
Los grandes medios operan
sobre la opinión pública para bajarle el precio a la democracia, con la cual
—en perfecta inversión del dictum de Alfonsín— no se come ni
se cura ni se educa. Lo que sugieren (sin verbalizarlo nunca, claro) es: ¿para
qué endiosar y por ende respetar a un sistema que no resuelve ninguno de
nuestros problemas esenciales? En ese contexto degradado, tienden la mesa para
una nueva negociación con la ‘realidad’: te bajo el sueldo, sí, pero te arreglo
la plaza para que orées a los pibes y te militarizo (y de paso te cerco, para
que salgas lo menos posible) el barrio. Vas a tener menos guita para gastar
pero vas a estar más tranquilo. Más allá del retintín feudal, ¿no sería
emocionante lo que lograríamos juntos?
Los movimientos actuales de
ampliación de derechos tienen claro que la raíz del problema es económica. Pero
me pregunto si el temblor que hoy parece tan probable no será el momento para
hacer lo contrario de lo que indicaría la sensatez. En lugar de recular ante
las violencias y moderar los reclamos, los ciudadanos descontentos con el orden
del mundo —de todos los géneros, razas, culturas, credos y clases— deberíamos
aprovechar cada ventaja que otorgue la dinámica de los hechos para empujar en
pos de una transformación más profunda. Una vez que todas las mujeres cobren lo
mismo que los hombres por igual trabajo —corrección demorada, cuya postergación
indigna a toda alma sensible—, el sistema no habrá dejado de estar jodido
porque es, en esencia, injusto; y la brecha entre los poquísimos
ultratrillonarios y la inmensa mayoría pobre hasta los huesos seguirá
acrecentándose en la misma dirección de hoy. El único modo de entender por qué
la economía mundial —esa atrocidad— no es un escándalo intolerable sobre el que
machacamos a diario, sería aceptar que nuestro rol de zombies nos resulta
cómodo. ¿Será verdad que, mientras nos provean regularmente de un cacho de
cerebro fresco, estaremos dispuestos a no armar quilombo?
Los tiempos cambian cada
vez más rápidamente. Pero disparan torcido, como la banda de Jimmy Breslin.
Desarrollos sublimes conviven con retrocesos que creíamos imposibles. Y aun así
no corregimos nuestra propensión a concentrarnos en las flores más nuevas del
árbol, ya sea para admirarlas o criticarlas, mientras los sicarios del poder le
entran a la rama con motosierras, y a ras del tronco.
No hemos sido los más
lúcidos, aceptémoslo. Pero seguimos siendo más. Ese es el único número, en este
sistema económico, que juega a favor nuestro. ¿Estará cerca la hora de hacerlo
valer?
Una lectura de ‘The
Second Coming’, en la voz de otro poeta: Ted Hughes
Siempre sentí debilidad por
un poema que William Butler Yeats escribió en 1919, en plena rebelión
irlandesa, poco después de finalizada la Primera Guerra. Se llama The
Second Coming y es de esos que apreciamos hasta los que no sabemos de
poesía: Todo se desmorona / El centro no se sostiene / La anarquía se
abate sobre el mundo / La marea de sangre se abate y por doquier / La ceremonia
de la inocencia resulta ahogada. Un tanto apocalíptico, ya sé. Tal vez
por eso, durante los primeros meses de 2016 —a la luz de la elección de Trump y
del Brexit, por mencionar dos hechos del momento—, los versos del poema fueron
citados más que en los 30 años precedentes.
Hay un par de líneas que
nunca olvido, porque suenan honestas pero me dan bronca: Los mejores
carecen de toda convicción, mientras que los peores / Están llenos de
apasionada intensidad. Es verdad que Peña Braun interpreta su papel de
Rasputín sexy con enjundia, ¿quién podría negárselo? Pero tal vez sea tiempo de
que saquemos a relucir nuestra intensidad. De otro modo, tal como Yeats temía,
lo que se arrastra hacia Belén para nacer será en efecto una bestia escabrosa.
* La ilustración
principal de este artículo me la proporcionó el Indio Solari, que siempre
parece intuir los derroteros por los que se extravía mi mente.
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