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Por JUAN CRISTÓBAL PEÑA 29 de abril de 2017
Esta imagen de archivo muestra a Agustín Edwards, dueño del
diario El Mercurio de Chile, el pasado 12 de octubre.
CreditLuis Hidalgo/European Pressphoto Agency
SANTIAGO DE CHILE – El lunes pasado, el mismo día en que se
anunció la muerte del magnate de la prensa chilena Agustín Edwards, la tierra
crujió como no lo hacía en años por estos lados. El temblor de magnitud 6,9 que
sacudió la mitad del territorio chileno no pasó a mayores, pero de inmediato
las redes sociales se poblaron de comentarios, en tono de broma, aunque tampoco
tanto, que vincularon un hecho con otro.
Nada más acertado que un sismo de alta magnitud para
representar a uno de los hombres más controvertidos y poderosos del país,
heredero de un imperio de medios que ha gravitado por casi dos siglos en la
historia chilena.
Agustín Edwards Eastman murió a los 89 años, dejando un
pasado de claroscuros en el que las oscuridades pesan mucho más que los claros. El
obituario que publicó El Mercurio, diario insignia del consorcio de medios
de su propiedad, admitió que las circunstancias políticas de las décadas de los
60 y 70 “lo arrastraron a una figuración no buscada” que le granjeó
“odiosidades” y “el mito que sus detractores se esforzaron en construir”.
Si se construyó un mito en torno a su figura, fue a costa de
hechos ampliamente documentados.
El cuarto Agustín en la dinastía Edwards jamás hizo un mea
culpa por el papel de sus diarios en la dictadura, que fueron
incondicionales a un régimen de terror. Menos reconoció su papel en el golpe
militar que terminó con el gobierno socialista de Salvador Allende, derrocado
en 1973. Edwards fue un producto de la Guerra Fría que manejó el poder desde
las sombras, sin necesidad de rendir cuentas a nadie. Más bien era él quien
acostumbraba pedirlas desde sus diarios.
Deja un consorcio mediático mucho más influyente, macizo y
moderno que el que heredó en 1958, cuando tenía 29 años, y el peso de una
impronta familiar que había sido decisiva en la historia política y económica
de Chile. No en vano la edición de El Mercurio de Valparaíso es la más antigua
de habla hispana, con 189 años; la de Santiago tiene 116 años.
Como dice su obituario, era personalidad “de gran formato”.
Es cierto: no fue un director de escritorio ni tampoco un magnate que se
sintiera cómodo ostentando en público su poder y riqueza. Fiel representante de
la vieja aristocracia chilena, endogámica, católica, acostumbrada a la
sobriedad, tuvo en claro que la tradición familiar dictaba influir y marcar
pautas en las altas esferas del poder, sin necesidad de gastarse en la primera
línea.
En estos días, las páginas de El Mercurio se han llenado de
elogios pero nada han dicho de sus vínculos
con la CIA, de la ventaja que sacó de la dictadura ni de su habilidad para
coronar su poder en democracia. En definitiva, no han dicho nada de su papel
más relevante en la historia reciente del país.
Tras el derrocamiento de Allende, apeló a sus contactos en
la Armada para ubicar en el gobierno militar a economistas de su confianza que
terminaron desmantelando a un Estado fuerte. En ese sentido, fue padre y
guardián de un modelo neoliberal a ultranza. Claro que en 1983, cuando estaba
en la quiebra, no tuvo problemas en gestionar ante la banca estatal un préstamo
por 50 millones de dólares de la época, que le fue otorgado (y luego
renegociado) en condiciones muy favorables para él. Ese préstamo fue una vuelta
de mano a los favores prestados.
A través de las páginas de El Mercurio y de su creciente
cadena de diarios, Agustín Edwards se convirtió en uno de los soportes de la
dictadura. Se habituó a reproducir las versiones oficiales del gobierno
militar, lo que equivale a la renuncia del periodismo, y fue cómplice de las
violaciones a los derechos humanos, si es que no las negó de plano o se hizo
parte de montajes para encubrirlas.
El ejemplo más ignominioso de esto último data de julio de
1975, cuando el vespertino La Segunda anunció el hallazgo de los cuerpos de 59
militantes de izquierda con el siguiente titular: “Exterminados
como ratones”. En rigor habían sido asesinados por agentes del Estado, pero
ese como otros diarios de Edwards presentaron los hechos como un ajuste de
cuentas entre extremistas.
El engrandecimiento de El Mercurio a costa de los derechos y
la vida de muchos chilenos también significó el fin de una tradición
periodística que hasta el golpe de Estado de 1973 se caracterizó por una alta
diversidad.
Los dos grandes consorcios de medios escritos que hay hoy en
Chile son de derecha. Ambos fueron leales a la dictadura y en recompensa
tuvieron su apoyo económico.
Tras el fin de la dictadura, en 1990, la élite política de
centro izquierda en el poder validó a El Mercurio y se validó a sí misma a
través de sus páginas. Cuanto más, en 2005 el presidente socialista Ricardo
Lagos, contrariado por una serie de publicaciones del mismo diario al que antes
había elogiado en su centenario, le envió a Edwards una
carta privada en la que se quejó de que El Mercurio era -además de “un
resumidero de todos los infundios” con que se ataca al presidente- “la tribu de
los que desean sembrar el odio”.
En respuesta, como prueba de su poder y estilo, Agustín
Edwards publicó la misiva del presidente en la sección Cartas de su diario.
Desde entonces ningún presidente ha juzgado conveniente enfrentarse a los diarios de la cadena, aun cuando han desempeñado una oposición dura y casi sin contrapeso en la prensa escrita chilena.
Desde entonces ningún presidente ha juzgado conveniente enfrentarse a los diarios de la cadena, aun cuando han desempeñado una oposición dura y casi sin contrapeso en la prensa escrita chilena.
Quizás en solo dos momentos vio amenazado su poder. El
primero, en 1970, cuando asumió Salvador Allende y se autoexilió en Estados
Unidos. El segundo fue en 1991, a poco del retorno de la democracia, cuando un
comando subversivo secuestró a su hijo Cristián.
Ambos hechos están ligados por una secuencia política.
De acuerdo con documentos oficiales desclasificados en
Estados Unidos, la
CIA invirtió cerca de dos millones en El Mercurio. Primero, para evitar que
Allende llegara al poder; luego para desestabilizarlo. Edwards fue un actor de
primera línea en la caída de Allende, a través de sus contactos directos con la
CIA y el gobierno de Nixon. En palabras de Peter Kornbluh, director de la
sección chilena de la National Security Archive, su intervención en Washington
“disparó la decisión de Richard Nixon de apoyar un golpe de Estado en Chile”.
Tres décadas después, una fracción del mismo grupo
guerrillero que en 1986 había atentado sin éxito contra el general Pinochet
secuestró a Cristián Edwards del Río, uno de los seis hijos del magnate y
futuro presidente de la División de Servicios Noticiosos de The New York Times.
El padre no se sometió a las exigencias iniciales de los
secuestradores, que pedían negociar directamente con él y cuatro millones de
dólares a cambio de la libertad de su hijo. Después de una negociación que se
extendió por cinco meses, realizada a través de ofertas publicadas en clave en
las páginas de avisos económicos de El Mercurio, Edwards Eastman logró bajar la
cifra a un millón de dólares y liberar a su hijo.
El despliegue de la figura de Agustín Edwards en El
Mercurio, que se ha prolongado por toda la semana –lo mismo que los temblores
– habla de un empresario, bibliófilo, criador de caballos, navegante y
filantrópico distinto al hombre que fue en las sombras.
De ser únicamente así, debiéramos estar asistiendo a algo
parecido a un funeral de Estado, con homenajes públicos y procesiones
populares. Pero nada de eso ha habido en estos días. El Ciudadano Kane chileno,
que acaparó un poder inusitado y murió sin pedir perdón, fue despedido del
mismo modo que Pinochet: en silencio, en la privacidad de su familia y amigos,
lo que ya es indicador del lugar que tendrá en la historia.
Juan Cristóbal Peña es director de la Escuela de Periodismo
de la Universidad Alberto Hurtado en Chile.
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