Ricardo Moreno Castillo
Este Panfleto no tiene
copyright. Todo el que esté de acuerdo con su contenido y quiera reproducirlo y
difundirlo tiene el permiso del autor, así como su agradecimiento.
INTRODUCCIÓN
En este panfleto, como en
todos los de su género, no se cuenta una historia, ni se describe una
situación, ni se defiende sosegadamente una postura filosófica. Más bien se
pretende, a través del, convencer, conseguir adeptos, decidir a los irresolutos
e iluminar a los obcecados. Este panfleto es un aviso perentorio, un grito de
socorro, una llamada de atención sobre un problema que urge resolver, porque
pronto será demasiado tarde. Se trata de la desastrosísima situación que
atraviesa la educación en nuestro país. Y urge resolverlo, en primer lugar,
porque analfabetizar un país es cosa relativamente fácil, pero volverlo a
alfabetizar ya no lo es tanto, y en segundo, porque la cantidad de recursos que
se derrochan en mantener la ignorancia de nuestros estudiantes se podrían
dedicar a otras cosas más útiles. Esto no es una broma ni una exageración:
nunca ha sido el curso más largo, ni han gastado tanto los alumnos en material
escolar, ni la administración en mantener a expertos, equipos, gabinetes y psicólogos
que asesoren a estudiantes y profesores, y nunca han sido los conocimientos de
los primeros tan ridículos ni el desánimo de los segundos tan grande.
La llamada de atención se
dirige a todos, pero en especial a los forjadores y entusiastas de una reforma
educativa que, en un tiempo record, ha conseguido que la cultura de los alumnos
baje hasta niveles alarmantes, que la mala educación en la vida cotidiana de
los centros suba hasta cotas vergonzosas, y que los profesores estén más
hartos, deprimidos y desesperados que nunca. Sus defensores dicen que, con
todos sus defectos, gracias a ella se ha conseguido la educación para todos.
Esto es rigurosamente falso. En una clase en la que cada uno hace lo que
quiere, porque la administración no respalda la autoridad del profesor y al
mismo tiempo protege al alumno que conculca el derecho de aprender de los
demás, no se está impartiendo educación, se está repartiendo basura. La
L.O.G.S.E. dice, en el apartado 3 de su artículo 2º, que se han de fomentar los
comportamientos democráticos. ¿Qué clase de comportamiento democrático es éste,
en el que una minoría de alborotadores puede imponer impunemente su ley a los
demás? Tampoco ha conseguido, como suele decirse, una educación igualitaria,
porque cuando la enseñanza pública se degrada hasta tales extremos, salen
ganando los que pueden pagarse un colegio privado. Mucho menos es cierto que
los nuevos problemas que se plantean al educador son debidos a una evolución
social que ha gestado una juventud más conflictiva. No, si los jóvenes son más
díscolos y apáticos que nunca, no es debido a ningún cambio social, es el
resultado de una educación equivocada. Se argumenta que hoy los hijos lo tienen
todo, y por ello no valoran el trabajo que cuestan las cosas. Es posible que
esto sea así, pero la prosperidad no ha suprimido la palabra “no” del idioma,
de modo que si los hijos lo tienen todo es debido a la desorientación de los
padres, que no se han enterado de lo sano que es decir “no” de cuando en
cuando. También se dice que las familias separadas crean problemas que no
existían antes. Es cierto, pero los padres que se separan lo hacen porque dejan
de quererse, o porque la convivencia es imposible. En cualquiera de ambos
casos, no es seguro que el hijo salga perdiendo con la separación. Otra novedad
es que los padres están mucho tiempo ausentes. Pues razón de más para
aprovechar el poco tiempo que pasan con los hijos para inculcarles algunos
modales. Enseñarles a pedir las cosas por favor y a dar las gracias, a llamar a
una puerta antes de entrar, a sonarse los mocos en lugar de sorberlos, y a
ceder el asiento a las personas mayores en los lugares públicos, no requiere
tantas horas de dedicación.
Hay quien, antaño defensor
de la reforma y hogaño decepcionado de ella, dice que era buena en sí, pero que
no se ha sabido aplicar. No, la reforma no era buena, y no era tan difícil
prever el resultado. Ya está bien de achacar sus desastrosos resultados a
causas extrínsecas o a factores circunstanciales. La famosa L.O.G.S.E. es un disparate
de arriba abajo, y ya va siendo hora de ponerle remedio.
También se dirige este
panfleto a todos los preocupados por lo políticamente correcto, a los que
piensan que defender una enseñanza rigurosa, exigente y disciplinada no es de
izquierdas. Las cosas son exactamente al revés. Una enseñanza presuntamente
lúdica, donde no se inculca el hábito de estudio, se convierte en un
aparcamiento para pobres, donde están entretenidos hasta que les llegue la hora
de convertirse en mano de obra barata. Para que la igualdad de oportunidades
sea efectiva, ha de haber una enseñanza en la que cada uno pueda demostrar su
valía, su inteligencia y
su capacidad de trabajo.
Quien defienda lo contrario, está hurtando a los muchachos de origen modesto la
única oportunidad que tienen de estudiar en serio y de competir en parecidas
condiciones con los que proceden de familias más favorecidas.
Este panfleto se titula
antipedagógico porque en nombre de la pedagogía se dicen hoy, con la cara más
seria del mundo, cosas a cual más delirante, y a veces en una jerga que suena a
esperanto. Es bueno reflexionar sobre la enseñanza, y a ello están dedicadas
las páginas que siguen, pero se ha de procurar que las ideas sean razonables
antes que novedosas, que se apoyen en argumentos y no en frases hechas, y que
se puedan cotejar con la realidad, sea para confirmarlas o desmentirlas. Todo
esto, que se le alcanza a cualquiera que comience a investigar en química o en
biología, por muy bisoño que sea, parece que se les escapa a algunos de los defensores
de la nueva pedagogía, que se preocupan más en manifestar opiniones muy
solemnes que en elaborar sugerencias realizables.
Solo queda por lamentar que
una reforma que ha dañado sobre todo a los más desfavorecidos haya sido obra
del Partido Socialista. Sería de desear que reconozcan de una vez el monumental
error y lo enmienden. Cuando esto suceda, muchos de quienes les votan como mal
menor (y de estos hay muchos entre los profesores), lo podrán hacer
verdaderamente ilusionados.
DEFENSA DE LA MEMORIA Y DE LOS CONTENIDOS
De todos los instrumentos del hombre, el más asombroso es,
sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el
telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz;
luego tenemos el arado y la espada, extensiones del brazo. Pero el libro es
otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y la imaginación.
(BORGES)
La educación humanista no
sólo consiste en “enseñar a aprender”, en fomentar la “espontaneidad creadora
del alumno”, ni mucho menos en preparar técnicamente, sino también en
transmitir contenidos fraguados en la dialéctica de los siglos y en desarrollar
la memoria de un legado pasado que da sentido al presente y abre el paso al
futuro.
(SAVATER)
Una de las preguntas más
absurdas que se plantean algunos pedagogos es la de si, a la hora de educar,
son más importantes los contenidos que la formación. Es tan falaz como
preguntarse si para fabricar un cañón se ha de empezar por construir el agujero
o mejor por el hierro que rodea al agujero. Forma y contenido, como la cara y
la cruz de una moneda, son cosas conceptualmente distintas, pero no pueden
hacerse realidad por separado, igual que no puede ordenarse una habitación
absolutamente vacía. Las cosas que hay en una habitación son algo distinto del
orden en el cual están colocadas, cierto, pero sería absurdo proponerse ordenar
las cosas de una habitación donde no hay cosas que ordenar. Se puede argumentar
que si la cómoda está encima de la cama, la almohada encima de la cómoda y la
lámpara debajo de la cama, los muebles son tan inútiles como si no existieran,
y efectivamente así es. Si los contenidos del conocimiento no están bien
estructurados, y claramente relacionados unos con otros, no sirven de nada. Lo
que se sabe confusamente y a medias no sólo es inútil, es también un estorbo,
un contenido parasitario que dificulta el aprendizaje de cosas nuevas. Todo
ello muy cierto, y también muy olvidado por los que hacen los programas,
siempre excesivamente largos. Pero esto quiere decir que los contenidos hay que
seleccionarlos y dosificarlos con cuidado, no que no haya que dar contenidos,
cosa también muy olvidada por algunos profesores, que se preguntan con toda la
seriedad del mundo sobre si su tarea consiste en formar o en informar. Una
cabeza bien formada es la que tiene sus conocimientos bien ordenados y
estructurados, no la que carece de conocimientos. Formar a una persona sin
enseñarle cosas es como pretender ordenar una habitación vacía.
Si la falsa alternativa
forma versus contenido la formulamos en términos de los mecanismos de
conocimiento, se convierte en la alternativa inteligencia versus memoria, tan
falsa como la anterior. La inteligencia es un juego, como el ajedrez, y para
jugar al ajedrez son necesarias unas piezas, las cuales se guardan en una caja
cuando acaba la partida. Pues bien, jugar con la inteligencia requiere también
unas piezas. Estas piezas se llaman ideas, y mientras no las utilizamos quedan
guardadas en una caja llamada memoria. Ya dijo el viejo Kant, hace bastante
tiempo, que los contenidos del conocimiento sin las estructuras del pensamiento
son ciegos, pero las estructuras del pensamiento sin los contenidos del
conocimiento están vacías. Si de vez en cuando hiciéramos una pausa en nuestra
búsqueda de ideas novedosas e innovadoras para escuchar la voz de los pocos
sabios que en el mundo han sido, es posible que las cosas fueran mucho mejor.
Esta verdad tan elemental,
la de que no se puede reflexionar sobre unas ideas cuando se carece de ideas,
es tan absolutamente ignorada que mucha gente presume de falta de memoria (como
si memoria e inteligencia fueran inversamente proporcionales) y nadie de falta
de inteligencia. Y esta ignorancia es una de las razones que nos ha llevado al
fiasco de nuestro sistema educativo. Los contrarios a la educación de la
memoria dicen que lo importante es que un niño aprenda a consultar un libro, y
no que se sepa el libro de memoria. Es cierto que los libros están para ser
consultados, pero los libros existen porque nuestra memoria es limitada, no
porque el desarrollo de la memoria sea nocivo para la formación de un
estudiante. También existen coches y trenes, pero no porque sea malo correr y
hacer ejercicio, sino porque por mucho ejercicio que hagamos la velocidad que
podemos alcanzar sin coches ni trenes es limitada. Como dice la hermosa cita de
Borges que encabeza este capítulo, el libro es extensión de la memoria, igual
que los demás instrumentos creados por el hombre lo son del cuerpo. Si esto es
cierto, y los libros prolongan la memoria como el telescopio la vista, entonces
no la sustituyen, porque no se puede prolongar un sentido del que se carece. Un
libro para un desmemoriado es tan inútil como un telescopio para un ciego. Por
otra parte, se consulta lo que se supo y se ha olvidado, o aquello de cuya
existencia se tiene noticia, pero no se puede consultar algo si no se sabe ya
algo de ese algo. Si un científico no recuerda exactamente una fórmula, sabe dónde
encontrarla y la reconoce en cuanto la ve, pero no puede buscar una fórmula
cuya existencia ignora. Esto está, además, muy experimentado. Normalmente,
cuando se dice a los alumnos que en un examen, de matemáticas por ejemplo, podrán
utilizar el libro, los resultados son peores. Y es fácil de entender la razón.
Durante el examen hojean distraídamente el libro a ver si encuentran una fórmula
en la que encajen los datos del problema, y como no saben lo que están
buscando, sencillamente no lo encuentran. El libro es un apoyo para la memoria,
no un sustituto, pero los muchachos, en su ingenuidad, piensan que sí lo es.
Pero lo más grave es que esta ingenuidad, perdonable en los estudiantes, está
muy extendida entre pedagogos. Ni siquiera un diccionario, el libro de consulta
por excelencia, es útil para quien no tiene buena memoria. Dejemos de lado que
es imposible manejarlo si no hemos aprendido previamente el orden alfabético.
Si después de averiguar el significado de una palabra la olvidamos, esto es, no
la incorporamos ya para siempre a nuestro vocabulario, la búsqueda ha sido una
pérdida de tiempo. Del mismo modo, se puede entender perfectamente un teorema
de física o un conflicto histórico, pero si acto seguido se olvida es como si
no se hubiese entendido nunca. Si se quiere, se puede escribir en el agua, pero
lo que se escriba va a desaparecer a medida se escribe, y por muy razonables y
sensatas que sean las cosas que se hayan escrito, es lo mismo que si no hubieran
sido escritas nunca.
Con todo, se comprende que un profesor de hoy
no quiera que sus alumnos pasen por lo que tuvo que pasar él, cuando le
hicieron aprender de corrido el catecismo o las comarcas de toda España. La
memoria se desarrollaba, pero el procedimiento era tan aburrido y las cosas
aprendidas tan poco interesantes, que la aversión por la memoria que hoy padecemos
es un resultado bastante explicable. Ahora bien, a la hora de elaborar su
metodología, un profesor no puede caer en la tentación de exorcizar a los
demonios que le atormentaron de niño. Al contrario, después de un cuidadoso
examen, debe recuperar las cosas aprovechables de la enseñanza que recibió. Más
fácil es, por supuesto, descalificarla sumariamente con el apelativo de “franquista”,
y ahorrarse de este modo la siempre incómoda reflexión, pero si cada generación
piensa que lo progresista es hacer lo contrario de lo que hicieron sus padres,
no haremos más que repetir los errores de nuestros abuelos. Si los métodos para
educar la memoria eran malos, habrá que buscar otros, pero suprimir la memoria
por esta razón es tan absurdo como suprimir los hospitales cuando la sanidad
funciona mal. Más sensato será mantener los hospitales y procurar que la
sanidad funcione bien.
Aprender la lista de los
reyes godos, paradigma de la enseñanza memorística, es un esfuerzo absurdo.
Pero quien sabe la lista de los reyes de las casas de Austria y de Borbón, poco
más de una docena, posee un esquema de la historia moderna y contemporánea de
España. De todos ellos hay retratos, de manera que se puede aprender a
reconocerlos, educando de este modo la memoria visual (indispensable para el
estudio de la historia del arte), y trabando de paso conocimiento con cuadros
de pintores célebres. Este esquema funciona después como perchero donde se van colgando
otras cosas que se vayan aprendiendo. Suele decirse que la historia la hacen
los pueblos y no los reyes, y puede que sea así, pero los reyes y gobernantes
son los puntos de referencia para ubicar los acontecimientos. Es más fácil
acordarse de que un cierto personaje fue contemporáneo de tal o cual rey que de
su fecha de nacimiento. Podrían multiplicarse los ejemplos, pero basta con éste
para demostrar lo útil que es memorizar algunas cosas. Tres cosas más deben tener presente los
partidarios de “formar” a los alumnos. La primera, que la base de la madurez
es, precisamente, la memoria. La madurez, dicho de un modo esquemático, es la
capacidad de reflexionar sobre las estupideces que uno ha hecho en el pasado, no
para atormentarse culpablemente, pero sí para ser un poco menos estúpido en el
futuro. Quien carece de memoria vive en un perpetuo presente y en nada pueden
aprovecharle las experiencias pasadas. Es un permanente recién nacido. Bastante
nos traicionan ya los recuerdos, ocultando nuestros errores y adornando nuestro
pasado, como para proscribir al amigo leal (que es la memoria) y condecorar al
traidor (que es el olvido). La segunda, que si se debe desarrollar la inteligencia
es porque hay cosas sobre las que reflexionar, temas que merecen el trabajo de
ser estudiados. Los contenidos del conocimiento no son un pretexto para afilar
el ingenio, al contrario, son los que justifican que el ingenio deba ser
afilado. Son los contenidos del saber, que son un fin en sí mismos, los que
exigen la educación de la inteligencia. Y la tercera, corolario de la segunda, que
cuando se degrada intelectualmente a los alumnos, se les degrada también
humanamente.
Quien está resolviendo
problemas de fracciones cuando por edad podría estar resolviéndolos de cálculo
integral, o quien recibe un barniz de cultura clásica cuando por su inteligencia
podría estar estudiando en serio griego o latín, está siendo tratado como un
niño pequeño, está siendo infantilizado, y en definitiva se le está deformando.
Igual que se le deformaría el pie si de adolescente utilizara el mismo número
de calzado de cuando era niño.
LA MENTIRA DE LA MOTIVACIÓN
El maestro que enseña
jugando acaba jugando a enseñar. El alumno que aprende jugando acaba jugando a
aprender.
(UNAMUNO)
No hay nada que entontezca
tanto como estos sistemas pedagógicos modernos, con estudios que parecen
juegos, aborregadores, sin conflictos.
(GOYTISOLO)
El divorcio entre la vida y
la cultura es lamentable, pero no puede evitarse por completo durante los años
escolares.
(BERTRAND RUSSELL)
La de la motivación es una
de las falacias que más daño ha hecho a la educación en nuestro país. La tienen
ya asumida los padres, que critican a veces a los profesores por no motivar a
sus niños, y también los alumnos, a quienes se les oye decir en ocasiones, con
el mayor desparpajo, que no se sienten motivados. Oye, le dije un día a una de
estas lumbreras, cuando vuelves a casa del instituto, siempre te encuentras la
comida preparada. Y esto ¿sucede todos los días, o solo cuando tu madre se
encuentra motivada para preparártela? Por supuesto me contestó que la situación
no era la misma. Lo más grave es que conozco a más de un profesor que daría la
razón al estudiante. Cuando oigo hablar de motivación me acuerdo del viejo
chiste de aquél que llama a una puerta:
-¿Es el club de los vagos?
-Sí, señor
-Pues que me entren
Cuando un muchacho tiene demasiado creído lo
de la motivación, llega al aula con una actitud tan pasiva como la del vago del
chiste: “A mí que me motiven”. Es difícil que este muchacho llegue a ser un
hombre con iniciativa y un ciudadano responsable. Pero los chicos no pueden ir motivados
al instituto, y la razón es muy sencilla: un centro de enseñanza no es un
circo. Un estudiante que comienza el curso deplorando que las vacaciones no
sean más largas y que va a clase los lunes de peor humor que los viernes no
estará motivado, desde luego, pero indudablemente disfruta de una envidiable
salud mental. Lo alarmante sería lo contrario, que aguardara impaciente el fin
de las vacaciones para poder divertirse estudiando las declinaciones latinas o
resolviendo problemas de trigonometría. Por supuesto que se le hará más
llevadero el esfuerzo si procura trabajar con alegría e interesarse por lo que
hace, pero lo mismo le sucede a un albañil, quien se lo pasará mejor si sube al
andamio cantando de contento que si lo hace blasfemando de rabia, y no por eso
pensamos que sea obligación del capataz motivar a los obreros.
A quien argumente que la
cosa no es idéntica porque los profesores tratamos con menores de edad, se le
ha de contestar que no existe razón para engañar a nadie, por muy menor de edad
que sea. Hacerles creer que el trabajo es un juego es tan grave como hablarles
de la cigüeña cuando preguntan de dónde vienen los niños. Si toda persona de
sentido común sostiene que hay que informar sinceramente a un niño cuando se
interesa por el sexo, o por el problema del alcohol, o por el de las drogas, no
se entiende por qué se les ha de mentir cuando se les habla del trabajo, del estudio
y del esfuerzo. Si es importante que sean conscientes lo más tempranamente
posible de que son buenos los hábitos de hacer ejercicio cotidianamente, de tomar
alimentos saludables, de prescindir del tabaco y de disfrutar moderadamente del
alcohol, también es importante que sepan que el estudiar regularmente, estén o
no motivados, es un hábito imprescindible. Un profesor que hurta a los alumnos
esta información y que les habla de aprendizaje lúdico es tan irresponsable como
si les dijera que el vino y el tabaco son buenos para el desarrollo de un
adolescente. Unos harán caso a las buenas recomendaciones y otros no, del mismo
modo que unos fumarán y otros no, pero es indispensable que quien se deteriora
la salud fumando no pueda después quejarse de que no estaba informado. Todo el
mundo tiene derecho a jugar con la salud propia, si quiere, y también con su
propio futuro, pero los jóvenes han de saber a lo que están jugando y lo que se
están jugando.
Es cierto que las materias
se les pueden presentar a los alumnos de forma más o menos amena, pero esto es
hacerles la disciplina más llevadera, no eximirles de la disciplina. Por otra
parte, no hay más remedio que resignarse a que hay conocimientos indispensables,
cuya utilidad es difícil de entender y cuyo atractivo es casi nulo. Es
imposible que un niño comprenda la necesidad de comer verduras cuando existen
los caramelos y las chocolatinas. Si le dejamos comer lo que quiera y a la hora
que quiera, y esperamos a que entienda lo importante de una alimentación sana y
regular para que coma saludable y regularmente, ya se habrá estropeado el
estómago irreversiblemente. La comparación es pertinente: la inteligencia para
aprender es muy temprana, pero la madurez necesaria para comprender lo
importante que es aprender es muy tardía. Si esperamos a que tenga esta madurez
para enseñarle, los mecanismos de aprendizaje se habrán deteriorado tanto como
el estómago de un niño a quien se ha dejado comer lo que le apetecía cuando le
apetecía. Por eso siempre es difícil enseñar. Si los alumnos son adultos
quieren aprender (digamos, en la jerga a la moda, que están motivados), porque
son maduros, pero les cuesta mucho hacerlo porque su capacidad de aprender ya
no es lo que era. Si son niños, pueden aprender, pero no quieren porque su
inmadurez les impide entender la necesidad de hacerlo.
El inevitable distanciamiento que, como muy
bien señala Russell, se da entre vida y cultura en los primeros años de la vida
escolar, se ha de tener muy presente si de verdad pretendemos enseñar algo a
nuestros alumnos. Leer a Virgilio puede ser algo muy hermoso, pero para ello
hay que estudiarse primero las declinaciones latinas, uno de las cosas más
aburridas del mundo.
Entender la física y las
matemáticas de un cierto nivel es cosa apasionante, pero a esto no se puede llegar
si antes no se han hecho muchos ejercicios rutinarios con fracciones y con el
sistema métrico decimal. Estos trabajos tediosos se han de hacer porque lo
manda el profesor, no hay más solución, y el oficio del profesor no consiste en
ser simpático a los alumnos. Las motivaciones más corrientes, las de toda la
vida, la de querer hacer pronto las tareas escolares y así tener tiempo para
estar con los amigos, la de aprobar para disfrutar mejor del verano o la
ilusión por llevar buenas notas son absolutamente legítimas. La afición por
aprender ya vendrá en su momento. Quien estudia porque le gusta llevar
sobresalientes terminará llevando sobresalientes porque le gusta estudiar, pero
esta inversión es un proceso muy lento y es inútil tratar de apresurarlo. Y en cualquier
caso, la motivación es para el estudiante lo que la inspiración para el
artista: vale más que le pille trabajando. Los profesores que hablan de motivación, o de
que el aprendizaje es un juego, están equivocados de arriba abajo, pero es de
pensar que en su inmensa mayoría actúan de buena fe. Con todo, hay alguna
excepción que urge señalar. La del profesor que predica una enseñanza liberadora
y lúdica, sin miedo a las malas notas porque las notas no son tan importantes,
pero a su propio hijo lo lleva a un colegio privado y lo somete a la misma
disciplina de la que él exime a sus alumnos. Ignoro la razón de esta manera de
actuar, pero por cada chico ingenuo que se crea su discurso liberador habrá un
competidor menos para su hijo. Conocí a un colega convencido de que su labor
era la de hacer felices a los alumnos y no atosigarles con exámenes y
calificaciones. Pero cuando su hijo flaqueaba en una asignatura le ponía un
profesor particular. Y es de suponer que dicho profesor particular lo atendía a
horas fijas, acordadas de antemano, y no cuando coincidía que el muchacho se
levantaba motivado. No era nada tonto este colega mío.
LA FALACIA DE LA IGUALDAD
Puesto que todos los
ciudadanos son iguales ante la ley, cada cual puede aspirar a todas las
dignidades, puestos y cargos públicos, según su capacidad, y sin más distinción
que la de sus virtudes y su talento.
(DECLARACIÓN DE LOS
DERECHOS DEL HOMBRE Y DEL CIUDADANO,
PROCLAMADA POR LA ASAMBLEA
NACIONAL FRANCESA EN EL AÑO
1789)
Casi siempre que se habla
de la necesidad de subir el nivel de exigencia en los estudios, sale alguien
argumentando que esto atentaría contra la igualdad de oportunidades. Y esto
porque siempre tendrían más facilidades los muchachos que provienen de familias
donde existe ambiente intelectual. Esto encubre dos falacias, en primer lugar
porque no es cierto, y en segundo porque, aunque lo fuera, pedir menos a los
estudiantes no nivela las diferencias, antes bien las aumenta.
Empecemos por la segunda. Imaginemos un módulo
profesional donde se enseña carpintería. Se supone que mientras dure, hay que
hacer trabajar a fondo a los estudiantes para que salgan convertidos en unos
buenos artesanos. Esto lo admite cualquiera. Ah, pues no, diría nuestro interlocutor,
porque entonces sería ventajoso para el que es hijo de carpintero, que ya
conoce algo del oficio y parte con ventaja sobre el resto de sus compañeros.
Pues si alguien aprovechó las posibilidades familiares para aprender un oficio,
mejor para él, pero si en aras de la igualdad se baja el nivel de trabajo y
exigencia, solo se ha conseguido que todos pierdan el tiempo y que el título
obtenido al final no sea más que papel mojado. Para que uno no pueda aprovechar
ciertas ventajas se perjudica a todos sin beneficiar a nadie. Y lo que es más
grave, se acentúan las desigualdades que se pretenden paliar. Porque el hijo
del carpintero puede aprender en casa lo que no le enseñaron en el curso, pero
los demás han perdido definitivamente la posibilidad de convertirse en un buen
profesional de la carpintería. La pequeña diferencia inicial se ha convertido en
un abismo insalvable. Pretender igualar, bajando el nivel, a los que proceden
de padres con estudios con los que proceden de padres que no los tienen,
perjudica más a los segundos que a los primeros. Si los que no tienen ambiente
intelectual en su casa tampoco lo encuentran en el instituto, están perdidos
para siempre, y por muy listo y trabajador que sea un hijo de padres sin instrucción,
y muy tonto y vago que sea un hijo de familia con más posibilidades, siempre
quedará el primero por debajo del segundo. Lo que no aprende el pobre en el instituto
no lo podrá aprender en ningún sitio, y sólo en un sistema de enseñanza donde
se valora el trabajo y la inteligencia pueden competir ambos en igualdad de
condiciones.
El argumento, si fuera correcto, habría de
extenderse a la universidad. En primer lugar, porque sería injusto enseñar en
la universidad suponiendo en los estudiantes la base que proporciona un bachillerato
sólido, cuando el propio sistema les ha negado la posibilidad de tenerla. En
segundo, porque dar mucho nivel en una facultad de derecho es dar ventajas al
que procede de familia de juristas, y darlo en la de medicina, a los que
proceden de una de médicos. Los estudiantes de ingeniería cuyo padre sea
ingeniero tienen una ayuda de la que carecen la mayoría de sus compañeros,
luego hay que enseñar y exigir poco, para que no se note la diferencia. Todo el
sistema de enseñanza se convertiría así, se está convirtiendo, en un
complicadísimo mecanismo cuya principal función no es enseñar, sino impedir que
nadie destaque, no vaya a ser que se caiga en el elitismo. Pero sucede que la
sociedad necesita de buenos juristas, buenos médicos y buenos ingenieros, y
éstos sólo pueden ser suministrados por buenas universidades. Y una universidad,
por buena que sea, poco puede hacer con un estudiante que llega creyéndose con
derecho a ser motivado (esto es, intelectualmente infantil), con poca costumbre
de estudiar y redactando mal.
No hay otra alternativa: o
se tiene un bachillerato exigente, donde se inculca a los estudiantes el hábito
del trabajo y del esfuerzo, o los juristas, médicos e ingenieros procederán de
la enseñanza privada. Y de este modo, por no caer en el elitismo de la
inteligencia y la fuerza de voluntad, se cae en el económico.
Pero vamos ahora con la primera falacia: es
rigurosamente falso que los hijos de padres menos cultivados sean peores
estudiantes que los demás. Mi primer destino, a finales de la década de los setenta,
fue un pequeño pueblo costero, y puedo asegurar que la mayoría de mis mejores
alumnos procedían de familias de marineros. Y las condiciones en que tenían que
estudiar eran bastante peores que las que existen hoy. Los medios que había en
las aulas eran más precarios, y algunos de ellos tenían que venir desde veinte
o más kilómetros de distancia, porque había menos institutos que en la
actualidad. Muchos de ellos son ahora abogados, médicos y profesores. Si hoy día
los estudiantes saben menos no es porque estudie todo el mundo, como aseguran
los más acérrimos partidarios de la reforma. Antes no estudiaba todo el mundo,
cierto, pero era por la escasez de centros, no porque los niveles que en ellos
se exigía los hicieran inasequibles a un muchacho corriente y moliente. Los que
podían estudiar porque tenían a su alcance un instituto no eran todos, y eso no
era bueno. Pero los que sí podían formaban un muestrario estadístico lo suficientemente
representativo como para demostrar que no hace falta ser un genio ni vivir rodeado
de libros para hacer un buen bachillerato. La idea de que la cantidad ha de
estar reñida con la calidad es uno de los errores más crasos de nuestro sistema
escolar. Se dice que el presupuesto para la enseñanza es escaso, y puede que lo
sea, pero la cantidad que se gasta hoy por alumno nunca fue tan alta en España,
como nunca ha sido el curso tan largo, y nunca han terminado el bachillerato
siendo tan ignorantes. La reforma ha sido un disparate, y financiar un disparate
no lo hace menos disparatado.
Todos hemos conocido alguna
de las familias numerosas de antaño en la que había buenos y malos estudiantes,
lo cual demuestra que, si la familia influye, lo hace solo en parte. Y aunque
no lo parezca, hay circunstancias que importan más en la vida escolar del hijo
que la cultura que tengan los progenitores. Un muchacho debe estudiar a ciertas
horas, y para que lo haga no necesita que los padres sean muy leídos, basta con
que tengan la suficiente sensatez como para exigírselo y la suficiente
generosidad para mantener la televisión apagada y la casa en silencio. Y se me concederá
que la sensatez y la generosidad no son atributos exclusivos de la burguesía
ilustrada.
Por otra parte, no es lo
mismo el ambiente intelectual que el ambiente de estudio, y más ambiente de
estudio tiene quien es hijo de una persona iletrada pero serena que quien lo es
de un sabio neurótico. Un muchacho de familia labradora puede no tener mucha
ayuda en casa, pero ha vivido más al aire libre que uno de la ciudad, y esto
también es bueno para el trabajo mental. Otro no ha disfrutado de las ventajas
de la vida campestre, pero en cambio hizo buenos amigos en su curso, lo que le
anima a estudiar para no repetir y así no perderlos de vista. El de más allá es
retraído y le cuesta relacionarse con los compañeros, pero es listo como una
ardilla. Aquél no es tan listo, pero lo compensa con una enorme fuerza de
voluntad. El que tiene hermanos está acostumbrado a convivir, pero en su casa
hay menos silencio. Al que es hijo único le cuesta más aprender a compartir,
pero indudablemente puede estudiar con más tranquilidad. Nadie nace en nuestro
primer mundo con todos los vientos en contra. En lugar de lamentarse de lo
difícil que lo tiene hoy la juventud (como si en alguna época lo hubiera tenido
fácil), hay que saber aprovechar los que soplan a favor.
La idea de que reducir los
niveles de exigencia beneficia a las familias más modestas no solo no resiste
el más mínimo análisis, tampoco el menor cotejo con la realidad. Se aludió
antes a los buenos alumnos hijos de pescadores. Si la discreción no lo vedara,
podría citar docenas de malos alumnos hijos de médicos, profesores o
arquitectos. Pero no hay razón para no hablar de los ejemplos contrarios, que
por otra parte son del dominio público. El padre de Copérnico era panadero, y
el de Kepler regentaba una taberna. Ambos, cuando eran niños, tenían que
ayudarles en sus tareas. Newton era hijo de un agricultor y Kant de un guarnicionero.
H. G. Wells nació en el seno de una familia muy modesta, lo mismo que Charles
Dickens, cuyo padre llegó a estar preso por deudas. Antón Chejov era hijo de un
modesto comerciante con seis hijos y trabajó para pagarse los estudios y ayudar
a su familia. William Saroyan contribuyó al sustento de la suya repartiendo
telegramas. Jack London era hijo ilegítimo de un astrólogo ambulante, y no tuvo
lo que se dice una infancia cómoda ni feliz. Thomas Edison tuvo poca escuela, y
aprendió lo que buenamente le pudieron enseñar en su casa, que no era mucho.
Podríamos llenar páginas y páginas con más ejemplos.
Que un muchacho de la España actual, que tiene
un instituto a no más de unas cuantas paradas de autobús, instituto mucho mejor
dotado de libros y profesores que las escuelas a las que acudieron los ejemplos
antes citados, hable de falta de ambiente o de ausencia de estímulos, es un sarcasmo
de mal gusto. Jamás hemos estado tan cerca de la igualdad de oportunidades, la
única (además de la igualdad ante la ley) por la que tiene sentido luchar
políticamente. Que unos las quieran aprovechar y otros no ya es otra cosa. Pero
es un fraude no dar lo mejor a los que sí quieren para no generar desigualdades
con los que no quieren. Como sería un fraude que no se hiciera medicina
preventiva, ni campañas explicando los daños que produce el tabaco y el abuso del
alcohol, alegando que quienes carecen de fuerza de voluntad para seguir las
recomendaciones de los médicos estarían en condiciones de inferioridad en
relación con quienes sí la tienen.
Esto nos lleva a algo muy manido pero también
muy olvidado, y que si no se tiene presente, sólo puede conducir a desastres,
en el orden educativo y en otros muchos. Es lo siguiente: la libertad y la
igualdad son cada una de ellas frontera de la otra. Casi cualquier avance de
una de ellas lo hace a costa de un retroceso de la otra. La libertad sexual es algo
espléndido, pero produce una terrible diferencia entre quien es atractivo y
tiene encanto personal, que se lo pasa muy bien, y quien es feo y aburrido, que
no se come una rosca. Una sociedad sexualmente represiva es menos libre, pero
indudablemente más igualitaria: cada cual se acuesta con su pareja legal y
punto. Durante el franquismo era fácil tener fama de listo, porque no se podía
decir lo que se pensaba. Con la libertad de expresión ha salido a la luz la
triste desigualdad que hay entre los más inteligentes y los que no lo son
tanto. Los intelectuales sólo podían decir las cosas a medias, por culpa de la
censura. La supresión de ésta los hizo más libres, cada uno podía decir lo que
le pareciera, pero los clasificó en dos grupos muy desiguales: los que de
verdad tenían cosas que decir y los que en realidad sólo pensaban a medias. No
olvidemos que las dictaduras son grandes igualadoras. La multiplicación de
oportunidades nos da más posibilidades para escoger, en consecuencia nos hace
más libres, pero también más desiguales, porque unos aprovechan las posibilidades
y otros no. Si hay buenos conservatorios todos somos más libres, porque podemos
decidir entre aprender a tocar un instrumento o no aprender, pero también crea
una frustrante diferencia entre los que tienen buen oído y el tesón necesario
para dedicar varias horas a practicar y los que carecen de alguna de ambas
cosas. Sería absurdo enseñar poco en los conservatorios para que los segundos
no se sientan inferiores a los primeros. No es un argumento decir que el que proviene
de familia de músicos está en ventaja porque le educaron el oído de niño. En
primer lugar, porque no siempre es así (un buen músico no es necesariamente un
buen padre y un buen educador), y en segundo, porque aunque lo fuera, la misión
del conservatorio no consiste en impedir que destaque el que tiene aptitudes
para la música. No, su misión es exactamente la contraria, por muchas
desigualdades que esto pueda generar.
Los colegios que tienen uniforme igualan a los
alumnos, no cabe duda, no se puede saber quién gasta más o menos en ropa o
quien tiene mejor o peor gusto en el vestir, pero los alumnos carecen de la
libertad para ponerse lo que mejor les parezca, y normalmente terminan aborreciendo
el uniforme. Los centros privados que esgrimen como blasón el alto porcentaje
de aprobados en la selectividad tienen un régimen interior muy severo, que
castiga con más horas de estudio a quienes no llevan buenas notas. Los
muchachos son menos libres, pero están más igualados en los resultados
académicos. En los centros públicos no se impone ningún correctivo al que las
lleva malas, existe más libertad para estudiar o no estudiar, pero hay
diferencias entre el buen alumno y el malo, porque el esfuerzo lo tiene que
poner cada cual. En el colegio privado podemos decir que la fuerza de voluntad
la pone la casa, y en consecuencia los alumnos son más iguales pero también
menos libres.
¿Dónde está el punto hasta
el que hay que luchar por la igualdad, a partir del cual es más importante la
libertad? Si aceptamos lo que se ha dicho hasta ahora, la respuesta es clara:
hay que luchar tenazmente contra todas las desigualdades que procedan de la
desigualdad de oportunidades, pero hay que respetar las que proceden de la posibilidad
que tenemos todos los ciudadanos para aceptar o rechazar las oportunidades que
se nos brindan. Digamos que todos los alcohólicos que quieran desintoxicarse
han de tener un lugar donde recibir ayuda. Pero a partir de allí, ya es más
importante la libertad que la igualdad. Hay que aceptar que unos quieran
superar su adicción para mejorar su salud y que otros prefieran deteriorar la
suya bebiendo cada vez más, aunque unos y otros se vayan haciendo cada vez más
desiguales. Sólo tiene sentido reivindicar las igualdades del primer tipo, y
sólo en una dirección: hay que dar oportunidades a quien carece de ellas, no
quitárselas al que las tiene, quien debe aprovecharlas sin mala conciencia.
Esto nos lleva a que la educación igualitaria
tal como la entiende el sistema actual es la igualdad del segundo género, la
que se impone a costa de una libertad legítima: la libertad de los que
desearían y podrían estudiar un bachillerato de seis años, sólido y riguroso
(en donde se diera por sentado que el oficio de los profesores es enseñar
porque la motivación la ponen los alumnos), la libertad de los que quieren
aprender de verdad, y no simplemente que les entretengan, la libertad de los
que quieren desarrollar a fondo sus capacidades intelectuales. Y si no todos
están dispuestos a someterse a esa disciplina, no hay razón para privar de ella
a los que sí lo están, por la misma razón que no todos estamos dispuestos a
hacer ejercicio físico y no por ello se han de suprimir los gimnasios.
Pero hay algo más. Pretender igualar a todos
impidiendo que los más trabajadores e inteligentes den de sí todo lo que puedan
es cometer con ellos una terrible injusticia, pero además también los tontos y
los vagos salimos perdiendo. Mi capacidad de trabajo es muy modesta, mis luces
más modestas todavía. Ambas limitaciones me impiden ser ingeniero, pero la
terrible frustración que esto me produce no me puede llevar a deplorar el alto
nivel de las escuelas técnicas, ni considerarlo una injusticia que se comete
conmigo. Al contrario, lo celebro, porque gracias a ello puedo cruzar un puente
o subirme en un avión con cierta tranquilidad. Tranquilidad que no tendría si,
con el fin de no engendrar desigualdades, le dieran el título de ingeniero a
gente como yo. Más envidia todavía tengo de los virtuosos de un instrumento. Mi
falta de sentido del ritmo y mi oído romo me vedan serlo. Con todo, me parece
bien que en los conservatorios sean severos y exigentes con los alumnos. Ello
hace que salgan buenos músicos y que, por comparación, mi triste inferioridad
quede más en evidencia, pero me da en cambio la posibilidad de escuchar buenos
conciertos. Con este consuelo apaciguo la terrible envidia que me atormenta.
LA FALSEDAD DE LA ENSEÑANZA
OBLIGATORIA
-Ahora, señor gobernador-respondió el mozo con muy buen
donaire-, estemos en razón y vengamos al punto. Presuponga vuestra merced que
me manda llevar a la cárcel y que en ella me echan grillos y cadenas, y que me meten
en un calabozo, y se le ponen al alcaide graves penas si me deja salir, y que
él lo cumple como se le manda; con todo esto, si yo no quiero dormir, y estarme
despierto toda la noche, sin pegar pestaña, ¿será vuestra merced bastante con
todo su poder para hacerme dormir, si yo no quiero?
-No, por cierto-dijo el secretario-; y el hombre ha salido
con su intención.
(CERVANTES)
Hablar de enseñanza
obligatoria, si el significado de la palabra “obligatoria” se toma en serio, llevaría
a pensar en una enseñanza en donde los alumnos son presionados a trabajar en
contra de su voluntad. Pero no es así. En nuestra enseñanza obligatoria no es
obligatorio estudiar, porque aunque no estudies durante el curso tampoco
tendrás que hacerlo en el verano, no es obligatoria la asistencia (es cierto
que mandan las faltas a casa, pero no es un delito no ir a clase), no es obligatorio
respetar a los profesores, y tampoco lo es respetar el derecho de los
compañeros que están interesados en aprender. Algo así como un servicio militar
obligatorio donde la deserción no fuera delito, decir groserías a los mandos no
estuviera castigado, y se permitiera dormir tranquilamente durante la
instrucción a quien no se sintiera motivado. Para eso, vale más que el servicio
militar no sea obligatorio, y que solo formen parte del ejército los que así lo
deseen. Esta es la solución más sensata, la que respeta más la libertad de los ciudadanos,
pero también es la menos igualitaria. Unos corren unos riesgos para proteger a
todos. Además, si los que conceden tanto peso al ambiente de la familia tienen
razón, un ejército profesional deja en inferioridad de condiciones a los que no
somos hijos de militares, que no acabamos de entender las delicias de la profesión
castrense. Pero no hay más que estas dos alternativas: o el ejército es un
servicio que ha de ser cubierto por todos los ciudadanos por igual, les guste o
no, o formar parte del ejército es una decisión libre de cada ciudadano. En el
primer caso todos somos más iguales, pero no hay más remedio que imponer una
severísima disciplina absolutamente atentatoria contra la libertad individual.
En el segundo, somos más libres, pero los que por razones familiares o
personales no sienten el menor interés por el oficio de las armas, se pierden
la experiencia de la vida cuartelaria. Cualquier intento de salvar a un tiempo
la igualdad y la libertad, para no tener que decidir por una de las dos, solo
llevaría a un ejército de opereta, como el descrito unas líneas más arriba.
La comparación no es tan exagerada como
pudiera parecer. Un muchacho de doce años es ya ingobernable, y si no quiere
estudiar, no hay ley de educación obligatoria que pueda conseguir que lo haga,
como es imposible hacer dormir en la cárcel a quien se empeña en permanecer
despierto. No es cierto que exista enseñanza obligatoria, aunque se llame así, si
no se castiga severamente a los que no estudian la lección y alborotan en
clase. De esta manera, los que quieren aprender podrían rendir más, sin las
molestias procedentes de los compañeros más díscolos, y los que no quieren,
también estudiarían más para librarse de unos castigos que, si han de funcionar
como tales, les tendrían que resultar más fastidiosos que el propio estudio.
Ahora bien, esto supondría instaurar en los institutos un régimen casi
cuartelario, en el que la libertad de los muchachos estaría sistemáticamente
reprimida. Los que amamos la libertad por encima de la igualdad apoyaríamos más
bien la opción contraria: no es necesario que un muchacho cuya ilusión es aprender
a arreglar motos tenga que estar, de los doce a los dieciséis años, oyendo
hablar de cultura clásica y de otras cosas que le aburren soberanamente.
En la enseñanza actual no se puede expulsar a
ningún alumno, por mucho que falte al respeto a los profesores o impida el
normal aprendizaje de los compañeros. Eso sería, por lo visto, atentar contra
el derecho a la educación del muchacho en cuestión. Pero todo derecho que no
lleve aparejado el correspondiente deber es papel mojado. ¿De qué sirve el
derecho a la enseñanza del que molesta a los demás cuando lo utiliza para
conculcar el mismo derecho a los que está molestando? En muchas ocasiones no es
posible aprender en una clase por el jaleo que arman unos pocos, y sucede que
en nuestro sistema están más protegidos por la ley esos pocos, que ni quieren ni
dejan aprender a los demás, que la mayoría que sí quiere. Y hablar de calidad
de la enseñanza cuando el problema de la disciplina no está resuelto es un
discurso vacío. Se puede argumentar de muchos modos para demostrar que no se
debe expulsar definitivamente a ningún alumno: que eso sería convertirlos en
delincuentes, que si se portan mal es por el ambiente que tienen en casa, y que
la expulsión no soluciona su problema, antes bien lo agrava. Todo ello es
cierto. Pues entonces dejemos de engañar a la ciudadanía hablando del derecho a
una enseñanza de calidad. Parecidas razones se podrían exponer para no castigar
a los violadores. Por muchas pruebas que tenga un juez para encarcelar a un
violador, siempre puede equivocarse y castigar a un inocente.
Pues sí, es cierto, la
justicia, como toda obra humana, es falible. Quien comete agresiones sexuales,
posiblemente no ha recibido una educación adecuada, y a lo mejor hasta las ha
sufrido de niño. Pues también es verdad. La justicia nunca es rigurosamente igualitaria,
depende de que se tenga o no un buen abogado, lo cual a su vez depende de las
posibilidades económicas de cada cual. También es cierto, mire usted. Y muy
probablemente, el violador no saldrá de la cárcel siendo mejor persona que
cuando entró. Todo esto es cierto. Es una decisión terrible mandar a alguien
unos años a la cárcel por algo que hizo en un mal momento. Pero, admitiendo
todos estos riesgos y limitaciones, o se castiga severamente a los violadores,
o se está mintiendo cuando se hablar del derecho a la libertad sexual. La vida
nos pone ante alternativas muy difíciles que no se van a resolver ignorándolas.
Y esto es lo que se ha hecho en nuestro sistema educativo: ignorar que la
calidad de la enseñanza y la ausencia de disciplina son incompatibles entre sí.
Tenemos que optar por una de ellas o por la otra, y se pueden escuchar razones
en ambos sentidos, pero lo no se puede es disfrutar de las dos. Si somos
comprensivos con los violadores porque un mal paso lo da cualquiera,
retrocederá la seguridad pública y quedará en entredicho la libertad sexual.
Empeñarse en tener las dos cosas no es dar una solución política, es creer en
la magia. Y la magia, que tan bien funciona en la literatura fantástica,
aplicada a la política da malísimos resultados.
Y como hay que escoger, por
todas las razones aportadas antes, es mejor para todos que exista un
bachillerato de los doce a los dieciocho años, para todo el que quiera (y para
nadie más) en el que los alumnos, antes de empezar, sean cuidadosamente
informados de varias cosas:
La primera, que lo que está en juego es su
futuro, y que si ellos no tienen preocupación por su futuro, nadie la va a
tener en su lugar. Pedir a los profesores que motiven a los alumnos es tan disparatado
como pedir a un médico que motive a los enfermos a tomar la medicación. No, un médico
ha de tratar amablemente al enfermo, animarle y, lo que es más importante,
llegar a un diagnóstico certero para proporcionarle un tratamiento adecuado.
Pero a partir de entonces, la responsabilidad de seguir o no el tratamiento
deja de ser del médico y pasa a ser del paciente
La segunda, que todos tenemos derecho a varias
oportunidades. Lo que no se aprueba en junio se puede aprobar en septiembre, el
curso que no se ha superado se puede repetir. Al fin y al cabo, un mal año lo
tiene cualquiera, y hay quien hace una magnífica carrera después de hacer un
modesto bachillerato. Pero que no puede haber segundas oportunidades para quien
revienta la clase y falta al respeto a sus compañeros y profesores. El que ponga
en peligro su propio futuro, allá él, pero no se puede consentir que ponga en
peligro el de los demás.
La tercera, que tendrá que estudiar cosas cuyo
sentido y utilidad no podrá comprender hasta más tarde. Hay cosas que se han de
estudiar porque lo manda el profesor, igual que hay medicamentos que se han de
tomar porque lo manda el médico.
¿Y qué hacer con los otros? Sencillamente,
proporcionarles un lugar donde puedan aprender el oficio que libremente
escojan. Es un disparate que no exista formación profesional antes de los dieciséis
años cuando la edad mínima para trabajar es, precisamente, la de dieciséis
años. De esta manera, quien tenga claro que quiere trabajar en cuanto se lo
permita ley, solo podrá hacerlo como mano de obra barata, no cualificada. El
aprendizaje de un oficio ha de ser previo al ejercicio del oficio, y es una
contradicción que se permita ejercerlo a partir de una cierta edad antes de la
cual está prohibido aprenderlo. Los lugares comunes que se suelen escuchar ante
este tipo de razonamientos están ya muy manoseados: que si esto sería
discriminar, que si la edad de doce años es demasiado temprana para que un
muchacho tome una decisión tan importante, y que nadie debe especializarse
antes de poseer una cierta formación global. Con todo, intentaré rebatirlos.
Una opción libre nunca es
discriminatoria, y quien usa su libertad para no matricularse en el bachillerato
porque prefiere aprender un oficio está tan discriminado como quien la usa para
no matricularse en una academia de baile clásico porque prefiere aprender a
hacer punto de cruz. Y mucho menos se puede hablar de discriminación económica.
Un muchacho que se incorpora al mercado laboral a los dieciséis años para ser
fontanero, después de cuatro preparándose para serlo, tiene ante sí un futuro
mucho más claro y próspero que el que estudia el bachillerato para ser filólogo
clásico o matemático.
Hay quien sostiene que un chico de doce años
no puede tomar una decisión de este calibre. Es más realista volver el
argumento del revés: ¿Es que hay algún poder humano que consiga hacer estudiar
a un chico que se empeña en no hacerlo? Porque si no lo hay, la ley que impone
una enseñanza unificada hasta los dieciséis no es una buena ley, aunque lo
parezca. Una ley de aplicación imposible es siempre una mala ley, por bien que
pueda sonar su enunciado. Pretender negar por decreto que hay muchachos que no
quieren estudiar es tan poco realista como suprimir la prostitución por
decreto. La prostitución es un hecho dramático, pero vale más aceptar que
existe, por doloroso que sea reconocerlo, y regularla para intentar paliar sus
peores efectos. Prohibirla no solo no acaba con ella, sino que la convierte en
clandestina y la hace mucho más letal. La comparación con un problema de tipo
sexual es deliberada, porque éste es el único tema en el que la izquierda es
más pragmática que la derecha. Entonces, si los hechos están demostrando
claramente que quien no quiera estudiar no va a estudiar, aunque esté por ley matriculado
en un instituto, ¿no es más cuerdo reconocer los hechos y dar otras opciones,
en lugar de negar la realidad y dejar el problema sin resolver? La alternativa
de si a un chico se le debe obligar o no a estudiar hasta los dieciséis años es
falsa. La alternativa real es muy otra: si un muchacho de doce años quiere
dejar de estudiar para aprender un oficio, ¿se va a respetar su deseo, o se le
va a hacer esperar cuatro años durante los cuales vivirá sin estudiar, amargado
y amargando la vida a sus profesores y compañeros?
Quien decide a los doce años no estudiar el
bachillerato y aprender un oficio, toma una decisión importante siendo muy
joven, es cierto, pero la va a tomar diga lo que diga el legislador.
Y quedan solo dos opciones.
O se le deja que siga sus inclinaciones, o estará durante los siguientes cuatro
años en clase como una momia, contando los días que le faltan para acabar la
enseñanza secundaria obligatoria, como antaño hacíamos durante el servicio militar.
Y esta última opción en el caso más favorable. Estará quieto y sin molestar si
tiene la suficiente madurez para respetar el derecho a estudiar de los que sí
quieren, pero esto sucede muy raramente. Probablemente se moverá, incordiará a
los profesores y será un mal ejemplo para los demás alumnos. Conseguirá que los
profesores trabajen peor y con menos ilusión y que los otros chicos aprendan
mucho menos. Entonces, por impedir que tome una decisión que en principio solo
le afectaría a sí mismo, se le obliga a tomar una actitud que afecta negativamente
otros. Y es muy difícil convencerle para que tome la actitud contraria. ¿Por
qué razón ha de respetar él la libertad de los que quieren estudiar si la
propia ley no respeta la de los que no quieren?
Por otra parte, no es una decisión
irreversible, y los que cambien de opinión pueden tener toda clase de
facilidades, con convalidaciones y cursos puentes. Es más, puede suceder que un
muchacho que desea estudiar quiera primero aprender alguna destreza que le
permita independizarse económicamente. Y esto es absolutamente respetable. Hay
facultades que imparten enseñanzas muy interesantes pero que carecen de salidas
profesionales. Con el tiempo se convertirán en lugares donde estudiará gente
que ya se dedica a otra cosa. Y esto no es ni bueno ni malo, simplemente es
así, y hay que encararlo como es. Quién sienta una clara vocación por la historia,
la filosofía o las lenguas clásicas, hará bien en aprender primero otra cosa
que le permita vivir. Vale más estudiar la carrera a ratos libres y en más años
pero sin preocupaciones profesionales, que ser un licenciado en historia en
paro, sin ninguna expectativa profesional y sin ninguna habilidad especial que
ofrecer a una empresa.
El argumento que afirma que
quien se decante a los doce años por aprender una profesión carece de una
formación global, sencillamente da risa. ¿Qué formación global tienen hoy los estudiantes
al acabar la E. S. O? Sentido de la responsabilidad, ninguno, porque ya se sabe
que de sus fracasos tuvo la culpa el sistema, que no supo motivarlo adecuadamente.
Buena educación, tampoco, pues ha contemplado cotidianamente el espectáculo de
un profesor que tiene que soportar la desobediencia y las groserías de los
alumnos. La capacidad de expresarse y redactar con una cierta coherencia es
prácticamente nula. Del hábito de trabajo, para que vamos a hablar. Y en cuanto
los contenidos del conocimiento, tan solo señalar que muy pocos de los alumnos
que acaban hoy la enseñanza obligatoria a los dieciséis años aprobarían el
examen de ingreso que pasamos a los diez años las personas de mi generación, y
ninguno el de la reválida de los catorce años. Una buena escuela primaria hasta
los doce años, cuando los chicos son todavía controlables, donde se desarrollen
actividades creativas pero sobre todo se incida en las rutinarias de los dictados
y las cuentas, se eduque la memoria y se exija buena educación, puede dar una
formación más integral y unos conocimientos mucho mayores que los que da hoy
toda la educación obligatoria.
LAS BUENAS INTENCIONES
Hay pocas cosas imposibles
por sí mismas. Más que los medios, nos falta la tenacidad para lograrlas.
(LA ROCHEFOUCAULT)
El espíritu se deja atraer,
por pereza y por costumbre, a lo que es fácil y agradable. Este hábito pone
límites a nuestro conocimiento, y nadie se toma el trabajo de llevar su
espíritu todo lo lejos que podría ir.
(LA ROCHEFOUCAULT)
Soy de la opinión, que no
sé si compartirás, de que cuando se trata a alguien como si fuera idiota es muy
probable que si no lo es, llegue muy pronto a serlo.
(SAVATER)
Cierta corriente pedagógica
sostiene que hay que exigir a cada estudiante según sus capacidades, que es más
importante lo que ponga de su parte que el resultado en sí. Esta corriente
olvida algo muy esencial. Tenemos que educar a nuestros alumnos para que vivan en
una sociedad en la que van a ser juzgados por los resultados. Y esto no porque
nuestro mundo sea un lugar desquiciado y competitivo, sino porque es
absolutamente legítimo que quien contrata los servicios de un profesional lo
haga buscando resultados correctos. De nada me sirve que un fontanero ponga muy
buena voluntad en arreglarme una gotera si al final no la arregla y la deja
peor de lo que estaba. Si un médico que me opera de cataratas me deja sin un
ojo, a lo mejor lo demando, aunque doy por sentado que no lo hizo a propósito y
que sus intenciones eran inmejorables. Cuando pedimos a un conocido referencias
de un abogado, dentista o fontanero, le preguntamos sobre su efectividad real,
no sobre sus buenas disposiciones. Queremos saber si el abogado gana de verdad
los pleitos, el dentista cura de verdad las muelas y el fontanero tapa de verdad
las goteras. Y entre un profesional hábil y otro chapucero, siempre acudimos al
primero, por muy buena fe que tenga el segundo. Y seamos sinceros, en la vida
privada nadie practica la discriminación positiva. Si el profesional chapucero
es mujer, emigrante u homosexual, yo apoyo sus reivindicaciones, faltaba más,
pero no pongo mi asunto en sus manos. Total, aunque lo hiciera, al final
tendría que buscar a otro, para que me resolviera el problema más el desaguisado
que provocó el profesional inepto. Puede ser que las buenas intenciones sirvan para
salvarse en la otra vida, pero la misión de los educadores es preparar a los
chicos para ésta.
Pero, además de preparar mal a los estudiantes
para el futuro, apreciar más las intenciones que los resultados hace que los
estudiantes no saquen lo mejor de sí mismos, y dejen de valorar la precisión y
el trabajo bien hecho. Los grandes maestros, los que de verdad enseñan cosas a
sus alumnos y dejan huella en ellos, son los exigentes, porque para contentarlos
no solo hay que trabajar, sino que hay que hacerlo bien. Es cierto que todos
los profesores redondean hacia arriba las calificaciones de los muchachos que
ponen de su parte y atienden, aunque sus notas en los exámenes sean modestas, y
que al buen alumno en latín y en literatura, que piensa estudiar humanidades,
el profesor de matemáticas procura juzgarlo con benevolencia. Pero una cosa es
una costumbre regida por el buen sentido de los docentes, y otra cosa es una
teoría pedagógica. Por la misma razón, si un dentista me hace un estropicio en
la boca, pero es una buena persona y vecino de mi barrio, puede ser que no lo
denuncie, y me limite a buscar otro. Ahora bien, un profesional no puede
confiar indefinidamente en la paciencia de sus clientes, y resulta que los
alumnos de hoy están tan mal acostumbrados que casi consideran un derecho que
la última asignatura se les tiene que aprobar por la cara.
Para que un muchacho dé de
sí ha de notar que se confía en su inteligencia y su capacidad de trabajo, y
eso lo ha de notar en que el profesor le exige todo lo que razonablemente se le
puede exigir dentro de su edad y sus conocimientos. Si se le pide menos porque
se considera que el pobre no da para más, el chico lo capta en seguida, y asume
definitivamente el papel de tonto. El concepto que de uno tienen los demás
influye notablemente en la personalidad, sobre todo si ésta está sin formar,
como es el caso de un niño. Si queremos que confíe en sí mismo, ha de notar que
se confía en él. Entonces no vale decir “progresa adecuadamente” porque hace lo
que puede, no, hay que decir que puede dar más, como cualquier muchacho
normalmente constituido, y que tiene que dar más. Varias experiencias en mi
vida profesional avalan esto que afirmo. Relataré una de ellas. Al evaluar a un
alumno del antiguo C.O.U. encontré que aprobaba todas las materias (eso sí, muy
justitas) menos la mía, una asignatura, ya desaparecida, llamada “lenguaje
matemático”. La asignatura era común, de dos horas a la semana, y no parecía
que el chico la fuera a necesitar en el futuro. Con todo, lo suspendí. Vino su
familia a verme, me explicó que siempre había aprobado muy raspado porque no
era muy listo, pero eso sí, que era muy buen chico y ponía mucho de su parte.
Además, no pensaba presentarse a la selectividad. Respondí que no dudaba que
fuera muy buen chico, y que solo con verle se comprendía en seguida que lo era,
pero que tenía que dar el mismo nivel que habían dado los compañeros que habían
aprobado. Y que si no pensaba presentarse a la selectividad, tampoco era tan grave
preparar una asignatura para septiembre. Y que si no era listo, que se volviera
listo, que para esto también hace falta poner empeño. En septiembre volvió a
hacerme un examen desastroso, volví a suspenderle y volví a recibir la visita
de su familia. Me dijeron que era una pena que no pudiera presentarse a la
selectividad por una asignatura. Este fue el único argumento que varió, por lo
demás se repitieron los mismos esgrimidos en junio. Me mantuve más firme que
una roca y a él no le quedó otro remedio que estar un año más en el instituto.
Durante el curso siguiente llevó muy bien la asignatura y tuvo sobresaliente. Mi actitud puede ser tenida como demasiado
dura. Hacer repetir curso por una asignatura cuya carga lectiva es pequeña
parece realmente una crueldad. Pero este muchacho aprendió algo valiosísimo,
mucho más valioso que el año que perdió, y que le será útil durante toda su
vida: supo que no era tan tonto como él mismo y su familia imaginaban. En
cuanto comprobó que los esfuerzos de su familia (que daba la impresión que le
protegía demasiado) para ablandar al profesor eran inútiles, porque las
entrañas de éste eran de mármol, y que de nada valía su cara de buen muchacho,
vio que solo podía confiar en su esfuerzo y descubrió en sí mismo unas posibilidades
que ignoraba. Muy posiblemente, el más sorprendido fue él, porque quien está
acostumbrado a que se le exija poco porque el pobre no da para más, termina
interiorizándolo y creyéndose que, efectivamente, no da para más.
Hay un episodio muy revelador que conocen
todos los que hayan visto la película El milagro de Anne Sullivan, que narra la
infancia de la escritora americana Helen Keller, ciega y sorda desde muy niña.
Esta película debía ser obligatoriamente proyectada varias veces ante
cualquiera que piense dedicarse a la enseñanza no universitaria. Como es muy
antigua y muchos no la conocen, resumiré muy brevemente el episodio al que me
refiero. Anne Sullivan llega a la casa para enseñar a la niña, que tiene ya unos
siete años. A la hora de la comida, todos se sientan a la mesa. Helen es sorda
y ciega, no se le puede hacer comprender nada porque apenas recibe estímulos
exteriores. Ni siquiera se le han enseñado modales, y no sabe estarse quieta en
su sitio. Va de un lado a otro, molestando a los demás comensales. Anne se
extraña de que los padres no hayan sido más exigentes con ella y la tengan en
un estado semisalvaje. Estos se defienden, bastante desgraciada es ya la niña
para ponerse serios con ella, pobrecilla, no irá usted a ser muy dura con ella.
Anne avisa que, si ella ha de hacerse cargo de la educación de Helen, esto se
va acabar. La fuerza a sentarse en su silla y asegura que de allí no se va a
mover hasta que termine lo que tiene en el plato y doble la servilleta. La niña
se revuelve contra su maestra y ésta le da una bofetada. Hay literalmente una
batalla campal, Anne sigue firme mientras mantiene a los padres a raya, nadie
se levanta de la mesa hasta varias horas después y la profesora está agotada.
Pero Helen ha terminado lo que tiene en el plato y ha doblado su servilleta.
Todo ante el asombro de los padres, que nunca habían conseguido nada de su hija
porque nunca le habían exigido nada. A partir de allí la tarea siguió siendo
muy dura, pero el camino estaba claro. Helen tendría que dar mucho de sí porque
podía y porque así se le iba a exigir, por muy sorda y ciega que fuera. Y quien
logró sacar a flote sus enormes posibilidades mentales fue la primera persona
que, en lugar de compadecerla por su desgracia y sus limitaciones, se dejó de
contemplaciones y le soltó una bofetada. Helen tuvo después muchos otros
maestros, aprendió muchas otras cosas y llegó a ser una mujer muy culta. Pero
de todas las personas de las que fue alumna, a la que recordó con más cariño
durante toda su vida fue a la primera, la que la rescató del oscuro pozo en el
que vivía, la que le dio la primera bofetada.
Todo lo que se ha dicho en
este capítulo se puede resumir así: Si exigimos a cada uno según sus
posibilidades, cada uno permanecerá dentro de sus limitaciones. Por el
contrario, un muchacho sacará a flote sus posibilidades en la medida en que se
le exija. Y el episodio de Hellen Keller nos deja otra enseñanza, quizá menos
espectacular, pero no por ello menos instructiva. Consiste en que no se puede
enseñar nada a quien previamente no se le han enseñado modales. Y esto es,
sobre todo, tarea de los padres. Los padres que no han enseñado a sus hijos a
pedir las cosas por favor, a dar las gracias y a no hablar a gritos, a que en
clase no se dicen tacos y a que en el metro se ha de ceder el asiento a los
ancianos, no pueden pedir a los profesores que les enseñen matemáticas ni
latín. No ya porque no tengan fuerza moral para exigirlo (que no la tienen), es
que es físicamente imposible enseñar si en la clase no están vigentes unas
ciertas normas de educación que los alumnos deben traer puestas desde su casa.
Otra cosa muy importante: los modales se imponen, no se pueden dialogar y
razonar, porque los modales son precisamente la premisa indispensable que hace posible
el diálogo. Y si para imponerlos se hace necesaria una bofetada, pues adelante.
Una bofetada dada a tiempo no traumatiza a nadie y puede salvar una vida. Como
la de Helen Keller.
LA BUENA EDUCACIÓN
Razonar con los niños era
la gran máxima de Locke. Es la más en boga hoy día. Pero no me parece que su
éxito le dé mucho crédito, y yo no veo nada más tonto que esos niños con
quienes tanto se ha razonado. De todas las facultades del hombre, la razón es,
por así decirlo, un compuesto de todas las demás, y la que se desarrolla más dificultosamente
y más tarde, ¡y es de la que se quieren servir para desarrollar las primeras!
La meta de una buena educación es conseguir un hombre razonable, ¡y se pretende
educar a un niño mediante la razón! Es comenzar por el final, es confundir el
instrumento con el fin. Si los niños atendieran a razones, no tendrían
necesidad de ser educados.
(ROUSSEAU)
No hay término medio. Es
preciso plegarle a una total obediencia o no exigirle nada en absoluto. La peor
educación es dejar flotar las cosas entre tu voluntad y la suya, disputar sin cesar
entre los dos quien será el que manda.
(ROUSSEAU)
La primera cita de Rousseau
explica muy bien la idea esbozada al final del capítulo anterior. Es inútil
razonar con quien se pretende educar porque el conseguir una persona razonable
es precisamente la meta de la educación, no el instrumento. Es razonable quien
sabe dialogar, lo cual significa que sabe escuchar cuando se le habla en lugar
de mirar para otro lado. Es razonable quien respeta el derecho de los demás, y
no arma jaleo cuando el profesor atiende a un alumno en dificultades, porque
eso complicaría la labor del profesor y conculcaría el derecho de un compañero
a recibir ayuda. Es razonable quien no ensucia a propósito el suelo porque comprende
que los encargados de la limpieza no son esclavos. Es razonable quien reconoce
cuándo se equivoca y sabe cuándo tiene que rectificar y pedir disculpas. Todas estas
cosas tienen un origen común que se llama buena educación. Qué le vamos a hacer
si los valores, la paz y la tolerancia, en su materialización más cotidiana,
tienen un nombre tan prosaico como es el de buena educación. A ver si va a resultar
que algunas cosas que se predican hoy como muy novedosas ya se hacían antes,
sólo que bajo una nomenclatura más modesta. No está mal que se hable a los
niños del día de la paz, y que lo celebren dibujando la paloma de Picasso, pero
si al mismo tiempo no se les enseña a comportarse en los lugares públicos y a
ceder el asiento a las personas mayores, se ha perdido el tiempo. La buena educación
no consiste tan sólo en las muestras de simpatía que reservamos para quienes apreciamos,
consiste también (y sobre todo) en los miramientos con que debemos tratar a los
que nos caen mal, por la simple razón de que, por encima de sus antipatías, las
personas se han de reconocer mutuamente su condición de tales. Es el ejercicio
cotidiano de los derechos humanos, el único camino posible para la educación en
la tolerancia.
Y es muy preocupante el despiste generalizado
que existe sobre este tema. No es insólito ver en el metro o el autobús una
madre con un hijo, ella de pie y él sentado. Hace unos años, una labradora
analfabeta no habría consentido esto a un hijo. ¿Qué extrañas ideas le habrán metido
en la cabeza a esa madre, que de seguro tiene ciertos estudios, para que no comprenda
algo que antes se le alcanzaba a la labradora analfabeta? ¿Es el miedo a llevar
la contraria, a crear frustraciones? Un niño no se traumatiza ni se frustra tan
fácilmente, y aunque así fuera, saber asimilar las frustraciones también forma
parte de la educación. Si en el futuro se dedica a la política, unas elecciones
las ganará y otras no, si a la abogacía, unos pleitos los ganará y otros no, y
cuando se enamore, unas veces será correspondido y otras recibirá calabazas. Y
cada vez que pierda unas elecciones, un pleito o un amor, va a quedar muy
frustrado. Los fracasos y los sufrimientos no se han de buscar por sí mismos,
ni el sacrificio por el sacrificio tiene sentido, pero hay que saber aceptar,
sin dramatizar demasiado, los que de todos modos nos va a imponer la vida.
Es cierto que hay puntos en
los que un chico nunca debe sentirse fracasado ni inseguro. Por ejemplo, los
padres deben procurar que nunca tenga motivos para no sentirse querido. Hay que
exigirle que apruebe las asignaturas porque eso es bueno para él, no porque el cariño
que le tienen dependa de las notas y de los éxitos. Fuera de esto, si el hijo
pone cara larga porque no puede tener pantalones de marca y ha de conformarse
con otros más baratos, que se aguante, así de fácil. Y si tiene que levantarse
para que se siente su madre o una persona anciana, seguro que superará el
trauma en poco tiempo.
Se habla mucho de la
colaboración de padres y profesores, pero lo más importante de esa colaboración
se suele callar. Consiste en lo que tienen que hacer los padres antes de que el
hijo esté en manos de los profesores. Como ya apuntamos en más de una ocasión
en las líneas que anteceden, la buena educación no es tan sólo lo más
importante que se debe enseñar, es la condición indispensable para que pueda
enseñarse cualquier otra cosa. Si un muchacho tiene modales y en su casa le
exigen que estudie un rato al día, es justo que el profesor asuma la
responsabilidad de que aprenda aquello que los padres no pueden enseñarle. Pero
si los padres no han cumplido previamente con su obligación, es imposible que
el profesor cumpla con la suya. Pero hay algo todavía más grave. Si el profesor
se toma la molestia de exigir al hijo aquello que tendrían que haberle exigido
los padres, sucede que no tiene poder alguno para imponerse y en muchos casos
la dirección del centro o la inspección termina dando la razón al estudiante.
Como consecuencia, éste sigue tan zafio como antes, la autoridad del profesor
queda en entredicho, y la posibilidad de impartir una materia en condiciones
normales es nula. Aquí viene muy al caso la segunda de las dos citas de
Rousseau que encabezan el capítulo. El forcejeo entre educador y educando para
ver quién manda hace imposible la educación, y mientras el profesor trate a los
estudiantes con la misma buena educación que les exige a ellos, la razón la ha
de tener siempre el profesor. Esto no quiere decir que éste no se pueda
equivocar, quiere decir que para que una clase funcione ha de haber unas
normas, normas que no pueden estar siempre en cuestión (aunque por supuesto
siempre pueden ser sustituidas por otras mejores) y vale más seguir unas normas,
aunque no sean las mejores posibles, que carecer de ellas. Las normas ponen
unos límites, y el reconocimiento de los límites es el camino para la cordura.
Recientemente se planteó en un instituto un conflicto porque un profesor exigía
a los alumnos que se quitaran la gorra en clase. Uno de ellos protestó ante el
consejo escolar, y éste le dio la razón, por lo visto esa obligación de
descubrirse en clase era un atentado contra la libertad. El descubrirse bajo
techo es una norma convencional, como muchas otras, pero no es un capricho del profesor,
está universalmente admitida, y hacerla respetar no es algo tan tiránico. Ha
exigido que se quite la gorra, no que se ponga una nariz postiza ni que se
despoje de los pantalones.
Nadie un poco avispado iría
a una entrevista de trabajo o a solicitar un crédito a un banco con la gorra
puesta, con una camiseta que enseña todos los pelos del sobaco, mascando chicle
y con una lata de coca cola en la mano. Pero de esta guisa sí se puede ir a
clase, y el profesor que quiera inculcar un poco de decoro tiene todas las de
perder. Se dirá que todo esto son convencionalismos sin mayor importancia. Pero
son precisamente los convencionalismos los que dan significado a los cosas.
Tender la mano a alguien para estrechársela significa una cosa, hacerle un
corte de manga significa la cosa contraria. Es un convenio, como lo es todo lo
que pone significado a un gesto o a una palabra, pero es bueno saber utilizarlo
adecuadamente entre quienes comparten la misma clave, y ahorrarse así muchas e
innecesarias meteduras de pata. Sonarse en público esta admitido, orinar en público
se considera feo, otro convenio que es desaconsejable violar. En ciertas civilizaciones,
el invitado agradece la comida eructando delante del anfitrión, pero entre nosotros
debemos acostumbrarnos desde niños a exteriorizar nuestra gratitud de otro
modo.
Y lo que es más importante,
en algún lugar hay que poner límites, por muy convencionales que sean. Si
admitimos la camiseta, por qué no despojarse de ella cuando hace mucho calor.
Entre enseñar sólo la
sobaquera o también la tripa no hay tanta diferencia. De la coca cola se pasa
enseguida a la hamburguesa, del chicle al chupa-chup, y del chupa-chup al
helado. No, es indispensable poner un límite, y ese límite no puede establecerse
después de un tira y afloja entre el profesor y los alumnos ante el consejo escolar.
Si una norma la manda el profesor debe ser respetada, precisamente, porque la
manda el profesor. Y si a algún alumno no le gusta, que se esfuerce por
sobrellevarlo con paciencia. Es un esfuerzo muy sano.
POR QUÉ SE DEBE ESTUDIAR
FILOSOFÍA
La filosofía, sólo la
filosofía, esta hermana de la religión, ha desarmado unas manos que la superstición
había ensangrentado durante mucho tiempo. Y el espíritu humano, al despertar de
su sopor, se ha sorprendido de los excesos a los que le había llevado el fanatismo.
(VOLTAIRE)
No se aprende filosofía, se
aprende a filosofar.
(KANT)
Rechazar el fanatismo,
reconocer la propia ignorancia, los límites del mundo y del hombre, el rostro
amado, la belleza, en fin, he ahí el campo donde podemos reunirnos con los
griegos.
(CAMUS)
Nuestra sociedad tiene
cosas buenas y cosas malas. Éste es un análisis un poco somero, pero nos va a
servir para las reflexiones que vienen a continuación. La mayoría de las cosas
buenas proceden de nuestros antepasados griegos. Las luces que nos enseñan el
camino para mejorar las cosas buenas y suprimir las malas también vienen de
Grecia. Y si queremos seguir progresando debemos seguir siendo griegos. Vamos a
ver en que se concreta esto de seguir siendo griegos. ¿Qué es lo que tiene la
civilización griega para que nos marque de un modo cualitativamente distinto de
lo que nos marcaron las otras? Porque si en Grecia se hicieron cosas bellas,
también se hicieron en Egipto y Babilonia. Pero sucede que los griegos, además,
reflexionaron sobre la idea de belleza. En Grecia se hizo matemática, lo mismo
que en Egipto y Babilonia. Pero los griegos, además, reflexionaron sobre la naturaleza
de los conceptos matemáticos. Los griegos se relacionaban entre sí y con los pueblos
vecinos, en algunas ocasiones vivían en amistad y en otras estaban en guerra.
En la guerra unas veces eran valientes y otras veces eran cobardes. Lo mismo
que cualquier otro pueblo. Pero los griegos, además, reflexionaron sobre la amistad
y el amor, la paz y la guerra, el valor y la cobardía. Esto es, los griegos no
sólo hacían cosas, sino que también reflexionaban sobre las cosas que hacían.
Dicho de otro modo, los griegos filosofaron.
Explicado de una manera un
poco tosca, filosofar es reflexionar sobre lo que hacemos cuando no estamos
filosofando. Digamos que el quehacer filosófico consiste en la reflexión sobre
el resto de los quehaceres. La ciencia y la técnica por sí solas no significan
progreso si no están acompañadas por un pensamiento que marque sus límites y
explore sus posibilidades más humanas. Y esta necesidad de pensamiento es lo
que nos obliga a seguir reflexionando, a seguir siendo griegos para seguir
siendo civilizados.
Siempre que se razona de este modo, sale
alguien diciendo, como quien dice algo muy original, que entonces no se ha de
enseñar filosofía, sino enseñar a filosofar. Craso error. No se puede filosofar
si no se conoce lo que se ha filosofado antes. Ni se debe ni se puede.
Vamos a intentar argumentar
esto.
No se debe, porque un
pensamiento que comenzara desde cero en cada generación nunca avanzaría.
Además, es una pedantería. Nada más ridículo (ni más enternecedor) que un adolescente
diciendo muy solemnemente, como si antes de nacer él el resto del mundo hubiera
vivido en tinieblas, algo que ya se sabe desde Platón. Ésta también es una
razón para estudiar filosofía, como una medicina contra la pedantería. Es una
razón secundaria, porque la pedantería de la adolescencia, igual que el acné
juvenil, se pasa con el tiempo, pero también merece ser tenida en cuenta.
No se puede porque
filosofamos a partir del mundo que nos rodea, y este mundo que nos rodea es
como es porque en él ya se ha filosofado y se ha filosofado de una cierta
manera. Si no se hubiera filosofado, o se hubiera filosofado de una manera
distinta, nuestro mundo sería otro y la filosofía que haríamos a partir de él
también sería distinta. Es más, aunque estuviéramos honradamente convencidos de
que desde Tales hasta nosotros no se han dicho más que tonterías, y que en
consecuencia urge empezar a filosofar desde el principio, tendríamos que
filosofar a partir de una realidad ya configurada porque en ella no se han dicho
más que tonterías. Si no se hubiesen dicho las tonterías que se dijeron, o se
hubieran dicho otras tonterías diferentes, el punto de partida sería también
diferente. El mismo
Descartes, que en cierta
medida intenta repensar la filosofía desde su base, retoma la noción del saber
que ya fue de los griegos y entra, le guste o no, en diálogo con ellos. No se
puede filosofar de otra forma que dialogando con los griegos. También a
filosofar, qué le vamos a hacer, se aprende por imitación. Los que sostienen
que se ha de enseñar a filosofar y no filosofía pueden esgrimir el conocido
dictamen de Kant que encabeza este capítulo, pero los que opinamos lo contrario
podemos esgrimir el ejemplo de Kant. El filósofo de Königsberg fue un escritor
tardío, que dedicó muchísimo tiempo a estudiar el pensamiento de sus predecesores
antes de elaborar su propio sistema. La Crítica de la Razón Pura apareció cuando
tenía cincuenta y siete años, y la Crítica de la Razón Práctica cuando tenía
sesenta y cuatro. Desoyendo su propio consejo, estudió filosofía antes de
filosofar.
Es cierto que la realización de esta idea, la
de que es indispensable estudiar cómo pensaron los demás antes de poder pensar
por uno mismo, es muy prosaica. Para que los estudiantes la tomen en serio, se
ha de materializar mediante una asignatura con libros de texto, exámenes,
aprobados y suspensos. Todo ello muy poco filosófico, pero no hay otro remedio.
No hay idea, por hermosa que sea, que no resulte algo decepcionante al ser
llevada a la práctica. Es cierto que el pensamiento de un filósofo, al convertirlo
en un capítulo de un libro, en cierta medida se deforma y se desvirtúa, pero
esto sucede con cualquier otra cosa cuando se enseña. Un mapa, con sus colores
y signos convencionales, también es una simplificación y deformación de la
realidad, y no por esto se va a dejar de enseñar geografía.
También es verdad que es a
veces desmoralizador escuchar a los estudiantes hablando de filosofía: Oye,
Descartes es el que tenía ideas ¿verdad?, no hombre no, el que tenía ideas era
Unamuno, que no, mira, el de las ideas era Platón, Unamuno es el que tenía
miedo de morirse, ¿y entonces Descartes no tenía ideas?, que no, Descartes
tenía dudas. Oyéndolos, se diría que Unamuno no dudó en su vida, Descartes carecía
de ideas y Platón estaba impaciente por morirse. Ya no digamos cuando hablan de
exámenes: He suspendido a Aristóteles, tengo que recuperar a Leibniz, en la
“seletividá” ha caído Kant. Pues si ha caído, que lo levanten al pobre señor.
Sí, uno se pregunta a veces, ante esta sarta de majaderías, si merece la pena
el esfuerzo que hacen los profesores de filosofía o si vale más dejarlo. La respuesta
es que sí, que a pesar de todo merece la pena, y la prueba de ello está en que
las facultades de filosofía no han cerrado. Sigue habiendo muchachos
ilusionados por estudiarla y otros que, si bien no quieren dedicarse
profesionalmente a ella, tienen un interés que conservan toda su vida. Y ese
interés solo puede tener su origen en la asignatura de filosofía, que con sus
limitaciones, sus simplificaciones y sus errores, consiguió encender una llama.
POR QUÉ NO SE DEBE ESTUDIAR
RELIGIÓN
EN LA ESCUELA PÚBLICA
Una de las más grandes
conquistas de la modernidad, en la que Francia estuvo en la vanguardia de la
civilización y sirvió de modelo a las demás sociedades democráticas del mundo
entero, fue el laicismo. Cuando, en el siglo XIX, se estableció allí la escuela
pública laica se dio un paso formidable hacia la creación de una sociedad
abierta, estimulante para la investigación científica y la creatividad
artística, para la coexistencia plural de ideas, sistemas filosóficos,
corrientes estéticas, desarrollo del espíritu crítico, y también, cómo no, de
un espiritualismo profundo. Porque es un gran error creer que un Estado neutral
en materia religiosa y una escuela pública laica atentan contra la
supervivencia de la religión en la sociedad civil. La verdad es más bien la
contraria, y lo demuestra precisamente Francia, un país donde el porcentaje de
creyentes y practicantes religiosos -cristianos en su inmensa mayoría, claro
está- es uno de los más elevados del mundo.
Un Estado laico no es un
enemigo de la religión; es un Estado que, para resguardar la libertad de los
ciudadanos, ha desviado la práctica religiosa de la esfera pública al ámbito
que le corresponde, que es el de la vida privada. Porque cuando la religión y
el Estado se confunden, irremisiblemente desaparece la libertad.
(VARGAS LLOSA)
¿Tiene que hablarse de
ética en la enseñanza media? Desde luego, me parece nefasto que haya una asignatura
así denominada que se presente como alternativa a la hora de adoctrinamiento
religioso. La pobre ética no ha venido al mundo para dedicarse a apuntalar ni a
sustituir catecismos…por lo menos no debiera serlo a estas alturas del siglo
XX.
(SAVATER)
El problema que se aborda
en este capítulo tiene dos facetas distintas. Una, si es bueno educar a los niños
en una religión. Otra, si debe el Estado contribuir a ello, caso que la primera
sea respondida afirmativamente.
Cuando se educa,
inevitablemente se han de tomar decisiones que el educando no puede tomar por
sí mismo. Se le obliga a comer, porque en caso contrario nunca llegaría a la
edad en que puede tomar decisiones propias. Se le obliga a estudiar y a
aprender por idéntica razón. Estudia distintas asignaturas que no ha escogido él,
pero que le proporcionarán elementos de juicio cuando haya de decidir a lo que
quiere dedicarse, y así su decisión será más libre. El estudio de la historia y
la filosofía le pondrán en contacto con distintas corrientes de pensamiento, y
de este modo, cuando sea mayor de edad, podrá decantarse políticamente
apoyándose en razones en lugar de hacerlo en prejuicios. Su trato con compañeros
de ambos sexos durante su etapa educativa le enseñará acerca de la condición humana,
y si algún día decide convivir en pareja, podrá escoger ésta más cuerdamente. Nótese
que toda la educación consiste en tomar ciertas decisiones por el niño para que
de adulto pueda decidir mejor. Esto quiere decir que las decisiones que se
adopten en su nombre han de ser las mínimas indispensables, y las que corresponden
a posturas personales no se deben tomar por anticipado en lugar de él. No se
puede decidir su profesión antes que él esté en condiciones de escogerla, ni se
le puede afiliar a las juventudes de un partido político, ni se puede concertar
un matrimonio entre los padres a espaldas de los hijos. Todo esto es de sentido
común. ¿Por qué entonces admitimos que los padres pueden adscribir a los niños
a una cierta religión? ¿No es mejor esperar a que el niño tenga edad para
hacerse por sí mismo unas cuantas preguntas antes de contestárselas? ¿No sería
mejor que conociera las religiones más importantes antes de decidirse por una
de ellas, caso que se decida?
Y no se diga que al no
educar a un niño en ninguna religión se le está educando en el agnosticismo o
el ateísmo, con lo cual ya se le está educando en una postura religiosa. Esto
equivaldría a decir que si no afiliamos a un niño en un partido político desde
su nacimiento lo estamos educando en la indiferencia política. Tampoco se debe
esgrimir el derecho de los padres a educar a sus hijos en su religión porque
este derecho es, precisamente, lo que estamos cuestionando. Los padres tienen
derecho a ser tratados por los hijos con los miramientos debidos, pero cuando
se habla de lo que se ha de enseñar a los hijos no están en juego los derechos
de los padres, si no el bien de los hijos. En nombre de este pretendido derecho,
¿tiene un testigo de Jehová el derecho de inculcar a sus hijos la idea de que
las transfusiones de sangre son pecaminosas, idea que en el futuro, si no es
capaz de sacudírsela, puede costarle la vida o impedirle salvar la de otro?
¿Tiene derecho un padre musulmán a obligar a su hija a llevar el velo islámico
cuando, a lo mejor, sería mucho más feliz vistiendo como sus compañeras
occidentales? ¿Tiene derecho un padre católico a educar a sus hijos en la idea
de que han nacido culpables de un pecado que no han cometido, o de iniciarlos
en la práctica de la confesión, que tanto daño puede hacer en las conciencias neuróticas,
o de hacerles creer en la existencia de un infierno eterno, que puede amargarle
la infancia? ¿Tiene derecho un padre ateo a prohibir a su hijo que vaya a misa,
si eso desea? Si un niño no adoctrinado en ninguna religión pregunta si existe
Dios, se le puede contestar sencillamente que, de momento, no se haga un
problema de esto, y que ya se lo replanteará de mayor. También se le puede
decir, para no trivializar la cuestión, que hay personas inteligentes que
creen, personas inteligentes que no creen y personas inteligentes que a ratos creen
y a ratos no. Y que tanto si Dios existe como si no, vale más ser buen
estudiante, buen hijo y buen compañero que no serlo.
Por otra parte, inculcar
unas ideas tan poco fundamentadas, sobre las cuales los hombres nunca estarán
de acuerdo, antes de que el niño tenga el bagaje intelectual para examinarlas por
sí mismo, es jugar con ventaja. Dicho de un modo más crudo, es manipulación.
Cuando vemos a muchachos demasiado jóvenes en una manifestación, se dice en
seguida que están manipulados, que es imposible que vayan por convicción propia.
En cambio, cuando van a misa, no se habla de manipulación. ¿Por qué no se puede
ir a una manifestación política sin convicción propia y a una manifestación
religiosa sí?
Esto puede parecer contradictorio con lo
defendido más arriba de que un chico tiene que aprender cosas porque se lo
mandan, aunque no pueda ver su sentido inmediato, pero en realidad no lo es.
Cuando al niño se le obliga a aprender la tabla de multiplicar o las declinaciones
latinas se le están enseñando unos contenidos que son los prolegómenos de una
ciencia cuyo interés no puede entender todavía, pero cuya veracidad es
comprobable. Se puede discutir sobre la oportunidad de enseñar o no matemáticas
o latín, pero no dudar de que la tabla de multiplicar es verdadera, así como lo
son las declinaciones latinas. Quien olvida algunas cosas que le enseñaron en
la escuela puede deplorarlo, puede pensar que ha perdido el tiempo
estudiándolas, puede pensar muchas cosas, pero no tiene razón para sentirse
engañado. En cambio, quien deja la fe en la que le educaron, sí puede sentir
que le han contado mentiras, sí que tiene derecho a sentirse engañado. Ésta es
la razón por la cual no es manipulación impartir una ciencia a unos niños y sí
lo es impartir una religión.
De todos modos, es un tema
sobre el que el Estado no puede legislar, y los padres que privadamente quieran
educar religiosamente a sus hijos deben ser respetados. Pero lo que no debe
hacer es contribuir a ello en la escuela pública. Por tres razones que serán
expuestas a continuación.
La primera, que las religiones imparten normas
que en muchos casos contradicen derechos fundamentales a favor de los cuales
está trabajando el Estado. Y es absurdo financiar una campaña a favor de una
cosa y al mismo tiempo pagar a unos funcionarios para que hablen en contra de
esa misma cosa. Es absurdo hacer campañas a favor de la igualdad de derechos de
hombres y mujeres, y pagar a unos profesores de religión musulmana para que
expliquen a unos muchachos que la mujer es inferior. Es absurdo hacer campaña a
favor de las donaciones de sangre, y pagar a unos profesores para que expliquen
a los hijos de los testigos de Jehová que las donaciones de sangre son
inmorales. Es absurdo hacer campaña explicando a los jóvenes la importancia de usar
preservativos y de evitar embarazos no deseados, y pagar a unos profesores de
religión católica para que expliquen que todo método de contracepción es
inmoral. Es muy loable que el Estado, por medio de la Seguridad Social,
proporcione asistencia psiquiátrica a quien lo necesite, por ejemplo, a un homosexual
que encuentre dificultades para asumir alegremente su condición. El Estado paga
al psiquiatra, pero también es muy posible que las dificultades del homosexual procedan
de lo que escuchó sobre la homosexualidad a su profesor de religión, también pagado
por el Estado. Está muy bien que el Estado pague al psiquiatra que cure los
traumas, pero sería más rentable que empezara por dejar de pagar al sacerdote
que los provoca.
Si unos padres se empeñan
en que sus hijos crean que las transfusiones ofenden a Dios, los preservativos
o la homosexualidad también le ofenden, o que una mujer sin velo es una indecencia,
allá ellos, es una pena por sus hijos. Pero que el estado invierta dinero en financiar
la propagación de estos delirios, ya es demasiado. No, si queremos un país
plural y tolerante la religión ha de formar parte de la esfera estrictamente
privada. Esto está tan bien expuesto por Vargas Llosa en la cita con la que
comienza este capítulo, que podemos pasar ya a la siguiente razón.
Es el tema de los
profesores de religión. ¿Cómo y quién los va a seleccionar? ¿Las propias
confesiones religiosas? Y en este caso ¿cómo se va a pagar con el dinero
público unos profesores seleccionados por una asociación privada? En este
terreno ya se han producido algunos problemas de tipo laboral. Por otra parte,
dentro de todas las iglesias hay corrientes de pensamiento y tendencias, de
modo que el Estado, al pagar a unos profesores que no ha nombrado el Ministerio
de Educación, se está decantando por la corriente más afín con el poder dentro
de cada iglesia. De este modo se involucra y toma partido en unas polémicas en
las que no debe tener ninguna vela. Que no se diga que en la Iglesia Católica no
hay discusión doctrinal porque la última palabra la tiene el Papa, que tan Papa
es el actual, cuando habla de tolerancia, como los que permitieron la
inquisición. Es evidente que por lo menos alguno anduvo un poco errado. Del
mismo modo, otros predicarán cosas que éste ha criticado, y como los papas
tienen tanta capacidad para pedir perdón por los pecados del pasado como poca
para reconocer los propios, es más que posible que esta situación se prolongue
varios siglos más. De modo que si se quiere respetar el pretendido derecho de
los padres y al mismo tiempo mantener la neutralidad del Estado, habrá que
poner distintos profesores de una misma religión para que cada padre pueda
escoger la tendencia con la que está más de acuerdo. Tanto derecho tiene a
educar a los hijos en sus creencias el católico simpatizante con la teología de
la liberación como el que lo es de posiciones más conservadoras Con los
musulmanes la cosa se complica todavía más, porque la Iglesia Católica, tarde,
a destiempo y con mala cara, va asumiendo la Ilustración, aunque todavía le falte
un buen trecho, pero al Islam le falta un trecho todavía más largo. Y si se
acepta que un musulmán chiíta tiene derecho a que su hijo sea instruido en la
religión que él profesa, también lo tiene un musulmán sunní. Y como cada uno de
ellos está convencido de poseer la interpretación correcta del Corán, y sobre
ello el Estado no puede dictaminar, tendrá que poner tantos profesores de
religión musulmana como variantes del Islam estén presentes entre los alumnos
del instituto. Esperemos, por lo menos, que sean personas discretas y no armen
bronca en los claustros por motivos religiosos.
Es más, si se considera que recibir
instrucción religiosa en la escuela pública es un derecho, este derecho
pertenece a la persona que profesa una religión, no a la religión misma, que
como tal, no es sujeto de derechos. Entonces, si es un derecho individual, de
él no se puede excluir a nadie que lo quiera ejercer, y sería injusto que solo
lo pudieran disfrutar los que pertenecen a las religiones mayoritarias. De este
modo, por minoritaria que sea la religión de los padres, y por rara y
estrafalaria que pueda parecer, el Estado ha de pagar a un señor, igualmente
raro y estrafalario, para que adoctrine al hijo.
Es cierto que ni el arte ni la literatura
occidental se pueden comprender sin conocer los fundamentos del Judaísmo, del
Cristianismo y del Islam. No es insólito que en una clase de historia del arte,
cuando se explica, por ejemplo, la Piedad de Miguel Ángel, alguien pregunte si
la Virgen era la hermana o la novia de Cristo. Y en consecuencia la profesora,
a lo mejor militante radical de izquierdas, tiene que dedicar una clase a
hablar sobre la Virgen María y su importancia en el pensamiento cristiano. Pero
la necesidad de que los alumnos sepan algo de historia de las religiones y de
la fenomenología del hecho religioso se cubre con una asignatura de carácter
estrictamente profano, impartida por laicos y cuyos contenidos no tienen por
qué ser negociados con la Conferencia Episcopal. La pertinencia o no de esta
asignatura no tiene absolutamente nada que ver con la predicación de una
religión en el seno de la enseñanza pública. Y lo que es más importante, no
puede ser materia alternativa para los que no quieran recibir la asignatura de
religión, como tampoco puede serlo la ética. Y esto nos lleva a la tercera
razón. O la alternativa a la religión es una asignatura de interés general, en
cuyo caso no hay razón para privar de ella a los que sí reciben instrucción
religiosa, o no es más que un comodín sin mayor interés, en cuyo caso no hay razón
para hacer perder el tiempo con ella a los que no la reciben. Si alguien responde
que lo mismo sucede con cualquier elección entre dos asignaturas, se le puede argumentar
que vale, pero que si se ha de considerar la religión como una asignatura cualquiera,
que sea una optativa más entre las otras. A ver cuantos padres optan por que el
hijo deje de estudiar matemáticas o una lengua moderna para que estudie
religión. No, la religión no es una materia como cualquier otra, y la alternativa
a impartir una creencia no puede ser la de impartir una ciencia (como lo es la
historia de las religiones) ni la de reflexionar sobre aquellos valores que
todos debemos compartir para que nuestra convivencia sea más humana (como se
hace en la clase de ética). Si la religión se imparte en la enseñanza pública,
ha de hacerse a mayores, cuando las demás clases ya se han terminado, y si
admitimos (que ya es admitir) que un padre religioso tiene el derecho de exigir
clase de religión para su hijo, es evidente que no tiene ningún derecho a
decidir lo que han de hacer los hijos de los demás mientras el suyo está siendo
adoctrinado. Esto es algo que tendría que discutir el Estado con los padres
agnósticos, no con los obispos, y si los padres agnósticos prefieren que el
hijo se vaya a su casa a estudiar, nadie tiene razón para protestar. Y si el resultado
de esta política es que nadie se quiere quedar una hora más, pues se siente
mucho, pero ¿con qué derecho se puede mantener retenidos a unos muchachos con
una actividad que no les interesa para que los que reciben religión no les
entren ganas de marcharse también?
Si los padres creyentes no
han sabido inculcar el suficiente fervor a sus hijos para que permanezcan en
clase de religión, es su problema, no el problema de los hijos de los no creyentes.
Sí sería en cambio muy
conveniente que hubiera facultades de teología, tan subvencionadas por el
Estado como las demás, donde estudiaran los aspirantes a pastores de las
distintas confesiones religiosas. En ellas tendrían que convivir, en armonía y
tolerancia, futuros sacerdotes católicos, futuros pastores protestantes, futuros
rabinos, y también ateos interesados en el fenómeno religioso. Todos recibirían
clases de profesores de diversas creencias y cada uno de ellos conocería la
religiones de los otros.
Esto no contradice en absoluto el carácter
laico del Estado. ¿Por qué la formación de los clérigos de todas las religiones
ha de correr a cargo de un Estado que no profesa ninguna? Es muy fácil de
entender. Si en mi barrio hay una sinagoga, prefiero que el rabino sea un hombre
culto y tolerante, y no ignorante y fanático. Todos salimos ganando en el
primer caso y perdiendo en el segundo, aunque no pisemos la sinagoga ni
tengamos la menor intención de convertirnos al judaísmo. ¿Por qué es esto así?
Porque el fanatismo es una enfermedad terriblemente contagiosa, frente a la
cual nadie está inmunizado, y vivir rodeado de fanáticos es incómodo también
para quien no la ha contraído. Y las únicas medicinas conocidas contra ella, y
solo parcialmente eficaces, son el estudio y el trato con personas de diversas
costumbres y maneras de pensar. Si una comunidad de cualquier confesión
religiosa desea mantener un pastor que la auxilie espiritualmente, vale más,
por el bien de todos (incluso para los que no pertenecen a ella) que sea un
hombre culto, leído y acostumbrado a convivir con gentes de otras confesiones.
Y si después de cumplir con
sus deberes pastorales, el cura católico se toma unas cañas con el rabino de la
sinagoga que está a unas manzanas de su parroquia, porque descubren que han
sido condiscípulos, el dinero invertido por el Estado en la Facultad de
Teología habrá sido sobradamente amortizado.
LA ENSEÑANZA PARTICIPATIVA
1. El sistema educativo
tendrá como principio básico la educación permanente. A tal efecto, preparará a
los alumnos para aprender por sí mismos y facilitará a las personas adultas su
incorporación a las distintas enseñanzas.
…………………………………………………………………..
3. La actividad educativa
se desarrollará atendiendo a los siguientes principios:
…………………………………………………………………..
h) la metodología activa
que asegure la participación del alumnado en los procesos de enseñanza y
aprendizaje.
(L.O.G.S.E.)
¿Qué significa eso de que
los alumnos deben aprender por sí mismos y participar en los procesos de
aprendizaje? ¿Qué tienen que poner de su parte, atendiendo en clase y haciendo sus
tareas escolares? Esto no es ninguna innovación educativa, es cosa de sentido
común.
¿Qué tienen que descubrir
las cosas por ellos mismos? Esto es un disparate. Un profesor que no desmenuza
bien los temas en clase porque el alumno ha de aprender por sí mismo establece
una injusta diferencia entre el que puede pagarse una clase particular y el que
no.
Otra variante de este
delirio es sostener que los muchachos no van a la escuela a aprender, sino a
aprender a aprender, como si aprendiendo cosas no se estuviera simultáneamente aprendiendo
a aprender cosas.
El error fundamental de esta postura es
ignorar que para descubrir cosas nuevas es indispensable saber ya muchas otras
cosas. Einstein elaboró sus teorías reflexionando sobre las limitaciones de la
física de Newton, la cual había aprendido durante su formación universitaria.
Mucha atención: la había aprendido porque se la habían enseñado, no porque la
hubiera descubierto por sí mismo. Idéntica reflexión puede hacerse sobre
Galileo o Newton en relación con la física de Aristóteles. Todos los grandes
científicos hicieron sus aportaciones después de estudiar a fondo la ciencia
que se había hecho antes. Muchos de ellos, sobre todo los que no fueron
precoces o los que no procedían de familias con recursos, se habrían malogrado
si se hubieran educado con el sistema de la L.O.G.S.E.
La ciencia, comparada con la danza, la música,
la religión y otras manifestaciones humanas, es una recién llegada al mundo,
precisamente porque no es tan fácil aprenderla por uno mismo. Si lo fuera, el
pitecántropo ya habría descubierto la ley de la gravitación universal y la
geometría analítica. Cuando el occidente medieval perdió gran parte de la ciencia
griega, sin ella se quedó hasta que la volvió a encontrar gracias a los árabes.
La volvió a encontrar, igual que se encuentra una moneda perdida, no fue capaz
de reinventarla ni redescubrirla.
La materialización de esta
idea, la de que el estudiante ha de aprender a investigar, suele consistir en
mandarle hacer trabajos. Estos trabajos son, a veces, alternativos a los
exámenes, a los que con frecuencia se les descalifica con el adjetivo de
tradicionales, como si la frontera entre lo malo y lo bueno fuera la misma que
entre lo antiguo y lo moderno. Sucedía a menudo que con los trabajos del niño
pringaba toda la familia, y el resultado no era más que un refrito de algunas
enciclopedias. Esto era antes, ahora no hay más que bajar cosas de Internet,
recortar y pegar. La presentación del trabajo es más brillante, pero su impacto
en la sabiduría del estudiante sigue siendo igual de magro.
Si se quiere que en el
futuro puedan los alumnos, cuando ya no están bajo la tutela del profesor,
estudiar por sí mismos, hay ejercicios más útiles, si bien menos
espectaculares.
Cualquier profesor de
cualquier asignatura puede hacer el siguiente experimento. Que los alumnos lean
un capítulo del libro de texto y hagan un resumen, como mucho de un folio, en el
que se destaquen las ideas más importantes de ese capítulo, y razonen por qué
consideran estas ideas las más importantes. Tanto si esto se hace en el primer
curso de la enseñanza secundaria como en el último del bachillerato, los
resultados serán desastrosos. Y quien dude del pronóstico, que haga la
experiencia. ¿A qué viene este empeño pedante de que los muchachos hagan
trabajos y manejen bibliografía, cuando no saben ni resumir un capítulo de un
libro? Es mucho mejor proponerse metas modestas, que se pueden llevar a feliz término
aunque parezcan un poco prosaicas, que unas metas tan hermosas que son irrealizables.
La idea de que los chicos tienen que aprender a investigar es muy sugerente, pero
solo se consigue que jueguen un poco a ser investigadores, y además
investigadores frívolos. Porque un buen investigador ha de dedicar primero
muchas y muchas horas de estudio para tener una formación amplia en la ciencia
en la cual desea investigar. Después, acabada la carrera, ha de ponerse bajo la
tutela de alguien que sepa más que él, quien le señalará un tema. Y tendrá que
volver a dedicar muchas y muchas horas a estudiar para especializarse en ese
tema y conocer lo que otros han dicho antes. Y recibirá muchas y amargas
lecciones de humildad, al ver que gran parte de las ideas que se le van
ocurriendo ya están dichas hace mucho tiempo, porque el mundo comenzó bastante
antes de nacer él.
Sólo después de este
esfuerzo, cuando llegue a la frontera de lo desconocido, estará en condiciones
de aportar algo nuevo. Aportación que, probablemente, será modesta y periférica,
porque no es frecuente que un investigador se estrene con un descubrimiento espectacular.
Esto es la investigación, y sostener lo contrario es disparatar y engañar a los
alumnos.
Un profesor de enseñanza secundaria, de
historia por ejemplo, no ha de tener como meta principal que el futuro
historiador investigue sobre historia, que de eso ya tendrá tiempo.
Más bien ha de intentar que
el futuro jardinero o el futuro empleado de banca se vayan del instituto con
afición por leer libros de historia. Y para esto, para que los muchachos puedan
seguir estudiando cosas por su cuenta y puedan entender lo que leen (lo cual
está muy bien, pero no es investigar) el ejercicio apuntado antes, los
dictados, las redacciones y otras actividades igualmente arcaicas y obsoletas,
serán de mucha más utilidad.
LA FORMACIÓN DEL
PROFESORADO
La pedantería exalta el
conocimiento propio por encima de la necesidad docente de comunicarlo, prefiere
los ademanes intimidatorios de la sabiduría a la humildad paciente de quien la transmite,
se centra puntillosamente en las formalidades académicas que en el mejor de los
casos son rutinas para quien ya sabe- mientras menosprecia la estimulación
cordial de los tanteos a veces desordenados del neófito. Es pedantería
confundir, deslumbrar o inspirar reverente obsecuencia con la tarea de
ilustrar, de informar o incluso de animar al aprendizaje.
(SAVATER)
En el artículo 56 de la
L.O.G.S.E. se afirma que la formación permanente es un derecho y un deber del
profesorado, que periódicamente deberá realizar actividades de actualización científica,
didáctica y profesional en los centros docentes, en instituciones formativas específicas
y en las universidades.
Todo esto suena muy bien,
pero la actualización científica no tiene nada que ver con actividades
realizadas de vez en cuando. Quien quiera seguir aprendiendo deberá seguir estudiando,
y esto ha de ser una actividad constante, no esporádica. Y quien no quiera, pues
que no siga estudiando, otras aficiones tendrá, pero que no se crea que por
hacer unos cursillos está científicamente actualizado.
Vamos a intentar dos cosas.
La primera, dar las razones por las cuales es bueno que un profesor de
instituto siga siendo un estudioso de su materia, y la segunda, aportar algunas
ideas sobre lo que podría hacer la administración para fomentarlo.
Lo más importante en la
enseñanza es enseñar cosas: ya quedó clara la importancia de los contenidos.
Pero si algo más se puede transmitir, es la ilusión por aprender, y esto no se transmite
mediante el adoctrinamiento, sino mediante el contagio. Y no se puede contagiar
aquello de lo que se carece. Cualquiera que busque bien en su memoria, podrá
constatar que los profesores que dejaron mejor recuerdo son aquellos entusiasmados
por lo que enseñaban, los que estaban apasionados por su materia, a la cual
dedicaban la mayor parte de su tiempo.
Aunque el nivel de lo que
enseñaran estuviera un poco por debajo del nivel en que investigaban, se notaba
que transmitían algo vivo, algo que significaba mucho para ellos.
Los alumnos notaban que el
profesor daba lo mejor de sí mismo.
Se oye decir, con más
frecuencia de la deseable, que al terminar la carrera ya sabe el futuro
profesor la materia que ha de impartir, y que la obligación que le queda en
adelante es la de formarse pedagógicamente. Esto es un error. En primer lugar,
porque quien al terminar la carrera se crea que ya sabe, es un fatuo, y todas
las horas que dedicó al estudio, si no le enseñaron ni tan siquiera un poco de
modestia intelectual, han sido horas perdidas. El profesor que no estudia
porque le interesan otras cosas o simplemente porque no le apetece, es mucho
más respetable que el que no estudia porque opina que ya sabe lo suficiente. En
segundo lugar, porque las mejores ideas de cómo enseñar suelen presentarse
cuando se está estudiando, cuando se enfrenta el profesor con problemas parecidos
a los que tendrá que plantear a sus alumnos, aunque vayan unos pasos más adelante.
El profesor que sigue aprendiendo tiene más capacidad para ponerse en el lugar
de los estudiantes, porque sigue siendo un estudiante. En cambio, el que ha
dejado de serlo se olvida con suma rapidez del esfuerzo que supone aprender
algunas cosas, porque es un esfuerzo que hace mucho tiempo que él mismo no
hace. En cierta ocasión, un antiguo alumno mío, muy buen estudiante, con la
carrera recién terminada, me preguntó sobre lo que había que hacer para ser un
buen profesor. Es imposible contestar a una pregunta tan abstracta y planteada
en una forma tan ingenua. Con todo, me atreví a darle un consejo: “Sigue siendo
un buen estudiante”.
En la cita de Savater que
aparece unas líneas más arriba hay una lúcida descripción de la pedantería.
Procede de su hermoso libro El valor de educar. Pero en este mismo libro, un poco
más adelante, dice (haciendo suyo un dictamen de François de Closets) que un
origen común del pedantismo es que gran parte de los profesores fueron alumnos
demasiado buenos de la asignatura que ahora tienen que enseñar. En este
diagnóstico no puedo estar más en desacuerdo con Savater. La pedantería es una
enfermedad que ataca con más frecuencia a los ignorantes que a los que no lo
son. El ignorante, por serlo, ignora su propia ignorancia y tiene una enorme
capacidad para escandalizarse con la ignorancia de los demás.
El estudioso está
acostumbrado a enfrentarse con su ignorancia, que no en otra cosa consiste el
ejercicio de estudiar, y sabe relativizar la del prójimo. El estudioso no
“menosprecia la estimulación cordial de los tanteos a veces desordenados del neófito”
porque esos tanteos de neófito los hace él mismo a diario. Quien se sabe un
aprendiz tiene más posibilidades de convertirse en un buen maestro que quien se
cree un sabio.
¿Qué se podría hacer desde
la administración para conservar en los profesores de enseñanza secundaria la
ilusión por seguir estudiando? Lo primero, dejar el camino más expedito hacia
la universidad. Mientras ésta sea tan endogámica, y no se tomen medidas severas
para que deje de serlo, hablar de carrera docente es un sinsentido. En otros
países existe una preocupación real por recuperar para la universidad a la
gente estudiosa. En cambio en España, un profesor de instituto, aunque sea
doctor y haya escrito buenos artículos, tiene más posibilidades de entrar en
una buena universidad americana que en una española. Sería triste que ese papel
de recuperación lo terminaran haciendo las universidades privadas. Es cierto
que hay muchos que están a gusto en la enseñanza secundaria, y estudian y
publican sin ulteriores miras profesionales, pero la puerta hacia la
universidad debe estar siempre abierta.
En segundo lugar, se han de
valorar más las publicaciones. Para cobrar un sexenio de formación vale más
haber hecho un cursillo de cien horas (no importa que la mayoría de ellas las
pase uno durmiendo) que haber escrito un libro. Esto es sencillamente
vejatorio.
Unas publicaciones,
valoradas por una comisión de especialistas, han de tener muchísimo más peso
que una montaña de horas de cursillos. No deja de ser contradictorio que la L.O.G.S.E.
diga que hay que preparar a los alumnos para que aprendan por sí mismos y luego
no valore a los profesores que aprenden por sí mismos.
En tercer lugar, se
deberían tener más en cuenta los proyectos de carácter científico. En algunas
comunidades muy entusiastas con la reforma es más fácil conseguir un año
sabático para el estudio de la integración de niños hiperactivos (antaño revoltosos)
que para hacer una tesis doctoral. Es cierto que los años sabáticos no pueden
prodigarse en exceso, pero se podrían dar algún otro tipo de facilidades. Por
ejemplo, rebajar la carga docente durante cinco años a quien se comprometa a
hacer un doctorado u otra licenciatura.
De la actualización pedagógica no voy a hablar
mucho. Enseñar se parece más a un arte que a una ciencia, y si bien un
compañero más veterano puede indicarte algunos de los errores más habituales en
un profesor, el resto depende de la afición del profesor por el saber que se
pretende transmitir, de la capacidad de ser claro y ordenado en la exposición,
de la de hacerse respetar por los alumnos y comunicar con ellos. Para quien
carece de estas habilidades los cursos de formación pedagógica son inútiles,
para quien las tiene son superfluos.
ÍNDICE
Introducción……………………………………………………………………………….1
Defensa de la memoria y de
los contenidos……………………………………………...................................................4
La mentira de la
motivación……………………………………………....................................................9
La falacia de la
igualdad…………………………………………………..............................................13
La falsedad de la enseñanza
obligatoria……………….………………………………………………………………..20
Las buenas
intenciones……………………………………………………………………………….26
La buena
educación…………………………………………………………………………………31
Por qué se debe estudiar
filosofía……………………………………………………………………………………35
Por qué no se debe estudiar
religión en la escuela pública………………..............................................................................................39
La enseñanza
participativa………………………………………………………………………………47
La formación del
profesorado……………………………………………………………………………….50
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