(Sheffield, 1940-Niza, 1989) Arqueólogo y escritor británico. Tras estudiar arqueología en la universidad escocesa de Edimburgo, en 1973 encontró empleo como corresponsal de viajes para el periódico The Sunday Times. Años más tarde abandonó el trabajo para realizar una serie de largos viajes, que darían pie a sus novelas. En ellas se combina la fascinación por la vida nómada y la comprensión de la fragilidad humana. Ha escrito: El virrey de Ouidah (1980), En la colina negra (1982), Las líneas de la canción (1987) y Utz (1988).
Desde que Magallanes la descubriera en 1520, la Patagonia fue conocida como una región de espesas nieblas y huracanes en los confines del mundo habitado. La palabra "Patagonia", como Mandalay o Tombuctú, se instaló en la imaginación occidental como metáfora del Final. El punto más allá del cual nadie podía ir. Por cierto, en el primer capítulo de Moby Dick, Melvilla usa "patagónico" como calificativo de lo remoto, lo monstruoso y lo fatalmente atractivo:
Además, los desiertos y lejanos mares por donde revolvía su masa la isla; los indescriptibles peligros sin nombre de la ballena; todas estas cosas, con las maravillas previstas de mil visiones y sonidos patagónicos, contribuyeron a inclinarme a mi deseo.
Paul y yo fuimos a la Patagonia por muy diferentes razones. Pues si bien es cierto que somos viajeros, la verdad es que somos viajeros literarios. Cualquier referencia o analogía literaria consigue exitarnos tanto como un animal o planta raros; y así coincidimos en algunos de los casos en los que la Patagonia conmovió nuestra imaginación literaria.
A ambos nos fascinan también los desterrados. Aunque el resto del mundo reventase mañana, aún encontraríamos en la Patagonia un asombroso mosaico de las nacionalidades del globo, yodas las cuales han ido a parar a esas "cimas finales del exilio" por la sola razón aparente de que estaban allí.
En la Patagonia, en un día cualquiera, el viajero puede encontrar a un galés, a un terrateniente inglés, a un hippy de Haight-Ashbury, a un afrikáner, a un misionero persa de la religión Bahai o al archidiácono de Buenos Aires en gira de bautismos anglicanos.
O puede dar con personajes como Bautista Díaz Low, domador de caballos y anarquista al que conocí cerca de Puerto Natales en el sur de Chile: y quien, con sus propias manos, se había hecho una estancia en medio del húmedo bosque. Me sorprendió su conocimiento, un tanto embrollado, de la expedición del Beagle: no porque hubiese leído algún libro sobre el tema o tan siquiera supiese leer, sino porque su bisabuelo, el capitán William Low, había sido piloto de Darwin y de FitzRoy a través de los canales. Fue toda una generosidad por su parte atribuir a su "sangre británica" su coraje y absoluto mal genio.
Los primeros que viajaron a la Patagonia se equivocaron de medio a medio al tomarla por la Tierra del Diablo. En primer lugar, el continente estaba habitado por una raza de gigantes: los indios tehuelches, que vistos más de cerca resultaron menos gigantescos y menos feroces que su reputación y son, posiblemente, quienes le dieron a Swift su modelo para los toscos pero afables habitantes de Brobdingnag.
La Patagonia era también una tierra de extrañas aves y bestias. "Pen-gwing" es, al parecer, una expresión galesa equivalente a "pájaro incapaz de volar"; los marineros isabelinos tenían la superstición de que los pájaros bobos eran las almas de sus camaradas ahogados; y en el siglo XVII, sir John Narborough, al visitar Puerto Deseado los describió como "erguidos niñitos de delantal blanco juntos en compañía". Estaba el cóndor que, de algún modo, fue confundido con el águila de Zeus y la roca de Simbad el marino; y fue cerca de las costas de Tierra del Fuego donde el capitán Shelvocke, un corsario inglés del siglo XVIII, vio un albatros.
Los cielos estaban perpetuamente ocultos por deprimentes nubes espesas… se diría que era imposible que ninguna criatura viviente pudiese subsistir en un clima tan severo; y por cierto… no habíamos avistado ni un solo pez de ninguna especie… ningún ave marina, salvo un desconsolado albatros negro… revoloteando a nuestro alrededor como si se hubiese perdido, hasta que Hatley (mi segundo capitán) al observar, en uno de sus ataques de melancolía, que ese pájaro revoloteaba siempre cerca de nosotros, se imaginó, a causa de su color, que podía tratarse de algún mal presagio y finalmente, al cabo de varias tentativas infructuosas, mató al albatros, confiando (tal vez) en que después, tendríamos viento favorable.
Naturalmente, ese texto, antes leído por Wordsworth y luego por Coleridge, se convirtió en este otro:
En niebla o nube, en mástil o en velamen
Se posó nueve ocasos;
Mientras toda la noche, en blanco humo de niebla,
Refulgía la blanca claridad de la luna.
¡Dios te salve, ho anciano marinero
de los demonios que te acosan tanto!
¿Por qué miras así? Con mi ballesta
yo derribé el albatros.
Tampoco contribuyó el final del siglo XIX a disipar la idea de que la Patagonia era un País de las Maravillas. En el instante en que científicos, como Darwin, rascaron el suelo, descubrieron que era un cementerio de huesos de mamíferos prehistóricos, algunos de los cuales se creyó que seguían vivos. Asimismo encontraron bosques petrificados, lagos efervescentes y glaciares de hielo azul que se deslizaban a través de selvas de hayas australes.
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