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Todo triunfo se evapora en diciembre
*Ignacio Ramirez
Ante una política cada vez
más inflamable, los triunfos electorales son episodios que configuran climas
sociales efímeros. El debate por llamada “Reforma Previsional” rompió el
fifty-fifty grietero: los votantes de Cambiemos son más que antikirchneristas y
almacenan en su memoria el significado de palabras como reforma, ajuste y
diciembre. El Gobierno las reunió a las tres en un proyecto que alteró el
escenario político: puso fin al “2015” y le dio nacimiento a la “oposición”.
Primer acto, el Gobierno
gana las elecciones primarias; segundo acto, el Gobierno gana las elecciones
generales; tercer acto, el Gobierno pierde su primera batalla política
pos-electoral. ¿Cómo se llama la obra? Todo triunfo electoral se evapora en el
aire. En algunas salas la obra fue proyectada con un título alternativo: “Todo
triunfo electoral se vuelve en contra de los ganadores”.
Las recientes
elecciones pulverizaron varios mitos (“en elecciones de medio término el voto
se dispersa”, por ejemplo), sin embargo, antes de retirarse, el 2017 nos
confirma la única regularidad que pareciera seguir vigente: los triunfos
electorales conducen a los gobiernos a cometer groseros errores. Le pasó al
kirchnerismo dos veces y la “maldición de los ganadores” cae ahora sobre el
macrismo.
En su libro
“Metáforas de la vida cotidiana”, el lingüista George Lackoff explica que las
metáforas que usamos para describir la realidad no constituyen un adorno
retórico sino que condicionan la manera en la que conceptualizamos esa realidad
y, en consecuencia, la forma en la que actuamos en ella y sobre ella. El
lenguaje no es el envoltorio estético de la comprensión, es su propia
estructura. Desde hace varias décadas, la teoría sociológica emplea un
vocabulario que el análisis politológico se resiste a incorporar: fragilidad,
tiempos líquidos, sociedad del riesgo, incertidumbre, componen el idioma que la
sociología habla, y desde cuya perspectiva toda certeza queda suspendida.
Por el contrario, el
lenguaje de politólogos y economistas piensa las cosas con otras palabras tales
como correlación, regularidades, índices, estimación. Un análisis de la
realidad elaborado con ese vocabulario tiende a sugerir una realidad estable y
predecible pero lo cierto es que la realidad se ha vuelto cada vez más arisca y
opaca. La algoritmización del lenguaje político proyecta una ilusión
tranquilizadora: todo puede medirse y anticiparse. La inesperada victoria de
Harry Truman en 1948 representó un escándalo para la “industria del
pronóstico”; desde entonces siete décadas de refinamiento de los instrumentos
de estimación no evitaron que lo inesperado siga siendo inesperado: los
acontecimientos políticos que están marcando nuestro tiempo irrumpen, casi
todos, a contramano de los pronósticos, como las victorias de Trump y el Brexit
por citar los casos más taquilleros. La política se volvió más inflamable y
random que nunca. En ese marco, conviene pensar los triunfos electorales como
episodios “frágiles”, que configuran climas sociales que duran lo que dura un
instante.
Hace unas semanas, la
mayoría de los análisis políticos giraban alrededor de lo sencillo que sería el
camino de Cambiemos hacia el 2019; es decir todo el análisis consistía en
estirar la foto del presente (el desactualizado presente de hace 50 días) y
proyectarla hacia adelante. Albert Hirchsman sostiene que muchas frustraciones
políticas son hijas de la pobreza de imaginación a la hora de representarnos el
futuro; dificultad visible en todos los análisis que luego del resultado de las
elecciones estiraron la foto del presente y la proyectaron hacia adelante.
Transitadas pocas
semanas desde su victoria, el gobierno de Cambiemos sufrió un fuerte tropiezo
en la opinión pública, agravado por fisuras políticas expuestas en su propia
coalición. ¿Qué pasó? Repaso una serie de errores:
Inercia discursiva
El resultado de las
elecciones de octubre abrió una nueva etapa política, sin embargo el Gobierno
siguió transmitiendo el hit “pesada herencia”, que como todo hit se sostiene,
pero también se agota, en su repetición. Es probable que la victoria haya
provocado en Cambiemos cierta pereza intelectual, por la cual se creyó que el
envión electoral evitaría la necesidad de defender la reforma previsional en el
cuadrilátero simbólico de la opinión pública. Había que cambiar de música pero
cambiemos no supo cambiar.
Anarquía conceptual
A la hora de
balbucear defensas, los principales dirigentes de Cambiemos transitaron rutas
discursivas divergentes; algunos se aferraron a disquisiciones matemáticas,
otros invocaron el largo plazo, algunos recordaron la “pesada herencia” y otros
desviaron el discurso hacia la corrupción kirchnerista. Más allá del
rendimiento de cada una de estos encuadres, es evidente que no se le había
dedicado a la Reforma Previsional una arquitectura comunicacional específica.
La gestión con la imagen más estudiada y manufacturada de todos los gobiernos
desde 1983, desestimó, en este caso, la gestión simbólica y puso todas las
fichas sobre el decisionismo y la rosca parlamentaria. Mientras tanto, el clima
social entraba por las ventanas del Congreso. La opinión pública no es una
mayoría silenciosa, es una constelación inestable de minorías muy ruidosas.
El nombre elegido
para la iniciativa revela la suspensión de la cuidadosa curaduría semiótica que
habitualmente envuelve a las iniciativas del oficialismo. “Reforma Previsional”
aspira a sustituir a la vigente “Ley de Movilidad”, pero “movilidad” tiene evocaciones
más amables (y enraizadas en el centro de gravedad de nuestra matriz cultural:
movilidad social) que “Reforma”.
Gestión de lo
tangible
Hace muy pocos días
el diario La Nación publicó
un amplio estudio de Poliarquía cuyos resultados alumbraron
riesgos desatendidos por un voluntarismo interpretativo que se advertía en los
análisis que acompañaron a los números. El dato más elocuente consistía en el
pronunciado contraste entre las percepciones económicas llamadas “egotrópicas”
(referidas a la economía personal) y las percepciones “sociotrópicas” (las
miradas sobre el país). El 46% de los argentinos percibe que el Gobierno
consiguió mejorar la economía del país. Ahora bien, cuando la pregunta se
orientó hacia el “primer metro cuadrado” (acierto conceptual de los consultores
de Isonomía para aludir a la dimensión donde un Gobierno se tangibiliza) los
resultados eran muy distintos: el reconocimiento de progreso se encogía al 21%.
Conclusiones: hasta
aquí la popularidad del Gobierno y sus triunfos electorales no estuvieron
sostenidos por lo realizado en el “primer metro cuadrado” sino más bien sobre
conquistas narrativas. Cuando hay una tensión entre ideología y experiencia
directa (disonancia cognitiva) suele imponerse la ideología, pero la tensión
subsiste. En otras palabras, los votantes de Cambiemos aceptaron en el cuarto
oscuro diferir la espera de resultados concretos pero la ansiedad no
desapareció y empieza a adoptar la forma y el sonido de una de impaciencia, de
un malestar.
Un segundo dato del
estudio de Poliarquía iluminaba el mismo fenómeno desde otro ángulo: ante la
pregunta por “¿Cuál fue la mejor medida tomada por el Gobierno”, las repuestas
se dispersaron, sin que ninguna se recortase como un pilar firme para sostener
la aprobación. La dispersión de respuestas es otro síntoma de la ausencia de
hitos claros de gestión. Por el contrario, cuando se preguntó por la peor
medida, el 40% de las menciones apuntó sobre el deterioro de la capacidad
adquisitiva; incluso la segunda medida más mencionada fue “reducir las
jubilaciones”.
Cultura política
En este camino, el error
más profundo que identifico alude a un déficit en la comprensión de la cultura
política argentina. Un estudio reciente del Centro de Estudios del Trabajo y el
Desarrollo (UNSAM) realizó una serie de preguntas orientadas a conocer las
actitudes de los argentinos sobre la seguridad social y el rol del Estado. El
81% consideró que el Estado debe “asegurar pensiones dignas a jubilados”. A la
vez, entre tres opciones ideológicamente muy distintas respecto al rol del
Estado, el 61% de los encuestados se inclinó por la opción más “amplia”: el
Estado debe asegurar el bienestar de todos los ciudadanos. Se trata de un
tema largamente estudiado: estatismo e igualitarismo constituyen dos vectores
de nuestra cultura política.
Reanudo mi argumento: la
Reforma Previsional moviliza valores muy constitutivos de nuestra identidad,
actitudes sedimentadas por experiencias colectivas y herencias culturales.
Considerando esos elementos, resulta más sencillo comprender por qué la Reforma
Previsional provocó una mayoritaria (superior al 65%) reacción crítica en la
opinión pública, que hasta hace 48 horas parecía congelada en el “fifty-fifty
grietero”. Pero lo congelado, como todo lo sólido, también se desvanece en el
aire.
El Gobierno se
vincula con sus votantes como si sólo fueran antikirchnristas. Y si bien esa
emoción política explica el comportamiento electoral reciente de ese universo,
las biografías de los votantes de Cambiemos no empezaron en el 2003. Además de
antikirchneristas, los votantes oficialistas son argentinos y, por lo tanto,
participan de determinados consensos culturales más transversales y antiguos
que los bolsos de López. Por otra parte, esos votantes también vivieron el 2001
y almacenan en su memoria marcas corporales que algunas palabras evocan.
Reforma, diciembre y ajuste por ejemplo. El Gobierno las reunió a las tres.
En el futuro,
Cambiemos no está condenado a ganar ni a perder, dependerá de lo que invente
la política. Pero el jueves 14 de diciembre pasaron dos cosas:
terminó el “2015” y nació la oposición. En adelante, el vínculo del Gobierno
con la opinión pública no podrá ser gestionado con el mismo marco narrativo
planteado para los primeros dos años. Y, sobre todo, tendrá que tangibilizar
mejoras para que la ideología que sostiene sus adhesiones no se les empiece a
fugar por el primer metro cuadrado.
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