Un relato basado en
conversaciones con el ex presidente y su entorno, que revela la intimidad del
proceso de toma de decisiones de muchas de las iniciativas que cambiaron el
país en los últimos años y su resignificación de cara al futuro.
Néstor
Kirchner fue un presidente de crisis. Como tal, concitó una aprobación
condicionada por las necesidades satisfechas; entre ellas, el anhelo de
autoridad, de ver a alguien al timón. Barrunto que fue por eso que ganó terreno
con acciones que en su momento parecían apelar sólo a minorías, como cuando
ordenó al jefe del Ejército, Roberto Bendini, que descolgara los cuadros de los
dictadores Jorge Rafael Videla y Reynaldo Bignone. O, en general, con su
política de derechos humanos.
Su
modo de hacer política convalidaba la decisión antes que el norte. O mejor: se
aceptaba casi cualquier norte si garantizaba que la nave siguiera su curso en
lugar de encallar o naufragar.
Esa
forma de consenso –extendido y poco pasional, bien pragmático– fue proporcional
a los intereses satisfechos de una mayoría silenciosa, más bien quieta. A
Cristina Fernández le cupo otra etapa, que forjó apoyos más restringidos y
organizados, con discurso y militancia. Con ella llegaría una primera minoría
activa o intensa, consciente de sí misma y con ansias de hacer política.
La
muerte de Néstor Kirchner, el 27 de octubre de 2010, me sorprendió. La mala
noticia no pudo noquearme, sin embargo. Salí carpiendo de Radio Nacional a
escribir una larga nota para Página/12. No elaboré (o no le di mucha vuelta a)
cuál habría de ser la respuesta colectiva: no la anticipé, estaba lejos de lo
que podía elucubrar.
Kirchner
recibió el adiós emocionado de decenas o cientos de miles de personas que
expresaron a muchísimas otras. Me moví en la marea humana espontánea, tratando
de comprender. Imposible no pensar: “Al tipo le hubiera gustado ver esto”. La
comunión entre la Plaza y la Rosada –esa fantasía peronista y setentista que
tanto lo motivaba– se materializó cabalmente entonces, cuando se fue.
Vi
el Palacio como jamás antes. Y, malicio, como jamás lo veré. Kirchner lo
consiguió, resuelvo ahora que entendí.
Devaneó
sobre el peronismo, salió y volvió a entrar. Sus zigzagueos me llamaron la
atención; algunos zigs me complacieron más que otros zags. El afán del presidente
peronista por salirse del peronismo, por reconvertirlo, por desbordarlo,
siempre me fascinó.
Nunca
entreví que moriría envuelto en un fervor popular como el que rodeó a Perón y a
Evita. Intuyo que él tampoco se entretuvo en hipótesis tan fúnebres.
Lo
sigo extrañando, claro que sí.
Ese
día triste y revelador me motivó a revisar y reformular lo mucho que había
escrito y dicho sobre Kirchner, resignificado por el hecho ineludible de su
muerte y por esa despedida que cualquier político popular hubiera envidiado.
Ese día me propuse escribir este libro.
Quiero
abordar aquí una semblanza del presidente que llegó, casi de chiripa, a
gobernar un país devastado, es decir, sin Estado, sin moneda, sin gobierno, en
default. Con índices socioeconómicos escalofriantes, una población desolada,
incrédula y enfurecida. Dos gobiernos sucesivos, uno radical y uno peronista,
habían debido acortar sus períodos tras derramar sangre de argentinos, jóvenes
en su mayoría.
Kirchner
reconstruyó, paso a paso, el Estado, el gobierno. La Argentina se desendeudó,
se recuperó la moneda, el empleo cobró centralidad, la redistribución de la
riqueza volvió a ser una finalidad pública, se elevó la condición de los
trabajadores. Se reconstituyeron derechos arrasados por la obra deliberada de la
dictadura y por la defección de gobiernos democráticos. Se reconocieron otros,
reivindicados por minorías tenaces, que son parte de la agenda más reciente.
Hablemos
de política
Este
libro pudo escribirse en 2006 o en 2011. Le toca ver la luz ahora, en un
contexto doméstico e internacional muy diferente. La derecha gobierna, elegida
por el pueblo soberano. Otra ideología anima al gobierno del presidente
Mauricio Macri y a sus partidarios. Es consistente que propongan un nuevo
modelo de país tanto como que cuestionen lo hecho u omitido. Lo que rebela, por
falaz y avieso, es que se niegue lo realizado, no que se reniegue de ello. La
polémica política puede (debe) ser acendrada, extrema, ácida. Reducir doce años
de historia a un simulacro o a un capítulo del Código Penal ambiciona expulsar
al adversario, dejarlo fuera de la esfera democrática.
Es
despectivo y discriminador reducir un ciclo riquísimo a un conjunto de
episodios de corrupción, al “hiperpersonalismo” o a la estupidez colectiva. Lo
es, asimismo, desvirtuar una época trascendente pintándola como si un par de
flautistas de Hamelin hubieran arrastrado al abismo a millones de
descerebrados, acompañados por una caterva de oportunistas.
El
conflicto, “lo agonístico”, puede llegar a la radicalidad pero siempre
considerando la (co)existencia del adversario. Todo en democracia es
controvertible y, en su frontera, negociable o sujeto a modificaciones. La
condena por inmoralidad, en cambio, es excluyente. Aquel a quien se descalifica
como esencialmente inmoral es exiliado de la política, se lo equipara al
enemigo, queda afuera del sistema. A esa condición se quiere relegar el
kirchnerismo, no a tres malos o pésimos gobiernos, cosa que cualquiera puede
pensar.
Este
libro renuncia a la cronología y, en parte, al inventario minucioso de medidas
o personajes. Es un ensayo libre, género de noble linaje nacional, que ansío no
haber deshonrado, aunque no intento competir con los pesos pesados que admiro y
a los que pretendo emular, sin imitar.
La
propuesta a quien lea estas líneas, nuestro contrato, es hablar de políticas
públicas, de realizaciones, de fracasos, de rumbos, de lo que puede la
voluntad, de sus límites.
Entre
otros “tips”, se recorren la política económica, la laboral, la internacional,
la de derechos humanos, la transversalidad, la Concertación, la Ley de Medios,
la nacionalización del sistema jubilatorio, la Cumbre de las Américas, el canje
de la deuda, el Indec. Planteo que un proyecto, un gobierno, un ciclo, un
“modelo” se deben discutir evaluando esas variables u otras de similar calibre,
calificándolas, si se prefiere, en una escala imaginaria de diez a menos diez.
Una suma algebraica, que dará tantos resultados como intérpretes. El pacto de
lectura no es que lleguemos a la misma cifra, sino que acordemos en la mayoría
de los factores a calificar. Si estamos de acuerdo, lo invito a avanzar. Si le
atraen más los escándalos que la política, amablemente creo que el material no
lo interpelará. Como escribió el historiador francés Jean Bouvier:
“No
hay que dejarse atrapar por el prestigio de los escándalos. No son ellos los
que dan cuenta del desarrollo histórico. Los regímenes económicos y políticos
no mueren jamás por los escándalos. Mueren por sus contradicciones. Es
absolutamente otra cosa”.
[…]
La
sombra destituyente
El
conflicto por las retenciones móviles a las exportaciones de granos comenzó con
el dictado de la Resolución 125, el 11 de marzo de 2008, a muy poco tiempo,
casi nada, de que Cristina Kirchner jurara como presidenta por primera vez, y a
cuatro años casi redondos de la aparición de Blumberg en circunstancias
simétricas.
El
desenlace sucedió en la madrugada del 17 de julio, cuando el Senado rechazó el
proyecto del gobierno para convertir en ley el nuevo esquema de retenciones.
Entre un momento y otro transcurrieron cuatro meses barrocos, tensos,
recargados de vicisitudes. Habría que hurgar en manuales de historia universal
para dar con una resolución ministerial (no una ley) que causara tantas
convulsiones y tuviera tal trascendencia. Quién sabe… no creo que haya ninguna.
La
sesión del Senado se hizo kilométrica y alcanzó un rating televisivo insólito.
Entonces era novedad, aunque esa rareza criolla se haría costumbre en años
sucesivos del kirchnerismo, coronando debates históricos que fue ganando de a
uno en fondo.
La
noche fue terrible, estresante hasta para quienes seguían el minuto a minuto y
sabían de antemano el final. No es lo mismo, nunca, saber que algo va a producirse
que verlo concretado, sea en la esfera pública o en la privada.
[…]
Los
senadores dudosos se cotizaban en oro, por lo menos en sentido figurado.
Recibían presiones de vecinos, de intendentes y gobernadores. Ellos no soltaban
prenda, las especulaciones y los asedios crecían. Se conjeturaba de antemano
(dato no evocado usualmente ahora) que Cobos podía llegar a resolver, y flotaba
en el aire que se expediría contra el gobierno que integraba, a menos de un año
de ser elegido. De nuevo, una novedad de la política criolla, ayuna de
antecedentes internacionales y de lógica. El vicepresidente silbaba bajito, se
hacía el distraído, emitía señales contradictorias, gozaba de su protagonismo,
armaba reuniones que publicitaba con entusiasmo.
Se
llegó al recinto con dudas.
Cuando
quedaban horas de debate, periodistas, políticos y (decidamos) medio millar de
personas informadas paladeaban o rumiaban con bronca cómo quedaría el tablero:
empate.
El
mensaje de texto (el Whats- App ahora) es un rebusque para comunicarse con los
legisladores durante una sesión. Es menos bullanguero que una llamada, aunque
tiene algo de compulsivo. Le escribí a una “espada” kirchnerista del Senado
mientras cubría la sesión repantigado en un sillón del living de casa.
Me
respondió en ping-pong.
“¿Van
a empatar? ¿Cobos vota?”
“Sí.
Siamo fuori.”
La
parca y fúnebre frase de un relator de fútbol italiano cuando la Argentina los
eliminó de “su” Mundial en definición por penales se convirtió como por encanto
en tópico del lenguaje argentino. La analogía era apropiada. En traducción
estricta, literal: Cobos definía.
“¿No
les conviene retirar a alguien para impedir que Cobos se consagre?”, indagué.
Perdido
por perdido, parecía astuto impedir que Cobos se instalara como héroe opositor,
nuevo referente cuya defección haría trizas la Concertación. Si la caída era
ine- xorable, valía evitar un daño adicional.
“Ya
probé. Pero Lupín no quiere.”
Desde
los tiempos de Santa Cruz, “Lupín” era uno de los apodos de Kirchner. Mi
interlocutor no solía usarlo, pero esa era una noche extraña.
Un
par de días después me explicó mejor, café de por medio.
–Hablé
con XX (un senador peronista), lo persuadí para que se fuera discretamente un
rato antes de que se votara. Llamé a Kirchner, le expliqué que era mejor así y
que estaba garantizado. Me dijo de todo: que ni lo pensara, que pasara lo que
tenía que pasar. Que Cobos quedara como un traidor.
–¿Cómo
convenciste a XX?
–Es
sencillo, pero no te voy a contar.
Los
operadores hacen cosas que los presidentes no deben saber y que es mejor velar
también a los periodistas.
Cobos
dejó el estrado reservado al presidente del cuerpo, se encerró en su despacho.
Su celular estaba al rojo vivo, coinciden fuentes de ambas trincheras. Alberto
Fernández gastó litros de saliva instándolo a no votar, en cuyo caso lo
reemplazaría el senador kirchnerista José Pampuro, vicepresidente de la cámara,
que tiene voto doble si es menester el desempate. Con sus hijas ladeándolo,
Cobos les pidió disculpas pero les transmitió que estaba jugado.
El
enigma, sólo en lo que concernía al gran público, se sostuvo hasta la
madrugada. El radical mendocino Ernesto Sanz, presidente de su bloque,
exhortaba a su ex correligionario, a quien habían expulsado del partido por
irse con los peronistas: “Vuelva al recinto, presidente”. Le hablaba al
estrado, ocupado por un hierático Pampuro, en rigor.
Cobos
entró, alargó el madrugón con suspenso, aunque en el sistema político todos
sabían de qué se trataba.
Sincero
o falaz, le pidió a Miguel Ángel Pichetto, jefe del bloque del FpV, que pasaran
a un cuarto intermedio.
“Voy
a usar una frase que dijo Jesús a sus discípulos: lo que tengas que hacer,
hazlo rápido”, espetó Pichetto, un peronista clásico, de tonalidad
conservadora. Como casi nadie es un arquetipo, es también agnóstico y
anticlerical, resabio de un pasado de izquierda. La cita no textual está en el
Evangelio según Juan. El destinatario era Judas Iscariote. El original reza:
“Realiza pronto lo que tienes que hacer”.
“Que
la historia me juzgue”, musitó Cobos, y siguió adelante. Pasadas las cuatro y
veinte de la mañana, pronunció una frase para los anales de la historia y del
psicoanálisis, tortuosa como su desempeño: “Mi voto no es positivo”.
El
Senado estalló, los opositores reunidos en el predio de la SRA gritaron algo
parecido a un gol en el último minuto de una final de fútbol.
¿Hace
falta subrayar que ahí se firmó la partida de defunción de la Concertación
Plural? Por si acaso se subraya, aunque sobrevivieron pactos entre el
kirchnerismo y algunos dirigentes o gobernadores radicales.
Cobos
se transformó en el superhéroe de la oposición. El día después atravesó el país
en auto, desde el este capitalino hasta el oeste, su provincia. En breve lapso
había devenido un triunfador locuaz, bien diverso al hombre tartajeante, lívido
y cariacontecido del recinto.
Le
llovieron plácemes. Hasta mereció un homenaje extraño: un toro reproductor que
días después entró a la Exposición Rural llevaba su apodo, “Cleto”. Era, en
rigor, el tercero de sus nombres de pila: Julio César Cleto. Los huevos del
toro, los huevos de Cleto, compaginaba el imaginario opositor.
El
gobierno tragó saliva y derogó la 125, que formalmente seguía rigiendo. Y se
percibió vencido como jamás antes y como sólo le tocaría experimentar en 2015.
La
saga de las retenciones móviles significó un fracaso en toda la línea, doloroso
para el kirchnerismo, que no estaba habituado a perder. La supervivencia del
proyecto estaba en jaque.
En
la mañana del 17 de julio, Kirchner le dijo a la presidenta Cristina, desolado:
“Siento que ya no te puedo proteger”. Superado el bajón, de vuelta en el
rectángulo de juego, Kirchner acuñó un proverbio: “Este conflicto parió al
gobierno de Cristina”, lo que presuponía un nacimiento dichoso y promisorio.
Costaba compartir su vaticinio, y por una vez no le creí al pie de la letra.
(...)
De
cómo militó Kirchner la Ley de Matrimonio Igualitario
El
apoyo del oficialismo fue una jugada inesperada, en la que Kirchner escondió
bastante su propio rol, manejando la sorpresa a su gusto. En la propia bancada,
al principio sólo unos pocos estaban al tanto, entre ellos la bravía bonaerense
Juliana Di Tullio, promotora fervorosa de la ley.
Otros
compañeros o compañeras venían desprevenidos. La vicepresidenta segunda de la
cámara, Patricia Fadel, figura importante del bloque, es católica preconciliar,
intratable: batallaba por el “no”.
Llegó
exultante a una reunión con Kirchner, Aníbal Fernández y el diputado Juan José
Álvarez (peronista itinerante). Anunció: “Tenemos los votos para ganarles”. En
paliques así, se usan sinónimos más rotundos que “ganarles”. Álvarez, que
pensaba como ella pero contaba con más olfato o data, le advirtió que, si no
sabía cómo votaba Kirchner, no podía estar para nada segura. Se desayunaría
pronto.
Kirchner
se reunió con referentes de la comunidad gay, se comprometió a trabajar por la
aprobación y les dejó un consejo-mandato de su hechura: “Milítenlo”. Predicó
con el ejemplo militando él mismo. Y cómo, y cuánto. Consultó al presidente del
bloque, Agustín Rossi, cómo venían los apoyos.
–¿Cómo
estamos? –sondeó.
Rossi
explicó que el único espacio para trabajar era el propio: los opositores
fijarían su posición sin interferencias. Según sus cálculos, ganarían por un
margen ajustado.
–Es
poco –estimó el flamante diputado, a quien siempre le parecía estar corto de
recursos.
Se
convocó al bloque: Rossi les transmitió que Cristina Kirchner quería la
aprobación de la ley y que él mismo la votaría. El diputado Néstor sumó su voz:
–Es
una cuestión de conciencia, cada uno sabrá qué hacer. Tengan en cuenta que la
presidenta de la nación, el presidente del bloque y el de su partido [él mismo]
están comprometidos con la ley.
Kirchner
agotó las baterías del celular. Llamó, una por uno, a compañeras o compañeros
de Diputados o del Senado reacios a la aprobación. Les explicó que se ponía en
juego el poder del gobierno, su capacidad para seguir avanzando en otros
aspectos, el propio proyecto político. Que no era una ley más, aislada o
accesoria, sino una pieza de un conjunto. “Si tus convicciones no te permiten
aprobarla, pensá si podés abstenerte o ausentarte” fue el mensaje común.
El
anecdotario es entretenido, difícil de corroborar por motivos evidentes: uno de
los interlocutores no vive, los otros son reservados.
Un
senador compungido le pidió disculpas explicando que tenía una sobrina monja
que jamás le volvería a hablar si votaba afirmativo. Kirchner, parece, lo
dispensó.
La
diputada fueguina Rosana Bertone, sobrina del cardenal Tarcisio Bertone, se
escudó en su fe y en la influencia del tío. Kirchner, chimentan, fue menos
piadoso en la respuesta. Le pidió que le diera al César lo que es del César y a
Dios lo que es de Dios.
Muchas
y muchos persistieron en la negativa, hubo quien se abstuvo y hubo también,
previsiblemente, mudanzas en el voto. El trabajo, puntilloso y tenaz, rindió
frutos.
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