SÁBADO 09 DE SEPTIEMBRE DE
2017
En la sociedad mediatizada,
cuando un tema dramático, como la desaparición de un ciudadano, alcanza las
primeras planas, los consumidores de noticias, los usuarios de redes y las
elites políticas e intelectuales suelen creer que todo el mundo comparte el
hecho con la misma intensidad. Ellos están absortos por el acontecimiento y
contribuyen a producirlo y reproducirlo a escala inconmensurable, en tiempo
real. La noticia circula velozmente, se reconfigura y desnaturaliza, crece
incontrolable e impacta en el poder. Los políticos encargan urgentes sondeos;
evalúan, con ansiedad, cuánto puede favorecer o perjudicar sus proyectos; el
Gobierno parece ir detrás de los hechos, los operadores de la Bolsa contienen
la respiración y sopesan alternativas. Los probables inversores extranjeros
demandan explicaciones. Leen noticias perturbadoras y observan en sus tablets
disturbios callejeros, sobreactuados por imágenes machacantes, repetidas. Se
preguntan si ese país donde piensan poner algo de dinero, apenas un punto
perdido en el mapa mundial, no será inseguro para sus ávidos y mutantes
intereses capitalistas.
El conjunto de la sociedad
comparte la preocupación, pero la intensidad del interés es menor y se
diversifica. A diferencia de lo que les sucede a las elites y al público
politizado, no hay evidencia de que se juegue algo vital para el resto de los
argentinos por el caso Maldonado. Lo que muestran las encuestas es, en primer
lugar, que dos tercios de la población está preocupado, pero apenas uno cree
que se trató de una desaparición forzada por las fuerzas de seguridad; en
segundo lugar, prevalece una fatal desconfianza: muchos sostienen que algo se
está ocultando, y la mayoría está convencida de que Maldonado nunca va a
aparecer o aparecerá muerto. En realidad, las opiniones se explican antes por
la adhesión o el rechazo al Gobierno que por la naturaleza del hecho. Quienes
lo apoyan lo absuelven de responsabilidades; los que lo reprueban le cargan la
muerte del artesano. Tampoco se vincula el caso con la inseguridad, cuya
valoración como problema permanece igual que antes de la desaparición. Más allá
de Maldonado, los argentinos siguen poniendo la economía al tope de sus
preocupaciones, pero con un guiño de confianza hacia el Gobierno, adelantado en
las PASO y probablemente ratificado en octubre.
La opacidad de la sociedad
frente a la desaparición de un ciudadano, su tenue compromiso, su desconfianza
alimentada por la experiencia de tantas otras desapariciones jamás
esclarecidas, su absolución apresurada de los sospechosos generan lecturas
distintas, donde se cruzan intereses, fanatismos y valores. La interpretación
según intereses es pragmática y electoralista: si la gente no responsabiliza a
la Gendarmería y le ratifica la confianza al Gobierno, Cambiemos puede mantener
el optimismo, mientras no haya novedades funestas; si, en cambio, Maldonado apareciera
muerto por obra de las fuerzas de seguridad, entonces la oposición mejoraría
sus chances en octubre. Y Hebe de Bonafini y los suyos confirmarían los
delirios que se derivan de su fanatismo: Macri es la dictadura. Estamos en
campaña, cada uno atiende su juego: unos, esperando que no haya novedades hasta
octubre, o que si las hay no los incriminen; los otros, especulando con un
final trágico que impulse sus propósitos políticos o sus desvaríos ideológicos.
Una lectura desde los
valores no puede aceptar la indiferencia social, el cálculo electoralista o la
intolerancia política. Como escribió Zygmunt Bauman, la sociología
descomprometida es una imposibilidad. Desapareció un ciudadano y eso constituye
una calamidad inaceptable para la democracia. Aunque deba admitirse, porque es
un dato de la realidad, que la sociedad es más fluida (y más banal) que sus
tragedias. Fluidez y banalidad, no es novedoso, marchan juntas en la sociedad
contemporánea. Precisamente, la metáfora de la liquidez de Bauman y otras imágenes
de la posmodernidad apuntan en esa dirección: debilitamiento de vínculos y
normas, retroceso del espacio público, consumo desbocado, liviandad de
compromisos y deberes, elites que administran cosas, en lugar de orientar
personas. En la Argentina el problema tal vez es más hondo: nos llegó la
fluidez de las costumbres sin habernos educado en la solidez de las
instituciones. Transgredimos la ley, sin noción de la ley.
Si sus intenciones son
verdaderas, Cambiemos no puede ignorar esta falencia histórica. Frente a ella
no alcanzará con el progreso económico, las soluciones instrumentales y la
retórica del sueño y el equipo. Los ciudadanos desaparecen porque se incumple
la ley y las instituciones son débiles, corruptas e ineficientes. Ahí se les va
la vida. No es una responsabilidad exclusiva de esta administración, pero su
proclamada intención reformadora la obliga a encarar el problema. La
construcción de la polis es la primera obra pública. Algo que los ingenieros no
deben olvidar cuando ejercen el gobierno.
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