X
Pasaron los años. Las estaciones vinieron y se fueron; las
cortas vidas de los animales pasaron volando. Llegó una época en que y a no
había nadie que recordara los viejos días anteriores a la Rebelión, exceptuando
a Clover, Benjamín, Moses el cuervo, y algunos cerdos.
Muriel había muerto; Bluebell, Jessie y Pincher habían
muerto. Jones también murió; falleció en un hogar para borrachos en otra parte
del país. Snowball fue olvidado. Boxer lo había sido, asimismo, excepto por los
pocos que lo habían tratado. Clover era y a una y egua vieja y gorda, con
articulaciones endurecidas y ojos legañosos. Ya hacía dos años que había
cumplido la edad del retiro, pero en realidad ningún animal se había jubilado.
Hacía tiempo que no se hablaba de reservar un rincón del campo de pasto para
animales jubilados. Napoleón era y a un cerdo maduro de unos ciento cincuenta
kilos. Squealer estaba tan gordo que tenía dificultad para ver más allá de sus
narices. Únicamente el viejo Benjamín estaba más o menos igual que siempre,
exceptuando que el hocico lo tenía más canoso y, desde la muerte de Boxer,
estaba más malhumorado y taciturno que nunca.
Había muchos más animales que antes en la granja, aunque el
aumento no era tan grande como se esperara en los primeros años. Nacieron
muchos animales para quienes la Rebelión era una tradición casi olvidada,
transmitida verbalmente; y otros, que habían sido adquiridos, jamás oy eron
hablar de semejante cosa antes de su llegada. La granja poseía ahora tres
caballos, además de Clover. Eran bestias de prestancia, trabajadores de buena
voluntad y excelentes camaradas, pero muy estúpidos. Ninguno de ellos logró
aprender el alfabeto más allá de la letra B. Aceptaron todo lo que se les contó
respecto a la Rebelión y los principios del Animalismo, especialmente por
Clover, a quien tenían un respeto casi filial; pero era dudoso que hubieran
entendido mucho de lo que se les dijo.
La granja estaba más próspera y mejor organizada; hasta
había sido ampliada con dos franjas de terreno compradas al señor Pilkington.
El molino quedó terminado al fin, y la granja poseía una trilladora y un
elevador de heno propios, agregándose también varios edificios. Why mper se
había comprado un coche. El molino, sin embargo, no fue empleado para producir
energía eléctrica.
Se utilizó para moler maíz y produjo un saneado beneficio en
efectivo. Los animales estaban trabajando mucho en la construcción de otro
molino más; cuando éste estuviera terminado, según se decía, se instalarían las
dinamos. Pero los lujos con que Snowball hiciera soñar a los animales, las
cuadras con luz eléctrica y agua caliente y fría, y la semana de tres días, y a
no se mencionaban.
Napoleón había censurado estas ideas por considerarlas
contrarias al espíritu del Animalismo. La verdadera felicidad, dijo él, consistía
en trabajar mucho y vivir frugalmente.
De algún modo parecía como si la granja se hubiera enriquecido
sin enriquecer a los animales mismos; exceptuando, naturalmente, los cerdos y
los perros. Tal vez eso se debiera en parte al hecho de haber tantos cerdos y
tantos perros. No era que estos animales no trabajaran a su manera. Existía,
como Squealer nunca se cansaba de explicarles, un sinfín de labores en la
supervisión y organización de la Granja. Gran parte de este trabajo tenía
características tales que los demás animales eran demasiado ignorantes para
comprenderlo. Por ejemplo, Squealer les dijo que los cerdos tenían que realizar
un esfuerzo enorme todos los días con unas cosas misteriosas llamadas «
ficheros» , « informes» , « actas» y « ponencias» . Se trataba de largas hojas
de papel que tenían que ser llenadas totalmente con escritura, y después eran
quemadas en el horno. Esto era de suma importancia para el bienestar de la Granja,
señaló Squealer. Pero de cualquier manera, ni los cerdos ni los perros producían
nada comestible mediante su propio trabajo; eran muchos y siempre tenían buen apetito.
En cuanto a los otros, su vida, por lo que ellos sabían, era
lo que fue siempre.
Generalmente tenían hambre, dormían sobre paja, bebían del
estanque, trabajaban en el campo; en invierno sufrían los efectos del frío y en
verano de las moscas. A veces, los más viejos de entre ellos buscaban en sus
turbias memorias y trataban de determinar si en los primeros días de la
Rebelión, cuando la expulsión de Jones aún era reciente, las cosas fueron mejor
o peor que ahora. No alcanzaban a recordar. No había con qué comparar su vida
presente, no tenían en qué basarse exceptuando las listas de cifras de Squealer
que, invariablemente, demostraban que todo mejoraba más y más. Los animales no encontraron
solución al problema; de cualquier forma, tenían ahora poco tiempo para cavilar
sobre estas cosas. Únicamente el viejo Benjamín manifestaba recordar cada
detalle de su larga vida y saber que las cosas nunca fueron, ni podrían ser,
mucho mejor o mucho peor; el hambre, la opresión y el desengaño eran, así dijo
él, la ley inalterable de la vida.
Y, sin embargo, los animales nunca abandonaron sus
esperanzas. Más aún, jamás perdieron, ni por un instante, su sentido del honor
y el privilegio de ser miembros de « Granja Animal» . Todavía era la única
granja en todo el condado
— ¡en toda Inglaterra!— poseída y gobernada por animales.
Ninguno, ni el más joven, ni siquiera los recién llegados, traídos desde
granjas a diez o veinte millas de distancia, dejaron de maravillarse por ello.
Y cuando sentían tronar la escopeta y veían la bandera verde ondeando al tope
del mástil, sus corazones se hinchaban de inextinguible orgullo, y la conversación
siempre giraba en torno a los heroicos días de antaño, la expulsión de Jones,
la inscripción de los siete mandamientos, las grandes batallas en que los
invasores humanos fueron derrotados. Ninguno de los viejos ensueños había sido
abandonado. La República de los animales que May or pronosticara, cuando los
campos verdes de Inglaterra no fueran hollados por pies humanos, era todavía su
aspiración. Algún día llegaría; tal vez no fuera pronto, quizá no sucediera
durante la existencia de la actual generación de animales, pero vendría. Hasta
la melodía de « Bestias de Inglaterra» era seguramente tarareada a escondidas
aquí o allá; de cualquier manera, era un hecho que todos los animales de la granja
la conocían, aunque ninguno se hubiera atrevido a cantarla en voz alta. Podría
ser que sus vidas fueran penosas y que no todas sus esperanzas se vieran
cumplidas; pero tenían conciencia de no ser como otros animales. Si pasaban
hambre, no lo era por alimentar a tiranos como los seres humanos; si trabajaban
mucho, al menos lo hacían para ellos mismos. Ninguno caminaba sobre dos pies.
Ninguno llamaba a otro « amo» . Todos los animales eran iguales.
Un día, a principios de verano, Squealer ordenó a las ovejas
que lo siguieran, y las condujo hacia una parcela de tierra no cultivada en el
otro extremo de la granja, cubierta por retoños de abedul. Las ovejas pasaron
todo el día allí comiendo hojas bajo la supervisión de Squealer. Al anochecer
él volvió a la casa, pero, como hacía calor, les dijo a las ovejas que se
quedaran donde estaban. Y allí permanecieron toda la semana, sin ser vistas por
los demás animales durante ese tiempo. Squealer estaba con ellas durante la may
or parte del día. Dijo que les estaba enseñando una nueva canción, para lo cual
se necesitaba aislamiento.
Una tarde tranquila, al poco tiempo de haber vuelto las
ovejas de su retiro —los animales y a habían terminado de trabajar y regresaban
hacia los edificios de la granja—, se oy ó desde el patio el relincho aterrado
de un caballo. Alarmados, los animales se detuvieron bruscamente. Era la voz de
Clover. Relinchó de nuevo y todos se lanzaron al galope entrando precipitadamente
en el patio. Entonces contemplaron lo que Clover había visto.
Era un cerdo, caminando sobre sus patas traseras.
Sí, era Squealer. Un poco torpemente, como si no estuviera
totalmente acostumbrado a sostener su gran volumen en aquella posición, pero
con perfecto equilibrio, estaba paseándose por el patio. Y poco después, por la
puerta de la casa apareció una larga fila de tocinos, todos caminando sobre sus
patas traseras.
Algunos lo hacían mejor que otros, si bien uno o dos andaban
un poco inseguros, dando la impresión de que les hubiera agradado el apoy o de
un bastón, pero todos ellos dieron con éxito una vuelta completa por el patio.
Finalmente se oyó un tremendo ladrido de los perros y un agudo cacareo del
gallo negro, y apareció Napoleón en persona, erguido majestuosamente, lanzando
miradas arrogantes hacia uno y otro lado y con los perros brincando alrededor.
Llevaba un látigo en la mano.
Se produjo un silencio de muerte. Asombrados, aterrorizados,
acurrucados unos contra otros, los animales observaban la larga fila de cerdos
marchando lentamente alrededor del patio. Era como si el mundo se hubiera
vuelto del revés.
Llegó un momento en que pasó la primera impresión y, a pesar
de todo —a pesar de su terror a los perros y de la costumbre, adquirida durante
muchos años, de nunca quejarse, nunca criticar—, estaba a punto de saltar
alguna palabra de protesta. Pero en ese preciso instante, como obedeciendo a
una señal, todas las ovejas estallaron en un tremendo balido: « ¡Cuatro patas
sí, dos patas mejor!
¡Cuatro patas sí, dos patas mejor! ¡Cuatro patas sí, dos
patas mejor!» .
El cántico siguió durante cinco minutos sin parar. Y cuando
las ovejas callaron, la oportunidad para protestar había pasado, pues los
cerdos entraron nuevamente en la casa.
Benjamín sintió que un hocico le rozaba el hombro. Se
volvió. Era Clover. Sus viejos ojos parecían más apagados que nunca. Sin decir
nada, le tiró suavemente de la crin y lo llevó hasta el extremo del granero
principal, donde estaban inscritos los siete mandamientos. Durante un minuto o
dos estuvieron mirando la pared alquitranada con sus blancas letras.
—La vista me está fallando —dijo ella finalmente—. Ni aun
cuando era joven podía leer lo que estaba ahí escrito… Pero me parece que esa
pared está cambiada. ¿Están igual que antes los siete mandamientos, Benjamín?
Por primera vez Benjamín consintió en romper la costumbre y
ley ó lo que estaba escrito en el muro. Allí no había nada excepto un solo
Mandamiento. Éste decía:
TODOS LOS ANIMALES SON IGUALES, PERO ALGUNOS ANIMALES
SON MÁS IGUALES QUE OTROS.
Después de eso no les resultó extraño que al día siguiente
los cerdos que estaban supervisando el trabajo de la granja, llevaran todos un
látigo en la mano.
No les pareció raro enterarse de que los cerdos se habían
comprado una radio, estaban gestionando la instalación de un teléfono y se habían
suscrito a John Bull, Tit-Bits y al Daily Mirror. No les resultó extraño cuando
vieron a Napoleón paseando por el jardín de la casa con una pipa en la boca;
no, ni siquiera cuando los cerdos sacaron la ropa del señor Jones de los
roperos y se la pusieron;
Napoleón apareció con una chaqueta negra, pantalones
bombachos y polainas de cuero, mientras que su favorita lucía el vestido de
seda que la señora Jones acostumbraba a usar los domingos.
Una semana después, una tarde, cierto número de coches llegó
a la granja.
Una delegación de granjeros vecinos había sido invitada para
realizar una visita.
Recorrieron la granja y expresaron gran admiración por todo
lo que vieron, especialmente el molino.
Los animales estaban escardando el campo de nabos.
Trabajaban casi sin despegar las caras del suelo y sin saber a quien debían
temer más: si a los cerdos o a los visitantes humanos.
Esa noche se escucharon fuertes carcajadas y canciones desde
la casa. El sonido de las voces entremezcladas despertó repentinamente la curiosidad
de los animales. ¿Qué podía estar sucediendo allí, ahora que, por primera vez,
animales y seres humanos estaban reunidos en igualdad de condiciones? De común acuerdo
se arrastraron en el mayor silencio hasta el jardín de la casa.
Al llegar a la entrada se detuvieron, medio asustados, pero
Clover avanzó resueltamente y los demás la siguieron. Fueron de puntillas hasta
la casa, y los animales de mayor estatura espiaron por la ventana del comedor.
Allí, alrededor de una larga mesa, estaban sentados media docena de granjeros y
media docena de los cerdos más eminentes, ocupando Napoleón el puesto de honor
en la cabecera. Los cerdos parecían encontrarse en las sillas completamente a
sus anchas. El grupo estaba jugando una partida de naipes, pero la habían
suspendido un momento, sin duda para brindar. Una jarra grande estaba pasando
de mano en mano y los vasos se llenaban de cerveza una y otra vez.
El señor Pilkington, de Foxwood, se puso en pie, con un vaso
en la mano.
Dentro de un instante, explicó, iba a solicitar un brindis a
los presentes. Pero, previamente, se consideraba obligado a decir unas
palabras.
« Era para él motivo de gran satisfacción —dijo—, y estaba
seguro que para todos los asistentes, comprobar que un largo período de
desconfianzas y desavenencias llegaba a su fin. Hubo un tiempo, no es que él, o
cualquiera de los presentes, compartieran tales sentimientos, pero hubo un
tiempo en que los respetables propietarios de la “Granja Animal” fueron
considerados, él no diría con hostilidad, sino con cierta dosis de recelo por
sus vecinos humanos. Se produjeron incidentes desafortunados y eran fáciles los
malos entendidos. Se creyó que la existencia de una granja poseída y gobernada
por cerdos era en cierto modo anormal y que podría tener un efecto perturbador
en el vecindario.
Demasiados granjeros supusieron, sin la debida información,
que en dicha granja prevalecía un espíritu de libertinaje e indisciplina.
Habían estado preocupados respecto a las consecuencias que ello acarrearía a
sus propios animales o aun sobre sus empleados del género humano. Pero todas
estas dudas y a estaban disipadas. Él y sus amigos acababan de visitar “Granja
Animal” y de inspeccionar cada pulgada con sus propios ojos. ¿Y qué habían
encontrado? No solamente los métodos más modernos, sino una disciplina y un
orden que debían servir de ejemplo para los granjeros de todas partes. Él creía
que estaba en lo cierto al decir que los animales inferiores de “Granja Animal”
hacían más trabajo y recibían menos comida que cualquier animal del condado. En
verdad, él y sus colegas visitantes observaron muchos detalles que pensaban
implantar en sus granjas inmediatamente.
» Querría terminar mi discurso —dijo— recalcando nuevamente
el sentimiento amistoso que subsistía, y que debía subsistir, entre “Granja
Animal” y sus vecinos. Entre los cerdos y los seres humanos no había, y no
debería haber, ningún choque de intereses de cualquier clase. Sus esfuerzos y
sus dificultades eran idénticos. ¿No era el problema laboral el mismo en todas
partes?» . Aquí pareció que el señor Pilkington se disponía a contar algún
chiste preparado de antemano, pero por un instante le dominó la risa, y no pudo
articular palabra.
Después de un rato de sofocación en cuy o transcurso sus
diversas papadas enrojecieron, logró explicarse:
« ¡Si bien ustedes tienen que lidiar con sus animales
inferiores —dijo— nosotros tenemos nuestras clases inferiores!».
Esta ocurrencia les hizo desternillar de risa; y el señor
Pilkington nuevamente felicitó a los cerdos por las escasas raciones, las largas
horas de trabajo y la falta de blandenguerías que observara en « Granja Animal»
.
« Y ahora —dijo finalmente—, iba a pedir a los presentes que
se pusieran de pie y se cercioraran de
que sus vasos estaban llenos.
» Señores —concluyó el señor Pilkington—, señores, les
propongo un brindis:
¡Por la prosperidad de la “Granja Animal”!
Hubo unos vítores entusiastas y un resonar de pies y patas.
Napoleón estaba tan complacido, que dejó su lugar y dio la vuelta a la mesa
para chocar su vaso con el del señor Pilkington antes de vaciarlo. Cuando
terminó el vitoreo, Napoleón, que permanecía de pie, insinuó que también él
tenía que decir algunas palabras.
Como en todos sus discursos, Napoleón fue breve y al grano.
« Él también — dijo— estaba contento de que el período de desavenencias llegara
a su fin.
Durante mucho tiempo hubo rumores propalados —él tenía
motivos fundados para creer que por algún enemigo malévolo— de que existía algo
subversivo y hasta revolucionario en sus puntos de vista y los de sus colegas.
Se les atribuyó la intención de fomentar la rebelión entre los animales de las
granjas vecinas.
¡Nada podía estar más lejos de la verdad! Su único deseo,
ahora y en el pasado, era vivir en paz y mantener relaciones normales con sus
vecinos. Esta granja que él tenía el honor de controlar —agregó— era una
empresa cooperativa. Los títulos de propiedad, que estaban en su poder, pertenecían
a todos los cerdos en conjunto.
» Él no creía —dijo— que aún quedaran rastros de las viejas
sospechas, pero se acababan de introducir ciertos cambios en la rutina de la
granja que tendrían el efecto de fomentar, aún más, la mutua confianza. Hasta
entonces los animales de la granja tenían la costumbre algo tonta de dirigirse
unos a otros como “camarada”. Eso iba a ser suprimido. También existía otra
costumbre muy rara, cuyo origen era desconocido: la de desfilar todos los
domingos por la mañana ante el cráneo de un cerdo clavado en un poste del
jardín. Eso también iba a suprimirse, y el cráneo y a había sido enterrado. Sus
visitantes habían observado asimismo la bandera verde que ondeaba al tope del
mástil. En ese caso, seguramente notaron que el asta y la pezuña blanca con que
estaba marcada anteriormente fueron eliminados. En adelante, sería simplemente
una bandera verde.
» Tenía que hacer una sola crítica del magnífico y amistoso
discurso del señor Pilkington. El señor Pilkington hizo referencia en todo
momento a “Granja Animal”. No podía saber, naturalmente —porque él, Napoleón,
iba a anunciarlo por primera vez— que el nombre de “Granja Animal” había sido
abolido. Desde ese momento la granja iba a ser conocida como “Granja Manor”,
que era su nombre verdadero y original. » Señores —concluyó Napoleón—, os voy a
proponer el mismo brindis de antes, pero de otra forma. Llenad los vasos hasta
el borde. Señores, éste es mi brindis: ¡Por la prosperidad de la “Granja
Manor”!
Se repitió el mismo cordial vitoreo de antes y los vasos
fueron vaciados de un trago. Pero a los animales, que desde fuera observaban la
escena, les pareció que algo raro estaba ocurriendo. ¿Qué era lo que se había
alterado en los rostros de los cerdos? Los viejos y apagados ojos de Clover
pasaron rápida y alternativamente de un rostro a otro. Algunos tenían cinco
papadas, otros tenían cuatro, aquellos tenían tres. Pero ¿qué era lo que
parecía desvanecerse y transformarse? Después, finalizados los aplausos, los
concurrentes cogieron nuevamente los naipes y continuaron la partida
interrumpida, alejándose los animales en silencio.
Pero no habían dado veinte pasos cuando se pararon
bruscamente. Un enorme alboroto de voces venía desde la casa. Regresaron
corriendo y miraron nuevamente por la ventana. Sí, se estaba desarrollando una
violenta discusión: gritos, golpes sobre la mesa, miradas penetrantes y desconfiadas,
negativas furiosas. El origen del conflicto parecía ser que tanto Napoleón como
el señor Pilkington habían descubierto simultáneamente un as de espadas cada
uno.
Doce voces gritaban enfurecidas, y eran todas iguales. No
había duda de la transformación ocurrida en las caras de los cerdos. Los
animales asombrados, pasaron su mirada del cerdo al hombre, y del hombre al
cerdo; y, nuevamente, del cerdo al hombre; pero ya era imposible distinguir
quién era uno y quién era
otro.__
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario