IX
El casco partido de Boxer tardó mucho en curar. Habían
comenzado la reconstrucción del molino al día siguiente de terminarse los
festejos de la victoria. Boxer se negó a tomar ni siquiera un día de asueto, e
hizo cuestión de honor el no dejar ver que estaba dolorido. Por las noches le
admitía reservadamente a Clover que el casco le molestaba mucho. Clover lo
curaba con emplastos de yerbas que preparaba mascándolas, y tanto ella como
Benjamín pedían a Boxer que trabajara menos. « Los pulmones de un caballo no
son eternos» , le decía ella. Pero Boxer no le hacía caso. Sólo le quedaba
—dijo— una verdadera ambición: ver el molino bien adelantado antes de llegar a
la edad de retirarse.
Al principio, cuando se formularon las leyes de « Granja
Animal» , se fijaron las siguientes edades para jubilarse; caballos y cerdos a
los doce años, vacas a los catorce, perros a los nueve, ovejas a los siete y las
gallinas y los gansos a los cinco. Se establecieron pensiones generosas para la
vejez. Hasta entonces ningún animal se había retirado, pero últimamente la
discusión del asunto fue en aumento. Ahora que el campito de detrás de la huerta
se había destinado para la cebada, circulaba el rumor de que alambrarían un
rincón de la pradera larga, convirtiéndolo en campo donde pastarían los animales
jubilados. Para caballos ,se decía, la pensión sería de cinco libras de maíz
por día y en invierno quince libras de heno, con una zanahoria o posiblemente
una manzana los días de fiesta.
Boxer iba a cumplir los doce años a fines del verano del año
siguiente. Mientras tanto, la vida seguía siendo dura. El invierno era tan frío
como el anterior, y la comida aún más escasa. Nuevamente fueron reducidas todas
las raciones, exceptuando las de los cerdos y las de los perros. « Una igualdad
demasiado rígida en las raciones —explicó Squealer—, sería contraria a los principios
del Animalismo» . De cualquier manera no tuvo dificultad en demostrar a los
demás que, en realidad, no estaban faltos de comida, cualesquiera que fueran
las apariencias. Ciertamente, fue necesario hacer un reajuste de las raciones
(Squealer siempre mencionaba esto como « reajuste», nunca como « reducción» ),
pero comparado con los tiempos de Jones, la mejoría era enorme. Leyéndoles las
cifras con voz chillona y rápida, les demostró detalladamente que contaban con
más avena, más heno, y más nabos de los que tenían en los tiempos de Jones; que
trabajaban menos horas, que el agua que bebían era de mejor calidad, que vivían
más años, que una mayor proporción de criaturas sobrevivía a la infancia y que
tenían más paja en sus pesebres y menos pulgas. Los animales creyeron todo lo
que dijo. En verdad,
Jones, y lo que él representaba, casi se había borrado de
sus memorias. Ellos sabían que la vida era dura y áspera, que muchas veces
tenían hambre y frío, y generalmente estaban trabajando cuando no dormían.
Pero, sin duda alguna, peor había sido en los viejos tiempos. Sentíase contentos
de creerlo así. Además, en aquellos días fueron esclavos y ahora eran libres, y
eso representaba mucha diferencia, como Squealer nunca se olvidaba de
señalarles.
Había muchas bocas más que alimentar. En el otoño las cuatro
cerdas tuvieron crías simultáneamente, amamantando, entre todas, treinta y un cochinillos.
Los jóvenes cerdos eran manchados, y como Napoleón era el único verraco en la
granja, no fue difícil adivinar su origen paterno. Se anunció que más adelante,
cuando se compraran ladrillos y maderas, se construiría una escuela en el
jardín. Mientras tanto, los lechones fueron educados por Napoleón mismo en la
cocina de la casa. Hacían su gimnasia en el jardín, y se les disuadía de jugar
con los otros animales jóvenes. En esa época, también se implantó la regla de
que cuando un cerdo y cualquier otro animal se encontraran en el camino, el
segundo debía hacerse a un lado; y asimismo que los cerdos, de cualquier categoría,
iban a tener el privilegio de adornarse con cintas verdes en la cola, los
domingos.
La granja tuvo un año bastante próspero, pero aún andaban
escasos de dinero.
Faltaban por adquirir los ladrillos, la arena y el cemento
necesarios para la escuela e iba a ser preciso ahorrar nuevamente para la
maquinaria del molino.
Se requería, además, petróleo para las lámparas, y velas
para la casa, azúcar para la mesa de Napoleón (prohibió esto a los otros
cerdos, basándose en que los hacía engordar) y todos los enseres corrientes,
como herramientas, clavos, hilos, carbón, alambre, hierros y bizcochos para los
perros. Una parva de heno y parte de la cosecha de patatas fueron vendidas, y
el contrato de venta de huevos se aumentó a seiscientos por semana, de manera
que aquel año las gallinas apenas empollaron suficientes pollitos para mantener
las cifras al mismo nivel. Las raciones, rebajadas en diciembre, fueron disminuidas
nuevamente en febrero, y se prohibieron las linternas en los pesebres para
economizar petróleo. Pero los cerdos parecían estar bastante a gusto y, en realidad,
aumentaban de peso. Una tarde, a fines de febrero, un tibio y apetitoso aroma,
como jamás habían percibido los animales, llegó al patio, transportado por la
brisa y procedente de la casita donde se elaboraba cerveza en los tiempos de
Jones, casa que se encontraba más allá de la cocina. Alguien dijo que era el
olor de la cebada hirviendo. Los animales husmearon hambrientos y se
preguntaron si se les estaba preparando un pienso caliente para la cena. Pero
no apareció ningún pienso caliente, y el domingo siguiente se anunció que desde
ese momento toda la cebada sería reservada para los cerdos. El campo detrás de
la huerta ya había sido sembrado con cebada. Y pronto se supo que todos los
cerdos recibían una ración de una pinta de cerveza por día, y medio galón para
el mismo Napoleón, que siempre se le servía en la sopera del juego guardado en
la vitrina de cristal.
Pero si bien no faltaban penurias que aguantar, en parte
estaban compensadas por el hecho de que la vida tenía mayor dignidad que antes.
Había más canciones, más discursos, más desfiles. Napoleón ordenó que una vez
por semana se hiciera algo denominado Demostración Espontánea, cuy o objeto era
celebrar las luchas y triunfos de la « Granja Animal» . A la hora indicada, los
animales abandonaban sus tareas y desfilaban por los límites de la granja en formación
militar, con los cerdos a la cabeza, luego los caballos, las vacas, las ovejas
y después las aves. Los perros marchaban a los lados y a la cabeza de todos, el
gallo negro de Napoleón. Boxer y Clover llevaban siempre una bandera verde
marcada con el asta y la pezuña y el lema: « ¡Viva el Camarada Napoleón!» .
Luego venían recitales de poemas compuestos en honor de Napoleón y un discurso
de Squealer dando detalles de los últimos aumentos en la producción de
alimentos, y en algunas ocasiones se disparaba un tiro de escopeta.
Las ovejas eran las más aficionadas a las Demostraciones
Espontáneas, y si alguien se quejaba (como lo hacían a veces algunos animales,
cuando no había cerdos ni perros) alegando que se perdía tiempo y se aguantaba
un largo plantón a la intemperie, las ovejas lo acallaban infaliblemente con un
estentóreo:
« ¡Cuatro patas sí, dos pies no!». Pero, a la larga, a los
animales les gustaban esas celebraciones. Resultaba satisfactorio el recuerdo
de que, después de todo, ellos eran realmente sus propios amos y que todo el
trabajo que efectuaban era en beneficio común. Y así, con las canciones, los desfiles,
las listas de cifras de Squealer, el tronar de la escopeta, el cacareo del
gallo y el flamear de la bandera, podían olvidar por algún tiempo que sus
barrigas estaban poco menos y a que vacías.
En abril, « Granja Animal» fue proclamada República, y se
hizo necesario elegir un Presidente.
Había un solo candidato: Napoleón, que resultó elegido por
unanimidad. El mismo día se reveló que se descubrieron nuevos documentos dando
más detalles referentes a la complicidad de Snowball con Jones. Según ellos,
parecía que Snowball no sólo trató de hacer perder la « Batalla del Establo de
las Vacas» mediante una estratagema, como habían supuesto los animales, sino
que estuvo peleando abiertamente a favor de Jones. En realidad, fue él quien
dirigió las fuerzas humanas y arremetió en la batalla con las palabras « ¡Viva
la Humanidad!». Las heridas sobre el lomo de Snowball, que varios animales aún recordaban
haber visto, fueron infligidas por los dientes de Napoleón.
A mediados del verano, Moses, el cuervo, reapareció
repentinamente en la granja, tras una ausencia de varios años. No había
cambiado nada, continuaba sin hacer trabajo alguno y se expresaba igual que
siempre respecto al Monte Azúcar.
Solía posarse sobre un poste, batía sus negras alas y
hablaba durante horas a cualquiera que quisiera escucharlo. « Allá arriba, camaradas
—decía, señalando solemnemente el cielo con su pico largo—, allá arriba,
exactamente detrás de esa nube oscura que ustedes pueden ver, allí está situado
Monte Azúcar, esa tierra feliz donde nosotros, pobres animales, descansaremos
para siempre de nuestras fatigas» . Hasta sostenía haber estado allí en uno de
sus vuelos a gran altura, y haber visto los campos perennes de trébol y las tartas
de semilla de lino y los terrones de azúcar creciendo en los cercados. Muchos
de los animales le creían.
Actualmente, razonaban ellos, sus vidas no eran más que
hambre y trabajo; ¿no resultaba, entonces, correcto y justo que existiera un
mundo mejor en alguna parte? Una cosa difícil de determinar, era la actitud de
los cerdos hacia Moses.
Todos ellos declaraban desdeñosamente que sus cuentos
respecto a Monte Azúcar eran mentiras y, sin embargo, le permitían permanecer
en la granja, sin trabajar, con una pequeña ración de cerveza por día.
Después de habérsele curado el casco, Boxer trabajó más que
nunca.
Ciertamente, todos los animales trabajaron como esclavos
aquel año. Aparte de las faenas corrientes de la granja y la reconstrucción del
molino, estaba la escuela para los cerditos, que se comenzó en marzo. A veces,
las largas horas de trabajo con insuficiente comida, eran difíciles de
aguantar, pero Boxer nunca vaciló. En nada de lo que él decía o hacía se exteriorizaba
señal alguna de que su fuerza y a no fuese la de antes. Únicamente su aspecto
estaba un poco cambiado.
Su pelaje era menos brillante y sus ancas parecían haberse
contraído. Los demás decían que Boxer se restablecería cuando apareciera el
pasto de primavera; pero llegó la primavera y Boxer no engordó. A veces, en la
ladera que llevaba hacia la cima de la cantera, cuando esforzaba sus músculos
tensos por el peso de alguna piedra enorme, parecía que nada lo mantenía en pie
excepto su voluntad de continuar. En estos momentos se adivinaba que sus labios
pronunciaban las palabras: « Trabajaré más fuerte» porque voz no le quedaba.
Nuevamente Clover y Benjamín le advirtieron que cuidara su salud, pero Boxer no
prestó atención. Su duodécimo cumpleaños se aproximaba. No le importaba lo que sucediera,
con tal que se hubiera acumulado una buena cantidad de piedra antes que él se jubilara.
Un día de verano, al anochecer, se difundió rápidamente por
la granja el rumor de que algo le había sucedido a Boxer. Se había ido solo
para arrastrar un montón de piedras hasta el molino. Y, en efecto, el rumor era
cierto. Unos minutos después dos palomas llegaron a todo volar con la noticia:
« ¡Boxer se ha caído! ¡Está tendido de costado y no se puede levantar!». Aproximadamente
la mitad de los animales de la granja salieron corriendo hacia la loma donde
estaba el molino. Allí y acía Boxer, entre las varas del carro, el pescuezo
estirado, sin poder levantar la cabeza. Tenía los ojos vidriosos y sus flancos
estaban cubiertos de sudor. Un hilillo de sangre le salía por la boca. Clover
cayó de rodillas a su lado.
— ¡Boxer! —gritó—, ¿cómo estás?
—Es mi pulmón —dijo Boxer con voz débil—. No importa. Yo
creo que podrán terminar el molino sin mí. Hay una buena cantidad de piedra
acumulada.
De cualquier manera sólo me quedaba un mes más. A decir
verdad, estaba esperando la jubilación. Y como también Benjamín se está
poniendo viejo, tal vez le permitan retirarse al mismo tiempo, y así me hacía
compañía.
—Debemos obtener ayuda inmediatamente —reclamó Clover—. Que
corra alguien a comunicarle a Squealer lo que ha sucedido.
Todos los animales corrieron inmediatamente hacia la casa
para darle la noticia a Squealer. Solamente se quedaron Clover y Benjamín, que
se acostó al lado de Boxer y, sin decir palabra, espantaba las moscas con su
larga cola. Al cuarto de hora apareció Squealer, alarmado y lleno de interés. Dijo
que el camarada Napoleón, enterado con la may or aflicción de esta desgracia
que había sufrido uno de los más leales trabajadores de la granja, estaba
realizando gestiones para enviar a Boxer a un hospital de Willingdon para su
tratamiento.
Los animales se sintieron un poco intranquilos al oír esto.
Exceptuando a Mollie y Snowball, ningún otro animal había salido jamás de la
granja, y no les agradaba la idea de dejar a su camarada enfermo en manos de
seres humanos. Sin embargo, Squealer los convenció fácilmente de que el
veterinario de Willingdon podía tratar el caso de Boxer más satisfactoriamente
que en la granja. Y media hora después, cuando Boxer se repuso un poco, lo
levantaron trabajosamente, y así logró volver renqueando hasta su establo donde
Clover y Benjamín le habían preparado rápidamente una muy amplia y confortable
cama de paja.
Durante los dos días siguientes, Boxer permaneció en su
establo. Los cerdos habían enviado una botella grande del medicamento rosado
que encontraron en el botiquín del cuarto de baño, y Clover se lo administraba
a Boxer dos veces al día después de las comidas. Por las tardes permanecía en
la cuadra conversando con él, mientras Benjamín le espantaba las moscas. Boxer
manifestó que no lamentaba lo que había pasado. Si se reponía, podría vivir
unos tres años más, y pensaba en los días apacibles que pasaría en el rincón de
la pradera grande. Sería la primera vez que tendría tiempo libre para estudiar
y perfeccionarse. Tenía intención, dijo, de dedicar el resto de su vida a aprender
las veintidós letras restantes del abecedario.
Sin embargo, Benjamín y Clover sólo podían estar con Boxer
después de las horas de trabajo, y a mediodía llegó un furgón para llevárselo.
Los animales estaban trabajando bajo la supervisión de un cerdo, eliminando la
maleza de los nabos, cuando fueron sorprendidos al ver a Benjamín venir a
galope desde la casa, rebuznando con todas sus fuerzas. Nunca habían visto a
Benjamín tan excitado; en verdad, era la primera vez que alguien lo veía
galopar. « ¡Pronto, pronto! —gritó—. ¡Vengan en seguida! ¡Se están llevando a
Boxer!» . Sin esperar órdenes del cerdo, los animales abandonaron el trabajo y
corrieron hacia los edificios de la granja. Efectivamente, en el patio había un
gran furgón cerrado, con letreros en los costados, tirado por dos caballos, y
un hombre de aspecto ladino tocado con un bombín aplastado en el asiento del
conductor. La cuadra de Boxer estaba vacía.
Los animales se agolparon junto al carro.
— ¡Adiós, Boxer! —gritaron a coro—, ¡adiós!
— ¡Idiotas! ¡Idiotas! —exclamó Benjamín saltando alrededor
de ellos y pateando el suelo con sus cascos menudos—. ¡Idiotas! ¿No veis lo que
está escrito en los letreros de ese furgón?
Aquello apaciguó a los animales y se hizo el silencio.
Muriel comenzó a deletrear las palabras. Pero Benjamín la empujó a un lado y en
medio de un silencio sepulcral leyó:
—« Alfredo Simmonds, matarife de caballos y fabricante de
cola,
Willingdon. Comerciante en cueros y harina de huesos. Se
suministran perreras» . ¿No entienden lo que significa eso? ¡Lo llevan al
descuartizador! Los animales lanzaron un grito de horror. En ese momento el
conductor fustigó a los caballos y el furgón salió del patio a un trote ligero.
Todos los animales lo siguieron, gritando. Clover se adelantó. El furgón
comenzó a tomar velocidad. Clover intentó galopar, pero sus pesadas patas sólo
alcanzaron el medio galope.
— ¡Boxer! —gritó ella—. ¡Boxer! ¡Boxer!
En ese momento, como si hubiera oído el alboroto, la cara de
Boxer, con la franja blanca en el hocico, apareció por la ventanilla trasera
del carro.
— ¡Boxer! —gritó Clover con terrible voz—. ¡Boxer! ¡Sal de
ahí! ¡Sal pronto!
¡Te llevan hacia la muerte!
Todos los animales se pusieron a gritar:
« ¡Sal de ahí, Boxer, sal de ahí!» , pero el furgón ya había
tomado velocidad y se alejaba de ellos. No se supo si Boxer entendió lo que
dijo Clover. Pero un instante después, su cara desapareció de la ventanilla y
se sintió el ruido de un patear de cascos dentro del furgón. Estaba tratando de
abrirse camino a patadas.
En otros tiempos, unas cuantas coces de los cascos de Boxer
hubieran hecho trizas el furgón. Pero, desgraciadamente, su fuerza lo había
abandonado; y al poco tiempo el ruido de cascos se hizo más débil y se
extinguió. En su desesperación los animales comenzaron a apelar a los dos
caballos que tiraban del furgón para que se detuvieran. « ¡Camaradas,
camaradas! —gritaron—. ¡No llevéis a vuestro propio hermano hacia la muerte!» .
Pero las estúpidas bestias, demasiado ignorantes para darse cuenta de lo que
ocurría, echaron atrás las orejas y aceleraron el trote. La cara de Boxer no
volvió a aparecer por la ventanilla. Era demasiado tarde cuando a alguien se le
ocurrió adelantarse para cerrar el portón; en un instante el furgón salió y
desapareció por el camino.
Boxer no fue visto más. Tres días después se anunció que
había muerto en el hospital de Willingdon, no obstante recibir toda la atención
que se podía dispensar a un caballo. Squealer anunció la noticia a los demás.
Él había estado presente, dijo, durante las últimas horas de Boxer.
— ¡Fue la escena más conmovedora que jamás hay a visto!
—expresó Squealer, levantando la pata para enjugar una lágrima—. Estuve al lado
de su cama hasta el último instante, y al final, casi demasiado débil para
hablar, me susurró que su único pesar era morir antes de haberse terminado el
molino.
« Adelante, camaradas —murmuró—. Adelante en nombre de la
Rebelión. ¡Viva “Granja Animal”! ¡Viva el camarada Napoleón! ¡Napoleón siempre
tiene razón!» . Ésas fueron sus últimas palabras, camaradas.
Aquí el porte de Squealer cambió repentinamente. Permaneció
callado un instante, y sus ojillos lanzaron miradas de desconfianza de un lado
a otro antes de continuar. Había llegado a su conocimiento —dijo—, que un rumor
disparatado y malicioso circuló cuando se llevaron a Boxer. Algunos animales
notaron que el furgón que trasladó a Boxer llevaba la inscripción: « Matarife
de caballos» , y sacaron precipitadamente la conclusión de que ése era en
realidad el destino de Boxer. Resultaba casi increíble, dijo Squealer, que un
animal pudiera ser tan estúpido. Seguramente, gritó indignado, agitando la cola
y saltando de lado a lado, seguramente ellos conocían a su querido Líder,
camarada Napoleón, mejor que nadie. Pero la explicación, en verdad, era muy sencilla.
El furgón fue anteriormente propiedad del descuartizador y había sido comprado
por el veterinario, que aún no había borrado el nombre anterior. Así fue como
nació el error.
Los animales quedaron muy aliviados al escuchar esto. Y
cuando Squealer continuó dándoles más detalles gráficos del lecho de muerte de
Boxer, la admirable atención que recibió y las costosas medicinas que abonara
Napoleón sin fijarse en el precio, sus últimas dudas desaparecieron y el pesar
que sintieran por la muerte de su camarada fue mitigado por la idea de que, al menos,
había muerto feliz.
Napoleón mismo apareció en la reunión del domingo siguiente
y pronunció una breve oración fúnebre a la memoria de Boxer. No era posible
traer de vuelta los restos de su llorado camarada para ser enterrados en la
Granja, pero había ordenado que se confeccionara una gran corona con laurel del
jardín de la casa para ser colocada sobre la tumba de Boxer. Y pasados unos
días los cerdos pensaban realizar un banquete conmemorativo en su honor. Napoleón
finalizó su discurso recordándoles los dos lemas favoritos de Boxer: «
Trabajaré más fuerte» y « El Camarada Napoleón tiene siempre razón», lemas,
dijo, que todo animal haría bien en adoptar para sí mismo.
El día fijado para el banquete, el carro de un almacenista
vino desde Willingdon y descargó un gran cajón de madera. Esa noche se oyó el
ruido de cantos bullangueros, seguidos por algo que parecía una violenta
disputa y terminó a eso de las once con un tremendo estrépito de vidrios rotos.
Nadie se movió en la casa antes del mediodía siguiente y se corrió la voz de
que los cerdos se habían agenciado dinero para comprar otro cajón de whisky.
(Continua)
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