La victoria de Donald Trump refleja cómo la derecha
se ha aprovechado del vacío para prosperar, y la izquierda debe haber un plan
para abordar esa amenaza
11/11/2016 - 20:42h
La victoria de Trump es una de las calamidades más grandes que
ha golpeado a Occidente y el resultado es que todo racista, misógino, homófobo
y autoritario de derechas se sienta legitimado. Este populismo de derechas ya
no puede ser menospreciado como un incidente puntual. De hecho, sin un cambio
urgente en la estrategia, la izquierda y probablemente toda la opinión
progresista quedará marginada hasta el punto de la irrelevancia. Nuestra crisis
es existencial.
Muchos
factores explican esta calamidad. Primero: racismo. El legado de la esclavitud
supone que el racismo esté en el ADN de la sociedad estadounidense. Los
esfuerzos resueltos de los afroamericanos por sus derechos civiles se han
topado con un rabioso contragolpe. Los sondeos a pie de urna sugieren que Trump
arrasó entre las personas blancas no graduadas, hombres y mujeres: solo las mujeres blancas graduadas han votado
mayoritariamente a Hillary Clinton.
Segundo:
misoginia. Trump, que presume de haber asaltado sexualmente a sus víctimas,
dirigió una campaña definida por el odio a las mujeres. Clinton era evidentemente una candidata del establishment,
pero a un hombre del establishment se le hubiese tratado de otra forma. Muchos
hombres estadounidenses se sienten castrados debido a dos factores: la
desaparición de puestos de trabajo seguros y cualificados que les daban un
estatus y la sensación de orgullo y el auge de los movimientos de mujeres y
LGTB que algunos hombres piensan que debilitan una legítima posición de
superioridad.
Pero
existe un factor que no puede ser ignorado. El centrismo, la ideología de los
supuestos moderados, está colapsando. En los 90, la tercera vía por la que
abogaron Bill Clinton y Tony Blair podía sostener la dominación política en la
mayor parte de Estados Unidos y Europa. Pero se ha marchitado ante los retos
del resurgimiento de la derecha populista y los nuevos movimientos de la
izquierda.
Los
más jóvenes están preocupados porque se ven condenados a un futuro menos
próspero que el de sus padres; y los votantes más mayores de clase trabajadora
se sienten desplazados. El auge espectacular de Podemos en España, la
popularidad de la extrema derecha del Frente Nacional en Francia o el Brexit,
está todo interrelacionado.
Las
consecuencias de la crisis financiera han dejado al centrismo con cada vez
menos respuestas y, aun así, sus defensores siguen atacando la supuesta
desesperación política y los fracasos de sus oponentes de izquierdas. Repartir
golpes de forma indiscriminada siempre es más fácil que abordar su propia y
evidente falta de visión o estrategia en tiempos de crisis.
Siempre
que se mencionan las inseguridades económicas que han alimentado el
'trumpismo', se plantean varias objeciones. Es una explicación, dicen algunos,
que no cuenta con la inmensa mayoría de los estadounidenses de clase
trabajadora y de minorías que votan al Partido Demócrata. También está el
asunto de la culpabilidad. Muchos insisten en que los votantes republicanos de
clase trabajadora deben asumir la responsabilidad de haber elegido a un
candidato misógino y racista. Verdad, algunos serán racistas y misóginos hasta
la médula, pero otros tienen el potencial de desvincularse si el señuelo es lo
suficientemente atractivo.
Las
primeras indicaciones sugieren que una participación en decadencia de los
demócratas es la prueba de una falta de entusiasmo por la campaña de Clinton.
Pero donde mejor parece que le ha ido a Trump es en la clase
media, y casi gana a Clinton entre los más pudientes. Pero el giro
más grande hacia Trump, un cambio de 16 puntos porcentuales, llegó de aquellos
que ganan menos del equivalente a 27.500 euros al año, aunque sigue por detrás
de Clinton en este grupo. La última vez votaron por el primer presidente negro
del país. Esta vez viraron hacia un candidato apoyado por racistas declarados y
se aseguraron de que ganase.
El
centrismo ha fallado a estos y a muchos otros votantes. Clinton no fue
cuidadosamente seleccionada por la élite del Partido Demócrata: se enfrentó a
un desafío inesperadamente exitoso proveniente de Bernie Sanders y venció, en
parte porque este no logró atraer a los afroamericanos. Pero su maquinaria
política se lo puso prácticamente imposible a otros candidatos, como Elizabeth
Warren.
En
los tiempos de un sentimiento antisistema generalizado en Occidente, una candidata
dinástica del establishment, cercana a Wall Street, cercana a déspotas
extranjeros y patrocinadora de guerras extranjeras catastróficas, fue una
elección desastrosa.
Los
centristas tienen una réplica fácil. Vale, radical engreído, si nosotros no somos
la respuesta, enumera la lista de gobiernos izquierdistas prósperos y explica
cómo la izquierda soluciona sus divisiones. Y, por supuesto, tienen algo de
razón. El estilo y la cultura de la izquierda radical está a menudo formada por
jóvenes con educación universitaria (un grupo en el que me incluyo). Son un
grupo cada vez más grande y diverso; a menudo provenientes de un entorno
modesto. Pero sus prioridades, su retórica y su actitud son a menudo
radicalmente diferentes a los votantes de clase trabajadora más mayores de un
pequeño pueblo de Inglaterra, Francia o Estados Unidos. Ambos grupos son
fundamentales para construir una coalición electoral victoriosa y, sin embargo,
están divididos.
Eso
debe cambiar. A menos que la izquierda eche raíces en las comunidades de clase trabajadora —desde
los diversos barrios de Londres a las antiguas ciudades fabriles del norte—, a
menos que utilice un lenguaje que cale en aquellos a los que una vez vio como
sus votantes naturales y a menos que deje de ignorar los valores y
prioridades de la clase trabajadora, la izquierda no tiene futuro político. En
Reino Unido, Theresa May ha entendido hacia donde va la historia, y de ahí su
intento torpe y partidista de enfrentar a una élite progresista supuestamente
no patriota contra una clase trabajadora para quien el patriotismo es una
prioridad.
En
su influyente libro, Don't think of an elephant! (¡No pienses
en un elefante!), el lingüista político estadounidense George Lakoff señaló que
los votantes se sienten más motivados con la “identidad moral y los valores”
que con cualquier otra cosa, incluso si eso supone votar en contra de los
intereses económicos de uno mismo. Los progresistas, por el contrario, creyeron
que gritar los datos convencería de algún modo a la gente.
Pero
los humanos son seres emocionales. Queremos historias conmovedoras. El tono de
Clinton era el de alguien intentando convertirse en director ejecutivo de un
banco. Era la candidata presidencial con más experiencia de la historia del
país, pero eso apenas importó. Fue derrotada por Obama, entonces un joven
senador, y ahora ha sido superada de nuevo por un político inexperto.
¿Qué
será lo siguiente para la izquierda? No puede ceder en la lucha contra el
racismo, la misoginia y la homofobia, pero debe planear urgentemente cómo
hacerlo de una forma que conecte con los marginados. La clase trabajadora cada
vez es más diversa y la izquierda debe tener un mensaje que cale con todos los
votantes. No puede permitir que la derecha populista retrate a la izquierda
como una ideología que odia los valores de la clase trabajadora.
Necesitamos
proyectar una visión conmovedora. Porque ahora sabemos que decir los datos y
limitarse a esperar lo mejor no mitigará a la derecha ni construirá una alianza
progresista. Existe un hilo común, pero los centristas y radicales no han
logrado encontrarlo. Debemos redoblar nuestros esfuerzos. Desde Estados Unidos,
vemos la tragedia que ocurre con el vacío.
Traducido por Javier Biosca Azcoiti
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