Como en el Medioevo,
se ha desparramado por el mundo una profusa gestualidad que convierte la
política en una nueva hermenéutica, una ciencia de los signos con
interpretaciones que se sitúan entre lo cabalístico y las más diversas
hechicerías. Nunca como hoy, en plena era de los medios, la política de gestos
se establece como arte interpretativo, ya no de la manera en que los viejos
cultores de la razón económica analizan la curva de precios, sino el orden
simbólico que se puede analizar por el misterioso significado de la curva de
desgaste de los sencillos zapatos del Papa, sin hablar de los sillones
despojados en que se sienta, del tamaño y la materia de su cruz pectoral y del
tiempo que insume viajando en ómnibus para abonar de su propia faltriquera una
cuenta impaga de hotel.
Entre las tantas reflexiones surgidas de un arsenal
siempre disponible de reacomodamientos humanos, leemos en paredes y escuchamos
en comentarios diversos la expresión “el papa peronista”. Por muchas razones
está equivocada, pero es tan dificultoso descubrir la raíz del error como
perentorio hacerlo. Bergoglio, sin duda, es un habiloso tejedor de lenguajes,
donde entre sus glosas sobre las escrituras, siempre un tanto marciales, como
corresponde a los hijos del santo capitán Ignacio de Loyola, suelen colarse
expresiones barriales. Ya en el Vaticano dijo que si no se camina hacia
Jesucristo, abandonando un estado de “ONG piadosa, la religión o el propio
Vaticano pierden el rumbo”. Y remató: “Así la cosa no va”. Es el idioma de los
argentinos, seguramente con un lejano aire tomado de las jergas del idioma
italiano. De algún modo, “así no va la cosa”, parece un latinazgo, pero del
barrio de Balvanera, Boedo o de las esquinas de Buenos Aires en donde, según
piadosos testigos, se ve a Bergoglio ir a comprar remedios a la farmacia “a sus
pobres curitas”.
Vaya, que sea “así la cosa”, o “cosí la cosa”, puede
permitir a muchos interpretar que ahora cambiaría todo, que expiraría el largo
período de pobreza en el mundo y las grandes casamatas eclesiásticas
comenzarían a pensar en su propia conciencia agrietada y a exonerarse a través
de una nueva conciencia social. Y hasta en los ensueños más audaces, en un
llamado contra el colonialismo. He aquí el Papa que emerge de conglomerados
humanos que viven en el barro, que toma mate en los balcones del Vaticano y
hará asaditos en parrilladas argentinas cerca de los frescos de Miguel Angel,
lo que nadie se animará a criticarle. Algún que otro gol de un equipo
argentino, podrá verse inspirado, en la voz de relatores imaginativos, en la
vida de este hombre austero. Vaya, vaya, quizá sea così la cosa. Los jesuitas
son pintados en Rojo y Negro, de Stendhal, como personajes cuyo pensamiento
yacía bajo rostros inescrutables, siendo los proveedores de la máxima condición
conspirativa en la Europa moderna, por la necesidad de actuar bajo diversas
formas de clandestinidad frente a las acciones que les dirigen las monarquías
del siglo XVIII, considerándolos “un Estado dentro del Estado”. Un escrito
apócrifo tuvo cierta circulación entre los siglos XVII y XIX, la Monita secreta
societatis Jesé, considerado el vademécum de la “conspiración jesuítica” que se
abatiría sobre el mundo y que podía ser colocada sobre el bastidor del naciente
marxismo. En efecto, los jesuitas fueron tan conspiradores como a otros se les
atribuyen feroces conspiraciones contra ellos. Y desde luego fueron víctimas de
muchas de ellas. Soldados y clérigos a un tiempo, no se privaban de amenazar a
las instituciones monarquistas, imperiales o republicanas durante diversos
períodos históricos. A los influjos de estos relatos conspirativos, no siempre
injustos contra la Orden más conservadora, pero modernamente militante, no eran
ajenos ni Stendhal, ni Eugenio Sue ni Michelet.
No olvidemos que es una orden de cuño militar y que
actúa en destacamentos de frontera. Conocemos las famosas “Misiones”, raro y
complejo experimento tomado como ejemplo de comunidad utópica por muchos, y por
eso mismo condenado por Sarmiento, que tiene a los jesuitas como obsesión
permanente, al punto de que una de las consignas de Loyola (“perinde ac
cadáver”: disciplinado como un cadáver) es motivo de ridiculización en sus más
diversos escritos, y se la dedica polémicamente al pobre Alberdi, que de jesuita
no tenía nada. Pero en el índex sarmientino, el poverello Alberdi figura con
ese pesaroso mote. Las fronteras del jesuitismo incluyen los confines
ideológicos del marxismo. En el siglo XX, es el jesuita Calvet el que escribe
un gran libro sobre Marx, también un trabajo, en este caso de calidad, en las
fronteras de la ideología. Lo cierto es que la Compañía es una majestuosa
interpretación del barroco político, como forma moderna de sujeción de lo
popular dentro de grandes intuiciones místicas. Los jesuitas se destacaron con
sus traducciones de los idiomas de los pueblos sujetados: son autores de los
más importantes diccionarios de traducciones del guaraní al español. Enemigos
de los Borbones de España, incluso llegaron a malquistarse con un papa que admitió
sus sucesivas expulsiones de sus propias provincias, entidades territoriales
diseñadas por ellos según su propia geopolítica universal, lo que les daba un
gran poder frente al Vaticano. Aunque en nombre de él se expresaban, sin dejar
también de disputarle posiciones.
Leopoldo Lugones, mucho antes de su incursión en un
ultramontanismo, igual al que muchos jesuitas compartieron y toleraron luego,
escribe en El imperio jesuítico una crítica monumental repleta de grandes
análisis de signos y símbolos de la Compañía de Jesús, desde el punto de vista
de la autonomía de la república liberal, que no podía permitirse, como tantos
ya lo habían dicho, “un Estado dentro del Estado”. Este libro es un antecedente
de dos grandes trabajos posteriores, El mito de la nación católica, de Loris
Zanatta, y la gran investigación de Horacio Verbitsky sobre la historia
política de la Iglesia argentina, cada uno con sus profundas características.
Volvamos a la improvisada noción de “papa peronista”.
Además de su equivocada inconsistencia histórica, se priva de considerar las
hondas implicancias del nombramiento de Bergoglio y su trabajo sobre los
nombres, que no incluyen sólo a Loyola sino al poverello Francisco, que intentó
cristianizar a los musulmanes –misión que como se sabe estaba muy lejos de
poder ser exitosa incluso para alguien tan pobre y tan hábil–, pero se
conservan sus parábolas de Gubbio, donde cristianizó a un viejo lobo y después
de otros milagros que sin duda son ajenos a la tradición jesuítica, murió con
las señales de las heridas místicas provocadas por el mismo Jesús reaparecido,
como signos de su propia crucifixión doliente. La vida de Francisco de Asís, en
el santoral, replica la de Jesús. El tema de fondo es la identificación mística
con la vida popular, entendida como entramado de leyendas, ante cierta
incomprensión de las jerarquías religiosas o políticas.
La mezcla de jesuitismo y franciscanismo que imaginó
Bergoglio con sus primeras exhibiciones de “estigmas vivientes” –en este caso
no clavos ardientes sino zapatos de uso común, sentarse fuera del trono, no
usar mitra– deriva en un debate profundo para nuestro país. Decir “el papa
peronista” es una figura alegórica de engañosos resultados en cuanto a esta
polémica. Bergoglio, en realidad, viene a cerrar de un modo oscuro los grandes
debates de los años ’70, que implicaban distintas interpretaciones sociales,
políticas y teológicas. Viene a cerrarlo con rostro conservador y astuto
(recordemos que la astucia era la principal virtud que Julien Sorel, el personaje
de Stendhal, les atribuía a los jesuitas, con perdón de los otros grandes
representantes de la orden intelectual de la Iglesia, que cuenta con insignes
escritores e investigadores). Lo cierto es que estaba aún en tensión en estos
años de historia nacional la antigua querella entre los sacerdotes
tercermundistas que hacían “la opción por los pobres” y la idea de controlar la
pobreza con el ingenio militante propio del jesuitismo conservador. Se habría
impuesto al fin éste, con rara facilidad, aunque en el misterio, mayor que el
de una misa, de la reciente votación vaticana.
Tenemos ahora un papa que bendice a todos “urbi et
orbi”, según la ironía del propio Perón, que habría sido superado en estos días
por la propia Iglesia, ya en condiciones de bendecir realmente a todo el mundo,
desde Lilita Carrió hasta Binner, desde al jugador de fútbol que pone en su
camiseta el rostro papal hasta los devotos del “papa peronista”. La broma
“todos son peronistas” se convertiría en política real por primera vez en la historia
argentina: todos son papistas. Lo que ningún papa del pasado habría logrado con
la totalidad de los duques y emperadores del Medioevo. Por el momento, esta
fruición incluye a los condenados por crímenes contra la humanidad, y es
deseable que por fin Bergoglio, con su nombre o con el otro manto lingüístico
casi milenario que se puso, pueda decir qué significan su nombre terrenal y su
nombre celestial, haciendo lo que hasta ahora no hizo. Sabemos que no quiere
ser una ONG misericordiosa. No sabemos aún si quiere esclarecer el pasado o
desea astutamente saldar el conflicto de las décadas pasadas en medio de
vaporosas tinieblas, enfundando a las clases populares en un orden místico
conservador populista, desviándolas de un destino latinoamericano más justo. En
este otro destino, debemos ser insistentes en esto, una latencia cristiana
social conviviría dignamente con todas las vetas emancipadoras, con las que
también podría redimirse un cristianismo enmohecido, no sólo porque no usó
sandalias de pescador.
Ahora, cuando decimos el nombre, como si fuera un
pigmento secreto, de Guardia de Hierro, no es ni para distraernos con juicios
diferidos hacia una “Orden laica” interna del peronismo, ni usar el fácil
exorcismo de los que dicen no olvidar, pero su renuencia a olvidar la ejercen
mal. Esta es una cuestión presente y de la que es menester hablar con
circunspección. Disuelta esa Orden interna del peronismo, que era un acto de
paciente espera mimético en el seno de un orden popular e institucional mayor,
quedó como espectro errante su espíritu de centinelas de las “misiones”
disciplinadoras. La otra versión evangélica, asociada a diversas insurgencias y
a hombres armados, y que supo invocar a la “teología de la liberación”, parecía
ser la que se había transfigurado, luego de cuatro décadas, hacia zonas de
cambio social más reposadas y viables, como las que en parte proponía el
kirchnerismo. Este movimiento acude a nombres como el de Cámpora, cercano a
esas teologías de emancipación (entre laicas y místicas) y desconocedor de las
teologías políticas más fuertes, muy decisionistas y a la vez poseedoras de
nociones más estatistas. Recordemos la idea de “organizaciones libres del
pueblo”, de tintes neoderechistas, que moran en los recuerdos de la lengua de
Guardia de Hierro y no dejan de evocarse en las homilías de Bergoglio. Son más
popularistas que estatistas.
Este debate es como si viniera a cerrarse muchas
décadas después, no en la Argentina, sino en el Vaticano. Bergoglio, más allá
que haya tenido contactos con aquella disuelta organización y de su dudoso
comportamiento en aquellos años, pertenece a esta saga política del
“encuadramiento de lo popular” actuando en el “interior” de esquemas estatales
o militares, para realizar un nuevo activismo que en este caso, como
“organización popular libre”, disputará la dirección de los pueblos que se
rigen por un noción no empaquetada de emancipación social. Pueblo organizado
libremente, en esta versión, tiene aires de provincia jesuítica y ahora será
enigma para vaticanistas. “Caminar hacia Jesucristo, si no la cosa no va”, dijo
Bergoglio en su lengua laminada por lo popularesco. Ratzinger era un
intelectual más conservador aún, también de dudoso pasado, y que había dicho en
su debate con Habermas que “Cristo es la estructura del mundo”. Noción
demasiado spinoziana y clausurada, para poder actuar en ese “caminar”, que en
Francisco (“llámenme padre Bergoglio”, dice, como podría decir “llámenme
Ismael”) se resuelve en un llamado a la militancia más conservadora. Llamarlo
“papa peronista” se revela entonces, si no fuera una astucia menor, como un
lamentable traspié. No quiere este escrito ser anticlerical, como fácilmente
imaginan los vertiginosos publicistas vaticanos, que mal copian a las grandes
agencias publicitarias de la globalización, sino desentrañar en la fe de los
pueblos y en nuestras propias “creencia en las creencias”, el destino no sólo
de la democracia profunda en un país, sino también del alma de las religiones
mundiales, que deben despojarse de sus préstamos teológicos a los peores
cerrojos políticos que sufren los pueblos del mundo.
* Director de la Biblioteca Nacional, profesor de la
UBA.
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